Por James Neilson (*) |
Puede que en algunos países, la gente se interese por la
labor de los parlamentarios, premiando a los eficaces por su aportes y
castigando a quienes no lo son, pero en la Argentina actual pocos creen que el
Congreso sirva para mucho más que brindar a los opositores oportunidades para
denunciar, en términos a menudo pintorescos, las barbaridades perpetradas por
Cristina y sus secuaces. Es por lo tanto lógico que, de acuerdo común, las
elecciones legislativas previstas para el 27 de octubre sean en realidad un
episodio más en la batalla por la presidencia de la República, de ahí el
impacto muy fuerte que ha tenido el lanzamiento de la candidatura a diputado
nacional del intendente de Tigre Sergio Massa.
¿Es que el joven de apariencia hollywoodense supone que le
convendría contar en su curriculum con un par de años como legislador? Claro
que no: el haber sido diputado no lo ayudaría del todo. Aunque Massa resulte no
ser un candidato meramente testimonial sino uno de verdad, puede darse por
descontado que lo que más quiere no sea pronunciar discursos fogosos en la
Cámara baja en defensa de la Constitución y de la autonomía de la Corte
Suprema, sino asestarle a Cristina un golpe demoledor que, además de obligarla
a olvidarse de la re-re, lo ubicaría a la cabeza de la lista de presuntos
presidenciables.
¿Y Daniel Scioli, el político que, según muchos, fue el gran
perdedor del zafarrancho previo a la elaboración de las diversas listas de
aspirantes a un lugar en el Congreso? Luego de pensarlo, el gobernador decidió distanciarse
del galán tigrense y acercarse al candidato oficialista, el lomense Martín
Insaurralde. Dadas las circunstancias, es comprensible; apoyar a Massa no solo
lo hubiera expuesto a la venganza de Cristina, una señora que, como todos
saben, sería plenamente capaz de desquitarse por tamaña traición encendiendo la
provincia de Buenos Aires, sino que también significaría que, a ojos del
electorado, se había puesto al servicio de otro político.
Mientras que Scioli tiene motivos bien concretos para subordinarse,
con una sonrisa entre resignada y burlona, a Cristina, actitud que desde su
punto de vista entraña ciertas ventajas porque muchos bonaerenses se han
acostumbrado a atribuir los problemas más graves del distrito a la malignidad
kirchnerista, no los tiene para solidarizarse con Massa.
Los comprometidos con el gobernador esperan que el intruso
haga una elección lo bastante buena como para bajarles las ínfulas a Cristina y
compañía, pero que su eventual triunfo no sea lo suficiente como para cambiar radicalmente
el panorama político nacional; si la lista de Insaurralde, es decir, de
Cristina, consigue aferrarse a una proporción respetable de los votos, Scioli
podría dar a entender que fue gracias a su colaboración que la Presidenta logró
mantenerse a flote. Al fin y al cabo, es más popular que ella.
Tanto Scioli como Massa se han propuesto ocupar el mismo
lugar en el mapa político, el del heredero de Cristina que aseguraría una
transición nada traumática conservando lo rescatable del “modelo” pero echando
por la borda a aquellas partes que la mayoría encuentra repudiable, además de
comprometerse a respetar la Constitución nacional.
Aunque últimamente Massa se ha sentido constreñido a asumir
una postura mucho más opositora que Scioli, este puede confiar en que una
franja sustancial del electorado comparte las sospechas de aquellos
kirchneristas que ven en él un sapo de otro pozo, de uno que es muy distinto
del frecuentado por Cristina y sus soldados furibundos. Se trata, pues, de una
competencia entre dos cultores de cierta ambigüedad que se resisten a definirse
demasiado ya que entienden que, en política, definirse equivale a dividir.
Con todo, nadie ignora que Scioli lo tiene más difícil. Por
oficialista que finja ser, no podrá reivindicar con la pasión exigida por los
militantes los intentos de Cristina de dinamitar la Constitución, aprobar sus
esfuerzos por hacer del Poder Judicial una rama más de su propio movimiento
cada vez más personalista y coincidir con ella en que la inflación se debe a
nada más que la codicia de comerciantes inescrupulosos, pero a menos que
defienda tales extravagancias autoritarias, la Presidenta continuará procurando
humillarlo.
Así las cosas, para sobrevivir a las tormentas de la
temporada electoral, Scioli tendría que navegar con mucha astucia, con la
esperanza de que, una vez que se haya restaurado las versión local de la
normalidad, Cristina por fin reconozca que, de todos los sucesores disponibles,
es el menos peligroso y en consecuencia le preste la ayuda que necesitará para
asegurar que su gestión como gobernador termine sin demasiados contratiempos.
