Por Tomás Abraham (*) |
El realismo es el reconocimiento de la insuficiencia de un
determinado poder para cambiar la realidad. Es la aceptación de los límites que
se le imponen a la acción.
El pragmatismo es su contratara en el sentido que
supone que dentro de esos límites existen las posibilidades de crear nuevos
espacios de poder y determinadas acciones en beneficio propio.
El realismo admite la fuerza de las cosas. El pragmatismo el
de canalizarlas con éxito. A nuestro país el realismo se lo impone el mercado
mundial. La división internacional del trabajo decidida por los gigantes
corporativos y sus bases estatales distribuyen los lugares de la producción y
la venta de mercaderías. Insertarse en la economía-mundo es imprescindible.
Países sin moneda estable propia no permiten el ahorro interno ni la
acumulación en divisas nacionales. Necesitan del circulante que exige el
comercio exterior para poner en funcionamiento una economía primaria
dependiente del capital financiero y de la tecnología importada.
Dos pragmáticos. Carlos Menem como Néstor Kirchner supieron
aprovechar las posibilidades que ofrecía la situación mundial para construir su
propio poder político. Fueron pragmáticos, y no tuvieron inconvenientes en
reclamarse peronistas auténticos.
Ambos tomaron decisiones fuertes. El primero privatizó
grandes corporaciones estatales para no emitir más moneda y secó de pesos la
plaza bancaria para crear el peso-dólar. El segundo concluyó la cesación de
pagos y con la valorización de los productos del agro dio permanentes estímulos
al mercado interno.
Los dos construyeron poder. Los dos no lo tenían al asumir
la presidencia. Lo hicieron distribuyendo recursos y asociando a la plusvalía
nacional a dirigentes de fuerzas sociales heterogéneas.
Menem recompensó a la dirigencia sindical que apoyó su plan
privatizador. Enriqueció a los mandos militares que le permitieron aislar al
sector carapintada que extorsionaba al gobierno civil. Creó las condiciones
para que el sector financiero tuviera rentabilidad extraordinaria por el
diferencial de intereses y las oportunidades ofrecidas al capital golondrina.
No se olvidó de los planes asistenciales para crear una masa clientelar en el
Gran Buenos Aires. Incentivó el consumismo de una clase media favorecida por la
plata dulce.
Néstor Kirchner creó su propio espacio mediante una
distribución de recursos entre capitalistas asociados a su patrimonio personal
con los que generó empresas nuevas o se apropió de otras confiscadas. Negoció
permanentemente con la dirigencia sindical prebendas, silencios, favores y
expulsiones. Protegió la rentabilidad extraordinaria de grupos financieros, de
grupos mineros y de sectores vinculados a la exportación. Fue más que generoso
con protagonistas de la cultura cuyo prestigio consideró aprovechable. Diagramó
un espacio asistencial masivo organizado políticamente a través de una red de
punteros.
Puja y caja. Menem y Kirchner construyeron poder con dinero,
pero no sólo con dinero. Pero sin él hubiera sido imposible hacerlo. La puja
distributiva en nuestro país se decide en cada momento. El fenómeno
inflacionario contribuye a generar la discusión permanente sobre la apropiación
del producto nacional. Esta tensión no desestabiliza el sistema político
mientras los recursos lo permiten; cuando la caja mengua, la puja se agudiza, y
estalla en una crisis de gran violencia cuando está vacía. Es lo que sucedió en
la década del setenta.
El reclamo generalizado por una mayor equidad social y la
redistribución de la riqueza alentada por el retorno de una democracia sin
proscripciones y la euforia por la vuelta de Perón, no encontró los medios para
poder ser satisfecha. No había con qué. No existían aún ni el capital
financiero disponible de los petrodólares ni los precios siderales de los
granos para compatibilizar congelamiento de precios y aumento de salarios.
Vivíamos con lo nuestro, y nos matamos entre nosotros.
Boudou y Massa dicen ser peronistas. Ambos vienen de la UCD.
Scioli dice ser peronista, es un producto político del noventa. De Narváez dice
ser peronista, es un empresario neoliberal que multiplicó su riqueza en la
misma década. Macri es otro empresario neoliberal que quiere ser peronista.
Todos son hijos políticos de Menem.
Fue durante su presidencia que el peronismo adquirió su
nueva identidad que fue la de no tener más ninguna. El peronismo a partir de la
revolución cubana se desdobló en una franja revolucionaria de izquierda y otra
que se reclamaba nacionalista. En los comienzos de la democracia pretendió
hacer olvidar la masacre que aquella división produjo y creó una rama
socialdemócrata llamada “renovadora” que duró poco tiempo. Pero con Menem el
abanico de opciones políticas del peronismo dejó de ser binaria o trinitaria
para hacerse infinita.
Una vez que el pragmatismo se ha embebido de peronismo,
fortalece con símbolos tradicionales un ejercicio del poder que deriva por
aguas abiertas. Pero es lo que aparece en la superficie, porque la dirección de
la nave nacional sigue la orientación de las corrientes que fluyen en aguas
profundas: nuevamente, el mercado mundial.
