Por James Neilson (*) |
El papa Francisco dice que le gustaría poder salir de la
“jaula” vaticana y pasear por la calle, como hacía Jorge Bergoglio en tiempos
idos, pero, como sabe muy bien, ser el Sumo Pontífice tiene sus privilegios.
Uno consiste en que hasta sus palabras más banales son festejadas por
multitudes que ven en ellas evidencia de sabiduría supernatural. Si un político
en campaña –o un obispo porteño–, nos asegura que la realidad puede cambiar,
que la corrupción, la pobreza, la exclusión y la droga son malas pero que no
hay que desanimarse y así por el estilo, a nadie le llamaría la atención, pero
cuando el Papa habla así sus admiradores dicen que se ha erigido en el líder de
una especie de revolución espiritual destinada a transformar el mundo.
Asimismo, si bien Francisco sorprendió a muchos al
preguntarse, con la humildad apropiada, “¿Quién soy yo para juzgar a los gay?”,
afirmó basarse en el “catecismo de la Iglesia Católica” que, dijo, apunta a
“integrarlos en la sociedad”. Es de suponer, pues, que cuando de la ética
sexual se trata, Francisco –lo mismo que Bergoglio– es en el fondo un
tradicionalista: compadecerá con los que a su juicio son pecadores pero que así
y todo “buscan al Señor”, sin por eso condonar el pecado.
Aunque de acuerdo común, Francisco es “carismático” porque
habla con sencillez, desprecia el lujo y por su mera presencia convoca a
muchedumbres que motivarían la envidia de cualquier estrella del rock, no le
será nada fácil impedir que la Iglesia Católica se convierta en “una ONG”, o un
club para quienes toman en serio las lucubraciones teológicas y sienten
nostalgia por rituales milenarios. En Europa, el hedonismo laico ya la ha
reducido a un culto de influencia menguante en países antes renombrados por el
fervor de los fieles, un retroceso que se ha visto impulsado últimamente por
una serie al parecer interminable de escándalos protagonizados por pedófilos
clericales. Asimismo, a pesar de la hostilidad eclesiástica hacia lo que
Francisco califica del “dios dinero”, los banqueros del Vaticano han resultado
ser tan corruptos como sus homólogos de otros credos.
¿Incidirá la prédica vehemente de Francisco, y de sus
antecesores pontificales, a favor de la justicia social, la equidad y la
inclusión de los pobres, y en contra de la corrupción estructural, en la
evolución de los países de mayoría nominalmente católica? Es poco probable. Por
las razones que fueran, las sociedades que se ajustan mejor al ideal
reivindicado por los papas son las protestantes del Norte de Europa o, en lo
que concierne a la equidad económica, las “confucianas” de Asia Oriental. En
cambio, los países latinoamericanos, comenzando con Brasil, están entre los más
desiguales y corruptos del mundo entero. Puesto que hasta hace muy poco, la
Iglesia Católica siempre había desempeñado un papel cultural y educativo
preponderante, a menudo casi monopólico, en la región, es legítimo suponer que
ha hecho un aporte muy grande a esta realidad a primera vista paradójica. ¿Le
preocupa a Francisco el que hayan brindado resultados decididamente magros
todas las muchas exhortaciones episcopales y papales para que los gobernantes,
empresarios y otros cambien su forma de actuar? Parecería que no.
Además de tener que poner su propia casa en orden,
expulsando a los pedófilos, los corruptos, los intrigantes y los especuladores
financieros, el jefe de la Iglesia Católica tiene que hacer frente al reto
planteado por los muchos que no quieren a “la verdadera fe”. En Europa, los más
peligrosos desde el punto de vista del clero son los ateos y agnósticos; la ortodoxia
imperante es que la verdad es una noción relativa y que todos tienen derecho a
elegir la suya con tal que no perjudique a los demás. ¿Es compatible la
tolerancia mutua así supuesta con la defensa de una fe de naturaleza
absolutista? Mientras pudo, la Iglesia Católica lo negaba, pero cambió de
actitud al darse cuenta de que, debilitada, le convendría más resignarse a su
condición minoritaria y aseverarse abierta al “diálogo”.
En América latina, el cristianismo aún disfruta de una salud
más robusta que en Europa pero, sobre todo en Brasil, quienes se han adaptado
mejor a la versión local de la modernidad no son los católicos sino los
evangélicos. Según las cifras disponibles, mientras que hace apenas cuarenta
años más del 90 por ciento de los brasileños se afirmaba católico, hoy en día
lo hace solo el 57%, mientras que por lo menos el 25% es evangélico. Parecería
que en opinión de los pobres mismos, el “compromiso” con ellos de los pastores
es mucho más sincero que el de los clérigos católicos. Para más señas, han
resultado ser más exitosos a la hora de enseñar ciertas virtudes anticuadas –la
sobriedad, la responsabilidad personal, el respeto por la educación– que sus
rivales en esta interna cristiana; una consecuencia es que suele ser mayor la
proporción de evangélicos que, por sus propios esfuerzos, consigue dejar atrás
la pobreza.
