Por Roberto García |
Se lanzó de nuevo a la campaña: quizá no rinda Scioli, y
menos Insaurralde. Debe suponer entonces Cristina que, a falta de suplentes, su
figura ayuda para cautivar voluntades indecisas. U opuestas. Figuración o
muerte, el verdadero y común síndrome de los argentinos, nada que ver con los
tecnicismos médicos que promueve Nelson Castro, el de Hubris o el de Pick, con
el cual se enseñorean otros.
En rigor, ocurre que ella no puede quedarse quieta, en silencio sobre todo, aceptando una derrota anunciada para el 27 de octubre sin siquiera subirse al escenario.
En rigor, ocurre que ella no puede quedarse quieta, en silencio sobre todo, aceptando una derrota anunciada para el 27 de octubre sin siquiera subirse al escenario.
Justo ese destino
secundario a quien presume de un protagonismo especial, de ser una luchadora
social, política y militante como la pasionaria española o la Evita local
cuando, afortunadamente, la vida la premió holgadamente. Al menos, como abogada
exitosa.
Además, si desciende a firmar y aprobar lo que no deseaba ni
quería (“no voy a cambiar mi política económica”, como si fuera una escritura,
dijo 48 horas después de padecer los últimos comicios) sólo por seducir a una
multitud apática, contrariada e indiferente, ¿por qué no recordarles a esos
nuevos beneficiarios que es ella quien los provee de obsequios, la reina maga,
el generoso Baltasar? Y no, claro, el usurpador de Sergio Massa. Nadie sabe si
esos regalos modifican el estigma de la copa rota, harán invisible la
reparación del cristal o si, como en esas relaciones amorosas en las que
explotó la falta de confianza por una traición, la súbita aparición de un
ticket a París tantas veces prometido podrá recomponer el romance. Más bien,
parece que la decepción es insalvable, que nada volverá a ser lo mismo por más
que se cambie el maquillaje, el vestuario, la conducta y el lenguaje. No
alcanza siquiera con pedir perdón, aunque éste no sea el caso ni por asomo.
Para colmo, aliados y propios revelan fragilidad, disgusto
entre sí, cuando no se pasan al sector opuesto y se escandalizan impúdicos por
lo que tuvieron que ver. Si hasta el veterano empresario Carlos Pedro Blaquier,
su admirador personal, que le escribió un poema empalagoso aparte de sugerirle
y hacerle repetir en público las propiedades afrodisíacas de sus cerdos, tuvo
que vender el yate Cristina, que muchos imaginaban bautizado en honor a la Presidenta
(en rigor, el homenaje era a su segunda mujer, Cristina, la que no se quedará
sin embarcación porque el azucarero conserva el internacional Black Beauty, que
define mejor a su pareja). Algunos amateurs sospechan que la venta se vincula
al interés por reducir la flota personal o para pagarles a los abogados que lo
defienden por el caso de Ledesma y los derechos humanos, los que seguramente
deben costarle como al que paga peritos y expertos en el caso del encargado o
portero Mangeri.
Sea por necesidad, conveniencia o congénita determinación,
Cristina no se resigna. Encomiable vocación. Para colmo, recupera en su
iniciativa parte de una abstracción que considera más importante que lo
tangible o territorial: la agenda. Obsesiva, supone que si ahora preside y
domina la tapa de los diarios con anuncios constantes, si hegemoniza la agenda,
podrá alterar los venideros resultados electorales. Como si haber perdido una
fortuna de votos o las reservas de gas y petróleo hubiera sido una torpeza
atribuible a la incapacidad para controlar los medios de comunicación. También
la culpa es de otros, el mea culpa jamás. Como su funcionario al frente de YPF
, Miguel Galuccio, quien ahora reconoce y dice lo que hace un año no dijo sobre
la catástrofe energética –cuando ciertos profesionales lo advertían desde hace
un lustro y eran difamados por el Gobierno–, o ella misma, sobre la angustiosa
situación, atribuye la responsabilidad a los 90, cuando es público que junto a
su marido vivieron del stock que les dejó esa década aborrecida a la cual no se
podrá volver en muchos años, por más cortes de luz tipo Alfonsín que se
decreten o brutales aumentos de tarifas, por no hablar de algún retroceso en el
PBI. Mientras, como Cristina ahora confiesa, se seguirá tirando plata en importaciones
cada vez más onerosas: tardó diez años en darse cuenta, pero no admite su
responsabilidad.
Siempre, claro, alivia endilgarles culpas a otros. Como en
el caso de los holdouts y la repentina voluntad de pagar lo que se juraba que
no se iba a pagar –al contrario de lo que sugerían los abogados contratados–,
aunque la novedad aterriza con evidente retraso y dudosa factibilidad. Otro
drama, para el cual la dama incorporó la novedad de reservarse el derecho a
rezarle al Cielo ya que lo de la Tierra resulta de compleja realización,
apelando de paso al Papa argentino como si realmente éste pudiera hacer
milagros. Por las dudas, claro, se intentará también que Barack Obama haga una
gauchada, le imponga condiciones a su Corte Suprema y le resuelva el litigio al
gobierno de Cristina, pedido a formularse presuntamente en la próxima reunión
del Consejo de Seguridad, como si al mandatario norteamericano le interesara
ese tema y no el de la invasión a Siria (país escasamente democrático y
sanguinario que, hace tiempo, influyó para que la Argentina tuviera una
discutible e inútil consideración judicial a favor de Irán que no sólo irritó a
la comunidad judía). Agenda quizá de lo imposible, aunque redituable en
titulares pensando en las elecciones. Cuentan que, si bien nada del fracaso se
asume, al menos comenzó a aceptarse el choque en la Casa Rosada. O los choques.
A describirlos con parcialidad, interesadamente, pero reconociéndolos. Como se
admite la falta de un brazo, la pérdida de memoria, un tumor maligno. O que el
pato ya está rengo.
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