Tal apuesta se basa en la hipótesis de que Cristina sea en
el fondo una política democrática racional, pero los hay que creen que, en el
caso de que las elecciones legislativas le resultaran catastróficas,
reaccionaría redoblando la propia con la intención de intimidar tanto a los
demás que la mayoría llegue a la conclusión de que, por ser tan alarmante la
alternativa, sería mejor dejarla permanecer algunos años más en el poder.
Quienes piensan así señalan que, por razones inconfesables
pero así y todo patentes, la Presidenta tiene forzosamente que aferrarse al
poder no porque sea “imprescindible”, como dicen los incondicionales, o porque
crea que la “revolución” que se ha propuesto llevar a cabo sea mucho más
importante que la anticuada democracia burguesa, sino porque, de verse
depositada en el llano después de disfrutar de una década ganada signada por la
impunidad, su propio destino sería muy triste y también lo sería aquel de
muchos compañeros.
Si bien tanto Massa como Scioli son considerados políticos
honestos, ninguno puede decir mucho sobre la corrupción que siempre ha
acompañado la gestión de los Kirchner. Por miedo a que aludir a un tema tan
escabroso haría de la campaña electoral una lucha feroz de todos contra todos,
con cruces de acusaciones tremendas –falsas o claramente justificadas, daría
igual– que terminaría perjudicándolos, prefieren minimizar su importancia. Se
trata de una omisión un tanto extraña, ya que no cabe duda de que el robo de
vaya a saber cuántos miles de millones de dólares por individuos vinculados con
el “proyecto” kirchnerista merece figurar entre las prioridades nacionales,
pero sucede que los políticos que, a juzgar por las encuestas de opinión,
comparten el respaldo de la mayoría se resisten a mencionarlo. En cambio, los
representantes de agrupaciones aún minoritarias no se sienten tan cohibidos,
aunque ellos tampoco quieren advertir a la población que, de aplicarse la ley
como corresponde, tarde o temprano muchos personajes que desempeñan papeles
destacados en el escenario nacional darían con los huesos en la cárcel.
Huelga decir que los dos hombres que, por ahora, parecen ser
los mejor posicionados para disputar el liderazgo cuando por fin se haya
agotado el largo “ciclo” kirchnerista, no hablan de eventualidades tan
inquietantes; son especialistas en formular declaraciones balsámicas aunque, en
la Argentina actual, el que Massa se haya aseverado respetuoso de la
Constitución es tomado por una manifestación de coraje político. Ambos dan a
entender que les sería relativamente sencillo corregir las distorsiones
provocadas por el gobierno de Cristina porque no quieren asustar a los millones
que dependen de la largueza estatal y que, como es habitual en países de
cultura clientelista, suponen que los beneficios que perciben se deben a la
generosidad de políticos determinados, no de la sociedad en su conjunto.
Así, pues, aunque Massa afirma que ha llegado la hora para
“atacar la inflación, ese cáncer que les come el bolsillo de los argentinos”,
parece suponer que le sería factible hacerlo sin que nadie tenga que sufrir
inconvenientes, lo que, por desgracia, no suele ser el caso. Mal que les pese a
quienes se encarguen del manejo de la economía post-kirchnerista, frenar la
inflación podría exigir una serie de medidas sumamente penosas; de otro modo,
Cristina ya la hubiera derrotado hace tiempo.
Sea como fuere, la necesidad de contar con la adhesión de
sectores muy amplios conformados por quienes están más preocupados por el
futuro inmediato de sus propios ingresos que por cualquier otra cosa, impide
que los candidatos políticos celebren debates auténticos acerca de las opciones
frente al país. Tienen forzosamente que ser optimistas, limitándose a deplorar
el autoritarismo y la arbitrariedad de Cristina y de personajes como Guillermo
Moreno, mientras que achacan la persistencia de inmensos bolsones de pobreza a
la voluntad oficial de pasarlos por alto, no a problemas estructurales que
serían muy difíciles de solucionar o, cuando menos, de atenuar, para que los
atrapados en ellos pudieran no solo salir sino también hacer un aporte positivo
al bien común. Es posible que tanto ellos como sus asesores sepan muy bien que
al próximo gobierno le aguarda una tarea hercúlea y que haya preparado planes
detallados que pondrán en marcha si la ciudadanía les da la oportunidad. Es de
esperar que sea así, ya que a juzgar por lo que dicen, están convencidos de que
les sería relativamente fácil gobernar la Argentina.
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