Aunque en su visita triunfal a Brasil Francisco se concentró
en temas que son prioritarios en aquel país y en el resto de la región como la
corrupción sistémica, la desigualdad y la pobreza, como líder de una
institución de pretensiones planetarias –“católico” quiere decir “universal”–
también le toca asumir el rol de protector de los creyentes en otras partes del
mundo. En el norte de África, Nigeria, el Oriente Medio, Pakistán, Afganistán y
Asia Central, tanto los católicos como los fieles de otras comunidades
cristianas están sufriendo una ola de persecución con muy pocos precedentes en
la historia. Todos los días, mueren docenas, a veces centenares, a manos de los
resueltos a exterminarlos o sojuzgarlos. Hace un siglo, más del veinte por
ciento de los habitantes del Oriente Medio era cristiano; en la actualidad,
apenas suman el dos por ciento; tal y como están las cosas, pronto no habrá
ninguno salvo en Israel, el único país de la región en que el número de
cristianos ha aumentado en las décadas últimas.
Para millones de cristianos, el resurgimiento del islam
militante, un producto del repliegue tanto político como anímico de Europa y
Estados Unidos, ha sido una catástrofe sin atenuantes. Víctimas de operativos
feroces de “limpieza étnica” –en verdad sectaria–, su destino no parece
interesar a sus correligionarios o ex correligionarios de los países
occidentales que, con escasas excepciones, temen verse acusados de “racismo” o,
peor aún, de “islamofobia”. Como descubrió el papa emérito Benedicto XVI cuando
se atrevió a criticar, con cautela, los métodos proselitistas contundentes que
siempre han empleado los islamistas, hasta aludir el tema es suficiente como
para convertirse en blanco de criticas furibundas proferidas no por los
islamistas mismos, que, lejos de fingir ser pacifistas, alardean de su voluntad
de sembrar terror entre los infieles, sino de los bienpensantes occidentales. A
partir de entonces, Benedicto mantuvo una postura más conciliatoria, lo que,
huelga decirlo, no ayudó a los católicos y otro cristianos que seguirían siendo
asesinados por guerreros santos.
Francisco no ignora lo que está sucediendo: en mayo,
canonizó a los 800 italianos que, en 1480, fueron decapitados en Otranto por
los turcos por negarse a convertirse al islamismo. Con todo, parece ser tan
reacio como el que más a enfrentar lo que en buena lógica debería ser el
desafío más importante para el jefe de lo que es, al fin y al cabo, la iglesia
cristiana principal. Se estima que más de 100 millones de cristianos corren
peligro de ser muertos o, si tienen suerte, solo expulsados de sus hogares,
pero hasta ahora tanto el Papa como los líderes de otras entidades religiosas
occidentales han sido reacios a llamar la atención al desastre de dimensiones
históricas que está ocurriendo y que con toda seguridad se hará todavía más
cruento en los meses y años próximos, ya que Egipto, país en que hay
aproximadamente 10 millones de coptos, parece condenado a una guerra civil tan
obscenamente cruenta como la de Siria, en Irak los atentados contra los escasos
cristianos que todavía quedan son rutinarios, en Nigeria los islamistas de Boko
Haram están perpetrando una matanza tras otra –en un episodio reciente quemaron
vivos a muchos niños–, y en lugares como Pakistán e Indonesia turbas de
exaltados suelen matar con impunidad a los no musulmanes por “blasfemia”. Tal
vez no habrá problemas en Afganistán; en 2010 fue destruida la última iglesia
cristiana que se encontraba en aquel país desafortunado.
Parecería que, lo mismo que otros integrantes de las elites
occidentales, los líderes cristianos se han convencido de que sería más sabio
minimizar la importancia de tales detalles porque, de lo contrario, los
islamistas se enojarían todavía más. De ser así, la limpieza sectaria que está
en marcha en más de cincuenta países continuará hasta que comunidades que en
algunos casos se formaron hace casi dos mil años hayan sido definitivamente
aniquiladas. Claro, a diferencia de los “mártires de Otranto”, no serían
beneficiados póstumamente por una canonización papal: a lo mejor, el futuro de
una iglesia tan apocada que ni siquiera se anima a defender a su propia grey
con el vigor exigido por las circunstancias será el de una ONG inofensiva. De
ser así, el renacimiento previsto por los impresionados por la visita a Brasil
de Francisco, el carismático, no habrá sido más que una ilusión piadosa.
(*) PERIODISTA y
analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
0 comments :
Publicar un comentario