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Por James Neilson (*) |
En los países de cultura occidental por lo menos, parecería
que ya se han ido los tiempos en que políticos ambiciosos hablaban como
profetas resueltos a conducir al pueblo a la tierra de promisión. El
norteamericano Barack Obama perdió su carisma hace años y, muerto Hugo Chávez,
su heredero como comandante de la revolución bolivariana es un bufón
truculento. Mientras tanto, en la Argentina las pretensiones mesiánicas del
kirchnerismo y el comportamiento prepotente de sus representantes más
destacados, encabezados por Cristina, han provocado la reacción de una parte
sustancial de la sociedad que, harta del áspero “estilo K”, quiere verlo
remplazado por uno menos urticante.
No se trata de oponerse al “modelo” como
tal, porque nadie sabe muy bien en qué consiste, sino de la sensación de que el
país está en manos de una extraña coalición de fanáticos pendencieros,
farsantes improvisados y oportunistas corruptos que lo están vaciando. Por lo
demás, está difundiéndose con rapidez la conciencia de que, tal y como están
las cosas, la economía se dirige hacia lo que los especialistas en la materia
llaman un aterrizaje forzoso, o sea, un choque contra la realidad, como ha
ocurrido esporádicamente a través de los años.
Así y todo, para desazón de quienes sienten nostalgia por
las grandes batallas ideológicas del pasado, cuando la política era
literalmente una cuestión de vida o muerte, los líderes de las facciones que
luchan por el poder están más interesados en llamar la atención a su propia
voluntad de dialogar cortésmente con sus adversarios que en aludir a asuntos
que podrían ser divisivos. Aunque muchos se afirman progresistas e incluso
izquierdistas, para entonces denunciar como derechistas a sus rivales, las
hipotéticas diferencias así supuestas importan relativamente poco. Por cierto,
nadie supone que determinarán los resultados de la larga campaña electoral que,
una vez superadas las primarias y las legislativas, seguirá hasta que Cristina
haya abandonado la Casa Rosada. Como sucede en la mayoría de los países
europeos, aquí casi todos los políticos son centristas pragmáticos que
privilegian la imagen por encima de las convicciones, sean estas auténticas o
meramente simuladas. Por ahora cuando menos, el tema dominante es la
transición. Si bien los más avezados no quieren hacer gala de su impaciencia,
todos saben que los tiempos están acortándose y que, a menos que nos sorprenda
un triunfo oficialista tan arrollador que se reabran las puertas para la re-re
de Cristina, en octubre la competencia entrará en su fase decisiva.
Puesto que nadie, con la eventual excepción de la
“apocalíptica” Elisa Carrió, quiere asustar al electorado hablándole de los
problemas gravísimos que el eventual sucesor de Cristina tendrá que enfrentar,
o de lo que sucedería si los resultados de las elecciones legislativas le
fueran tan negativas que se vería convertida en un pato llamativamente rengo,
los presuntamente presidenciables dan a entender que se limitarían a corregir
los errores cometidos por el gobierno actual, lo que, insinúan, podrían hacer
con algunos retoques menores. Aunque los peronistas más disidentes y otros
opositores denuncian con vehemencia las barbaridades que en su opinión han
perpetrado la Presidenta y sus acompañantes, son reacios a brindar la impresión
de creer que, si ellos llegaran al poder, se sentirían obligados a tomar
medidas tan drásticas como las aplicadas por otros que en el pasado no tan
lejano se encargaron de “un país en llamas”.
El gobernador bonaerense Daniel Scioli y su mejor alumno, el
intendente de Tigre y diputado nacional en potencia Sergio Massa, basan sus
campañas respectivas en la idea de que haya que conservar lo bueno de la
prolongada gestión kirchnerista y eliminar lo malo. Por “lo bueno”, quieren
decir los subsidios que perciben quienes los necesitan para no caer en la
indigencia más absoluta. Se trata de muchísimas personas, por lo común de nivel
educativo decididamente modesto, que, por casualidad, conforman el “núcleo
duro” del electorado oficialista y que atribuyen sus ingresos –magros, pero
suficientes como para mantenerlos a flote–, a su lealtad hacia la Presidenta. A
diferencia de lo que sucede en los países europeos en que todos saben que tales
beneficios proceden del Estado, es decir, de la sociedad en su conjunto, no de
una persona generosísima con nombre y apellido, en la Argentina los operadores
políticos de las distintas variantes del peronismo y, a veces, del radicalismo,
han logrado perpetuar las viejas tradiciones clientelistas según las cuales el
destino de cada uno depende de la magnanimidad de los líderes locales.