Es muy difícil insertarse en la economía-mundo de un modo
diferente al actual. La última vez que se intentó hacerlo fue durante la
presidencia de Arturo Frondizi, hace más de medio siglo. Fue un intento de
cambiar la matriz productiva del país. A pesar de ser destituido con el acuerdo
cuasi unánime de todos los sectores de la sociedad, con los años la palabra
desarrollista adquirió prestigio hasta el punto en que los adherentes de Menem
y Kirchner no desestimaron la categoría que se asimiló a la cualidad de
“productivista” e “industrialista”. Tanto la llamada revolución productiva como
el modelo K pregonaron el “desarrollo” que Frondizi pronunciaba a su manera.
El realismo de la economía-mundo y el pragmatismo a la
usanza nacional, quizás expliquen que la mayoría de los formadores de opinión y
la gente en general, sostengan que fuera del peronismo no hay alternativa de
gobierno. Por eso es útil el peronismo. Resume en una sola palabra una forma de
ejercer el poder. En un mundo en que el funcionamiento de la república liberal
diagramado hace más de un siglo está en crisis, en que la representación
política organizada por el sistema de partidos se diluye en su impotencia y se
fracciona en caudillismos transitorios, en un país como el nuestro que a partir
de la Ley Saénz Peña fue gobernado durante cuarenta años por militares, el
menem-kirchnerismo es funcional a los tiempos que corren.
Que Néstor Kirchner haya saludado a Menem como un gran
estadista, o que Menem haya votado las leyes kirchneristas, es mera anécdota.
¿No hay otra? Pero entonces, ¿no hay alternativa? ¿Continúa
el ciclo del realismo trágico de la década pasada? La creencia de que es
necesario un poder fuerte para no perder el rumbo y para no vivir en estado de
anarquía y violencia, ¿tiene por único modelo este tipo de jefatura? ¿No habrá
otra posibilidad cívica en nuestra historia que seguir con el “sentido común de
los argentinos”?, como llamaba David Viñas al peronismo.
Scioli y Massa hablan de amor y paz, Macri se les suma. De
Narváez se identifica con la cultura oficial y se muestra combativo. A los
primeros les va mejor que a la consigna de Ella o Yo del segundo. Puede ser
entonces cierto que hay sectores de la sociedad que estén cansados de la
epopeya liberacionista con bóvedas incluidas. Es probable que haya llegado la
hora del kirchnerismo suave. Pero ésa es la trampa. Nada será suave en la
Argentina, con o sin kirchnerismo. La sociedad no cambiará porque entre en
escena una nueva cara joven u otra ya probada. Quienes han sido maltratados por
el Gobierno como las empresas de medios, la Mesa de Enlace, la CGT opositora,
los gobernadores e intendentes apartados del favor oficial, la clase media
cacerolera tratada de rubia, gorila e inmovilizada por el cepo, quizás éstos y
otros sectores que anhelan un cambio sueñen con un kirchnerismo suave.
La razón puede justificarse en que nadie quiere una nueva
Alianza ni tampoco escuchar la retórica envejecida de los abogados del
remanente radicalismo. Tampoco nadie quiere ser testigo impotente de un progresismo
beatífico que se victimice ante un país ingobernable. Muchos desean un pliegue
en el kirchnerismo y no una vuelta de página.
Aunque es posible que entren otros actores en escena. Eso es
lo positivo que tienen las elecciones en democracia. Avivan la discusión. Y el
debate político con nuevos protagonistas, no deja necesariamente incólumes a
las relaciones de fuerza. Quizás no todo se decida en la provincia de Buenos
Aires. Al menos no es mi deseo. Permítanme que lo manifieste.
Nada sorprendente es que un columnista político pueda
señalar una preferencia de modo explícito. Es un gesto no menos lícito que
tirar semanalmente siempre al mismo blanco ante el aplauso de una misma
tribuna. No deja por eso de ser necesaria la consistencia analítica y la presentación
de las contradicciones en juego porque marca un límite al campo de
posibilidades en el terreno de la acción. De eso hablábamos al aludir al
realismo. También mencionamos al pragmatismo, que no sólo es cálculo para que
una acción tenga éxito, sino deseo de ser y voluntad de innovar.
Una clara diferencia a favor de Hermes Binner en Santa Fe,
una buena elección en la Ciudad de Buenos Aires que permita que Prat Gay y
Donda o Terragno y Lousteau vayan al Congreso, abren la discusión sobre la
gobernabilidad en Argentina. Se trata de una visión distinta del ejercicio del
poder apoyado por sus antecedentes en el caso de Santa Fe, y una llamativa
conjunción entre un economista progresista con conocimientos técnicos y una
luchadora por los derechos humanos, o de otro economista que no carece de
audacia política con un estudioso de los problemas nacionales. Estos candidatos
pueden llegar a renovar un panorama que parece saturado por una oferta
repetida.
Esta propuesta política no es una opción “suave” de lo mismo
de siempre. Ni tampoco un mal menor, sino algo mejor. Un “preferible” como
decían los filósofos estoicos quienes a pesar de bregar por fortalecer los
espíritus frente al infortunio y considerar la indiferencia o la neutralidad
anímica como un signo de sabiduría, reconocían que era mejor estar sano que
enfermo.
(*) Filósofo
© www.tomasabraham.com.ar
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