Por Roberto García |
Comenzó la hora de la venganza. Sorda, implícita,
inconsciente quizás. Pero ineluctable. Incluso, hasta con características
burlonas del propio kirchnerismo (“Que parezca un accidente”), cuando esa
agrupación enviaba un emisario al entierro de alguien que ellos mismos habían
fulminado. Metáforas, claro. Así, entonces, parece escurrirse una correntada de
placer recóndito, personal, íntimo, con forma de revancha, ese al que los
árabes le reservaron una exquisita sofisticación.
Y que se advierte en las
declaraciones de variados personajes, de Cristiano Rattazzi (quien elogió lo
que dejó la administración de Carlos Menem en materia energética, casi un
desafío, al tiempo que cuestionó los brutales déficits de Aerolíneas
Argentinas) a confesiones de Daniel Scioli, de Hugo Moyano (“hay olor a cala”,
dijo sobre el Gobierno), a Héctor Méndez (objetor del atemorizado entorno
oficial, de la falta de realismo presidencial y a quien Ella pretendió
descolocar con picardía reclamándole consejos sobre cómo mejorar en votos para
octubre). Siguen los nombres de quienes se enrolan en la causa vengativa, la
nómina viene interminable. Ahora, claro, se atreven todos, hasta los cuzquitos,
como dicen en el campo. Aunque lo de Scioli ha sido, sin duda, el mayor impacto
serial sobre la nave insignia de la Casa Rosada: primero pidió internas para
igualar a la señora con el resto del peronismo (cuando los porfiados
cristinistas, tras la pérdida electoral, cambiaban por su cuenta el privilegio
arruinado de “Cristina eterna” por el de “Gran electora”) y luego redactó un
sintomático epitafio para los próximos dos años pidiendo: “Hagamos lo posible
para que este Gobierno termine bien”. Como también se incluyó él, nadie le
puede atribuir sedición. Lo que proponía el gagaísmo de Laclau parece
consumarse: regresa en cierta forma el boomerang del enfrentamiento como
necesidad o conveniencia política. Cristina tampoco ayuda a la convivencia:
entiende que debe atacar como defensa, y en Río Gallegos, donde hizo asistir a
empresarios y sindicalistas, le plantó a Sergio Massa dos imputaciones
desagradables. Víctima quizás de los servicios de inteligencia, esa cantera a
la que son tan proclives los jefes de Estado, la mandataria hizo referencias a
las bóvedas y con gestos comparó las que se instalaron en su casa del Sur con
la que le robaron al intendente del Tigre y, por si no fuera suficiente la
referencia, también dijo –o prometió, todavía no está claro– que a Massa antes
del 27 de octubre le aguarda una carga adicional por albergar, en Nordelta a
los mayores traficantes de droga del país. Puede ser un descubrimiento tardío o
electoralmente propicio, pero en el Episcopado de Río Gallegos pasaron ligeras
de cuerpo estas denuncias como ciertas observaciones económicas que desmerecen
a la Presidenta (lo de Canadá y Australia, por ejemplo), quien además
protagonizó en exceso la reunión cuando se suponía que iba a compartir. Bastó
ver los rostros mustios de todos los presentes ante su incontinencia; el mismo
clima que rodeó a Scioli al otro día en el Alvear.
Se suponía que había un ingenio político en la convocatoria
al Sur, en la hechura de ese acto con presencias de diversa procedencia, tras
la derrota electoral de las primarias. Hasta por el publicitado título que Ella
le otorgó a la cita invitando a los titulares y no a los suplentes del poder en
la cumbre. Amenazó designar una selección como si fuera Grondona, como si
supiera de fútbol por imponerle al contribuyente la televisación de Fútbol para
Todos. Pero si uno observa la lista de invitados se defrauda: no ganan ni un
campeonato de la Primera C. Algunos no reúnen condiciones ni para suplentes. Y
lo que parecía un llamado para los dueños de los poderes concentrados, para
confrontarlos con ella, como había sugerido, terminó en cambio con asistentes
de cualquier pelaje, de instituciones fantasma, algunos hasta complicados para
pagar la tarjeta de crédito. Gente con poco por hacer, más bien desocupada,
capaz de tomarse un día laboral como solaz, que hizo coro con los ministros
para escuchar y aplaudir lo que Cristina ya dice por tv a cada rato: de la
presunta monserga del ahorro (si le doy a uno, le tengo que quitar a otro) a la
candidez de hablar como Juan Carlos Pugliese –con el corazón, no con el
bolsillo– a un núcleo de tiburones devenidos en empresarios para que no
denuncien, como Lanata, anomalías y coimas en las licitaciones (que Ella supone
níveas, transparentes), como si el pasado miércoles hubiera conocido por primera
vez a esa mayoría de asistentes, muchos de la wagneriana Cámara de la
Construcción. Como si su ahora preferido Gerardo Ferreyra, a cargo de un
gigantesco proyecto, no hubiese hecho, al igual que Lázaro y Cristóbal, los
edificantes y necesarios pasos para integrar y disfrutar del cartel con otros
notables antecesores del rubro, de cualquier década. A elegir. Por si faltaba
algo, Cristina añadió en gesto casi patriótico: “No me importa quién gane, sino
que la obra se haga”. Casi de Adhemar de Barros.
Sí señaló, como advertencia a su grey, que no va a castigar
con impuestos a quienes ahorran en el país –ya particularmente castigados por
perder con la inflación–, un límite al tributo sobre la renta financiera que
por órdenes de su gobierno han preparado varios soldados escribientes tal vez
poco anoticiados (¿no será hora de imponer, quizás, algún cargo a diversas y
prósperas cooperativas que exceden el marco de su actividad?). Una novedad, su
mensaje financiero. Pero quienes imaginaron un diálogo con empresarios –y
sindicalistas también– sobre costo de vida, tipo de cambio, desempleo, caída de
reservas, de comercio e inversiones, se frustraron; no aparecieron los
papelitos con demandas estructurales que hubieran servido para despegar al
Gobierno de su encierro y fatalidad electoral, sólo hubo puntuales reclamos,
específicos de cada sector; nadie habló de parar la inundación, más bien se
enredaron en una discusión de consorcio sobre el funcionamiento del ascensor de
servicio o los consumos del departamento del encargado. Quizás hubiera existido
otra voluntad de debate si a la comparencia sólo hubiesen asistido –como
inicialmente trascendió– un núcleo reducido de jerarcas, de “titulares”, al
decir de la mandataria. Pero alguna razón secreta, el tono de las declaraciones
previas, esa venganza subterránea que se advierte en numerosos comportamientos,
seguramente motivó un cambio y forzó una ampliación de invitados, les bajó el
precio a los que cotizaban alto. Y, como suele ocurrir en este tipo de
reuniones vastas, poco y nada sirvió.
A menos que, al revés de lo que decía Perón, alguien le
otorgue importancia a la creación de comisiones menores.
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