Por Luis Gregorich |
No hay peor momento que las campañas electorales para hablar
de consensos o pactos de gobernabilidad. Los acuerdos entre distintas fuerzas
suelen trazarse después de las elecciones o en situaciones de empate
institucional. En consecuencia nos enfrentamos, en la Argentina, a una campaña
exasperada, desde las primarias de agosto hasta las legislativas de octubre.
Golpes bajos, descalificaciones, groserías en las redes
sociales. Y lobos con piel de cordero a montones.
En medio de este escenario descalabrado, nos permitimos
imaginar, a pesar de todo, como simples ciudadanos cansados de tanta
negatividad, y sin ocultar nuestro lugar de (moderados) opositores, una utópica
concertación o compromiso de los que piensen distinto, pero que sepan encontrar
algunos pocos, poquísimos puntos en los que piensen igual, o casi igual. Y esa
esperanza contra toda esperanza se condensa en tres palabras: ley, tiempo,
excelencia.
Convengamos que, en materia de ley, nadie puede tirar la
primera piedra. Se la ha infringido con generosidad, y muy pocos se han
arrepentido de hacerlo. También el ciudadano de a pie, a falta de modelos
virtuosos y confiables, ha colaborado con esta fractura.
El compromiso con la ley es sencillo en la forma y arduo en
su cumplimiento. Soñamos no más con que nuestros dirigentes estrechen la mano
de los adversarios y admitan que la Constitución es intocable (salvo la
obtención de las mayorías parlamentarias suficientes para reformarla), que nos
hemos ganado el derecho a vivir en una república que tiene división de poderes,
que las legítimas conquistas sociales y la preservación de los derechos humanos
no pueden retacearse, y que los impuestos deben pagarse y no ser evadidos.
También forma parte del respeto a la ley la lucha implacable
e intransigente contra la corrupción, porque esta última, además de merecer la
más enérgica condena moral, envilece cualquier política económica y termina
multiplicando el número de pobres. Y por último, porque la ley ofrece muchas
aristas, debería manifestarse la voluntad de acatarla, de inclinarse ante ella
en nuestro micromundo, en la vida cotidiana, porque esa conducta mejora la
convivencia, mantiene limpias las ciudades y los campos, e impide que las
enseñanzas de nuestros padres sean letra muerta. Juramentarnos a favor de la
ley no garantiza nada, pero hace un poco menos tóxico el aire que respiramos.
La segunda palabra que surge en este cándido requerimiento a
nuestros dirigentes es: tiempo. Quizá resulte más comprensible si la
completamos con términos como "continuidad" y "largo
plazo". No se puede vivir en una constante refundación, en una dimensión
atemporal que abomina del pasado y malversa el futuro.
Claro que el progreso exige sacrificios. Baste con señalar
los típicos ejemplos de la segunda posguerra, encarnados por Alemania y Japón,
y la colaboración de sus respectivas clases políticas. Y en nuestro continente,
de inestable historia, se suele mencionar al Palacio Itamaraty, la cancillería
brasileña, como un modelo de continuidad de la política exterior, fuese en gobiernos
civiles o militares.
¿Por qué no imaginar a nuestros dirigentes suscribiendo
compromisos de mediano y largo plazo acerca de obras de infraestructura que
requieren la tarea útil de más de una generación, de emprendimientos de alto
valor estratégico relativos, por ejemplo, al petróleo, a la energía, al
transporte o a la protección de los recursos naturales y el medio ambiente? De
tal forma, la promesa común repartiría los costos políticos entre ocasionales
oficialistas y opositores, y el esfuerzo exigido a la población tendría
sentido.
Respetar la ley. Trabajar con el tiempo, la continuidad y
los largos plazos. Y queda la palabra "excelencia", una palabra que
deberíamos pronunciar con unción, no en su acepción de vetusto tratamiento
honorífico, sino como referencia permanente a los mejores logros argentinos en
vidas solidarias, en creación artística, en trabajo científico. La excelencia
no puede ser privilegio de pocos. Desde el Estado y la sociedad civil debemos
fortalecer todos los ámbitos que la construyan, y en especial el sistema
educativo.
Hablar de excelencia no es olvidarse de las necesidades
primarias, sino admitir que los seres humanos requerimos asimismo "otra
cosa". Expresemos orgullo por ser la patria del papa Francisco, de Máxima,
de René Favaloro, de César Pelli, de Adolfo Pérez Esquivel, y también, por qué
no, de deportistas como Messi, Ginóbili y las Leonas. Algo deberíamos revisar
si escritores como Borges, Cortázar, Puig y Saer han elegido morir fuera del
país. No olvidemos a escritoras que siguen trabajando aquí: Hebe Uhart,
Angélica Gorodischer, Liliana Heker, y otras. Como viejo melómano agregaré a
Ginastera, a Guastavino, a Piazzolla, a Troilo, a Atahualpa, a Martha Argerich,
y a más jóvenes como Karin Lechner y Sergio Tiempo con sus pianos, y Sol
Gabetta con su violonchelo.
Mucho cuidado: la excelencia no tiene color político, no
depende del sumiso apoyo a tal o cual gobernante, no puede ser borrada por la
mediocridad o el prejuicio. Aparte de fomentarla desde la escuela, tratemos de
que no sea ninguneada por los medios, en especial los audiovisuales, tan
apegados a la estupidez y las trifulcas del mundo del espectáculo.
Transformemos a nuestras grandes novelas, a nuestras pequeñas epopeyas y mitos
políticos, a nuestros próceres y padres fundadores en ficción televisiva de
calidad, fuente de información y placer estético para todos los que la
consuman.
Volvamos a la dura realidad. Mientras se monta la
escenografía del proceso electoral, la convivencia naufraga entre aprietes a la
Justicia, acusaciones cruzadas y la más absoluta incapacidad para darse la mano
y dialogar sin recelos. El Gobierno es el principal responsable, aunque la
oposición tampoco ha sido creativa en este campo. Mantengamos, de todos modos,
la ingenua esperanza de que las elecciones que se avecinan no nos dividan aún
más, sino que puedan iniciar, tambaleantes y todo, el camino del consenso. Con
el Gobierno, si fuera posible, o por lo menos entre las fuerzas opositoras.
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