Aunque por razones que podrían calificarse de tácticas no lo
dirá en público, Scioli no podrá sino coincidir con Massa en que “lo malo” del
kirchnerismo consiste en la intolerancia, el cortoplacismo, el desprecio por la
ley, la corrupción rampante, la mendacidad institucionalizada por el Indec, la
torpeza administrativa, la anarquía económica, el patoterismo destructivo de
Guillermo Moreno, los delirios de los muchachos y muchachas de La Cámpora y
muchas otras cosas que aseguran que, en el futuro, generaciones de
historiadores encuentren el reinado de Cristina tan fascinante como aquellos de
ciertos emperadores romanos. Reparar el daño causado por la voluntad mayoritaria
de permitir que la Presidenta y otros miembros de su gobierno violaran con
impunidad las normas más básicas con tal que la economía funcionara de manera
satisfactoria no será del todo fácil, pero a menos que sus sucesores logren
hacerlo, la Argentina seguirá perdiendo terreno.
Además de la tarea inmensa que les plantearía la
reconstrucción institucional en un país que se ha habituado a que sus
gobernantes operen al margen de la ley, los herederos del kirchnerismo tendrían
que intentar solucionar una serie de problemas puntuales nada sencillos. Lo
mismo que el gobierno del presidente Raúl Alfonsín frente a los delitos
perpetrados por los militares, les será necesario elegir entre amnistiar a los
acusados de robar vaya a saber cuántos centenares de millones de dólares por un
lado y, por el otro, correr los riesgos que les supondría intentar obligarlos a
rendir cuentas ante la Justicia.
Para garantizarse el apoyo del aparato kirchnerista, Scioli
se verá tentado a pactar con Cristina, pero de cambiar, como es más que
probable, el clima político antes de las elecciones previstas para el 2015,
cualquier arreglo que sirviera para tranquilizar a la Presidenta podría
costarle los votos que precisaría para trasladarse a la Casa Rosada. Lo mismo
le sucedería a Massa si en los meses próximos la fortuna le sonríe. Mal que les
pese a los dos partidarios de una transición balsámica, el éxito de lo que se
han propuesto dependería de factores que no estarán en condiciones de
controlar. Si, como suele ser el caso cuando un ciclo está acercándose a su
fin, el clima político sufre una mutación repentina, les sería forzoso
modificar radicalmente su propia postura, dejando atrás la ambigüedad que ambos
han cultivado para asumir una que sea mucho más decisiva.
Como es notorio, la importancia política de la corrupción
depende, con precisión matemática, de la marcha de la economía; si parece que
todo anda viento en popa, los considerados responsables de la sensación de
prosperidad incipiente que se propaga pueden apropiarse de una tajada de lo que
está a su alcance sin preocuparse por los reparos de moralistas envidiosos,
pero si todo empieza a caerse en pedazos, a los juzgados culpables del
desaguisado no les será permitido embolsar un solo centavo.
Pues bien; desafortunadamente para los kirchneristas y, desde
luego, para millones de otros, todo hace pensar que la economía nacional ya ha
entrado en una fase sumamente difícil. La inflación está cobrando cada vez más
fuerza, la necesidad de importar energía a precios internacionales aumenta a
una velocidad alarmante, la soja y otros productos del campo no aportan tanto
como hasta hace poco se preveía, los dólares escasean y, de persistir las
tendencias actuales, las reservas del Banco Central se agotarán por completo
antes del día fijado por el fin del mandato de Cristina. Por lo demás, no hay
inversiones significantes y el país no cuenta con empresas capaces de competir
fuera de las fronteras nacionales.
Por motivos comprensibles, los candidatos que aspiran a
combinar votos kirchneristas con los propios, de tal modo distanciándose de los
demás contendientes, son reacios a decirnos lo que harían para frenar la
inflación. En otras latitudes, para lograrlo los gobiernos suelen “ajustar”,
pero puesto que en la Argentina quienes proponen una estrategia tan desalmada son
execrados como “neoliberales”, cuando no “genocidas”, muchos políticos se
limitan a criticar al Gobierno por negarse a reconocer que el costo de vida
sigue subiendo, como si sólo fuera cuestión de la falta de sinceridad de los
voceros gubernamentales. Del mismo modo, insinúan que no les parecen
convincentes los argumentos esgrimidos para minimizar el significado de la
caída vertiginosa de la reservas o para reivindicar el cepo cambiario, pero se
resisten a decir que les preocupa menos el discurso engañoso del gobierno de
Cristina que el hecho de que a su sucesor no le quedará más alternativa que la
de tomar algunas medidas decididamente antipáticas.
(*) PERIODISTA y
analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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