Por Liliana Bellone |
En el excelente ciclo de historia y cine que brinda la
Televisión Pública, pude ver tres films
que aportan una mirada sumamente importante y lúcida para comprender la
realidad de nuestro continente americano, dos de ellos pueden ser considerados
clásicos: Queimada del italiano Gillo
Pontecorvo y Yo soy Cuba del director
ruso Mijail Kalatozov. El tercero, Zona
Sur del realizador boliviano Juan Carlos Valdivia, filmado en La Paz en
2009 es una valiosa obra de arte que muestra de un modo consistente y bello las
cuestiones étnicas y sociales que configuraron y configuran un núcleo problemático en la historia de nuestros
pueblos.
Queimada (quemada
en portugués) narra la terrible lucha por la libertad de un pequeño país del
Caribe donde la mayor riqueza es la caña de azúcar, oro blanco, monocultivo que
arrojó tanta explotación y miseria a las poblaciones americanas como riqueza y
brillo a los dueños y amos de los ingenios y cañaverales, al comienzo en manos
coloniales (España , Francia o Portugal) y luego en las celebérrimas y
depredadoras compañías azucareras,
auspiciadas y respaldadas por el capitalismo de los Estados Unidos y Gran
Bretaña. Es el caso de Queimada, la pequeña isla, que pasa del coloniaje
portugués y el esclavismo más feroz a la situación de república independiente
gracias a la intervención inglesa que no tardará en imponer sus intereses de un
modo brutal. Nada detendrá la rebelión de los esclavos negros, en un principio
útil a los fines del imperialismo inglés, cuyo primer paso era lograr la
independencia de Portugal para irrumpir con su compañía, la Royal Sugar
Company, en las desvastadas tierras, tan expoliadas como bellas.
En un marco épico y de fresco social, Marlon Brando encarna
a Sir William Walter, un noble inglés, agente del reino británico, aventurero y
desalmado que finalmente- como los grandes personajes novelescos- muta la
crueldad y el cinismo en piedad. Algo irrumpe en el alma del noble,
precisamente aquel sentimiento que otorga fortaleza y debilidad; la piedad,
virtud inaceptable para los déspotas. Sir William siente piedad, comienza a ver
al “otro” como a un par, como un semejante. El “otro”, el valiente esclavo José
Dolores, encarnado por un actor no profesional, Evaristo Márquez, no aceptará
redimir y perdonar al inglés, no le permite esa última salida: lavar su
conciencia, expiar su culpa, pues no desea deber al dominador su libertad. José
Dolores es “dueño” de su libertad y elige, no acepta la caridad del otro, ni la
ayuda, elige morir por la causa que ha abrazado. En ese punto se sitúa un
verdadero duelo ético: el negro José Dolores no negocia su libertad, prefiere
la soga antes de seguir siendo esclavo, no solamente en el sentido social e
histórico, sino esclavo del engaño y la falta de ética.
En medio de lo épico, este magnífico film, rodado en
Cartagena de Indias y luego en Marruecos,
instala la cuestión ética.
También ocurre lo mismo en Yo soy Cuba, donde los protagonistas anónimos de la Cuba
prerrevolucionaria, admiten lo ético al erigirse en dueños de sus destinos. La
libertad se toma, como en Queimada, no se negocia, no se pide, se conquista,
parece ser el mensaje de esta gran película que fue olvidada durante años hasta
que los realizadores Coppla y Scorsese la redescubrieron. Fresco social e
histórico, Yo soy Cuba es un film
extraordinario no solamente por las acrobacias que realiza la cámara, sino por
el mensaje humano e histórico que propone. Las historias particulares de los
personajes ficticios comparten la historia social y colectiva, los difíciles y
heroicos momentos de la revolución. De este modo, sus fisonomías se inscriben
en lo que Georg Lukács denomina el “tipo”, esto es, confluencia de lo estrictamente
individual con lo social. El campesino explotado y engañado, la joven acuciada
por la necesidad y que elige la vida ligera, el universitario, la familia
trabajadora olvidada y sumida en la miseria, logran su redención a través del
acto solidario, comunitario y liberador, logran su libertad en una visión
enaltecedora del “otro”, un otro mancomunado y fraterno, el camarada y el
amigo, en pos de una causa común.
Zona Sur del
director boliviano Juan Carlos Valdivia, muestra la realidad latinoamericana en
una dimensión hondamente humana. Situada en un barrio acomodado de La Paz, la
historia de Zona Sur narra la
cotidianeidad de una familia de la alta burguesía boliviana, atravesada por los
avatares personales. Pero debajo del entramado particular de la anécdota en la
que puede advertirse cierta semejanza con los films de Lucrecia Martel, es
posible leer la intención de mostrar la convivencia de culturas: lo indígena y
lo hispánico, lo atávico y lo moderno dialógicamente dispuestos. Los criados hablan
en aimara y su cultura no subyace, está a la vista. Dos culturas que
confraternizan. El mensaje de Valdivia, atraviesa el simplismo determinista de
ciertas miradas: advierte ese algo que puede permitir que los seres humanos
convivan a pesar de los diversos orígenes, lo que era impensable en siglos y
aun en décadas anteriores, cuando la única salida ante el distinto, ante el
“otro” no semejante, era la extinción o el dominio. Todorov señala muy bien en
su libro La conquista de América que la
apropiación de España sobre el Nuevo Mundo fue una cuestión asentada en la
cuestión del “otro” (menospreciar, ultrajar, desestimar, disminuir, para poder
explotar y dominar). Quizás Bolivia está dando el ejemplo de un nuevo modo de
convivencia, dejando a un lado el colonialismo y los prejuicios, para lograr un
pluralismo cultural propicio al desarrollo y a la construcción de una
organización social nueva y justa, donde los valores de igualdad y fraternidad
no sean solamente las fulgurantes declaraciones de las repúblicas
liberales burguesas, sino una constante
y sólida realidad.
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