Por Álvaro Abós |
El crimen atroz de Ángeles Rawson no sólo conmovió a la
sociedad argentina y desató una catarata mediática (quinientas horas de
televisión), sino que también mostró las dos amenazas que acompañan a los
crímenes resonantes: la búsqueda de un chivo expiatorio y la politización del
crimen.
El calvario de Ángeles Rawson se inscribe en una tradición
de simbología bíblica y legendaria. El niño es para la humanidad un tesoro
sagrado y, sin embargo, como muestra de que el mal subsiste en la naturaleza
humana, ha sido siempre víctima. En la Biblia, el niño es el Cordero de Dios,
pero se lo destina al sacrificio.
De niños trataban los "libelos de sangre", leyendas apócrifas de la Edad Media en las que se describía a niños cristianos víctimas de crímenes impiadosos cuya culpa se atribuía a los judíos. De estas calumnias nacieron persecuciones seculares. La literatura, el teatro y el cine han recreado una y otra vez estas tragedias. El periodismo, sobre todo en su vertiente moderna -cuando en el siglo XIX el diario se convirtió en la "oración matutina del burgués" (Adorno)-, fue al mismo tiempo testimonio riguroso del crimen y desfiguración interesada de él, con la aparición del "amarillismo". Una expresión cuyo significado todos entendemos. No así su origen: prensa amarilla se llamó a la prensa sensacionalista debido a Yellow kid (el chico amarillo), una historieta que, hacia 1895, publicaba un periódico de Nueva York que ensangrentaba sus primeras planas con el crimen del día.
La Argentina había conocido otras pesadillas como la de
Ángeles Rawson. Evocaré sólo dos de ellas.
La desaparición de Martita Stutz, la niña de once años que
la mañana del sábado 19 de noviembre de 1938 salió de su casa en la ciudad de Córdoba
para ir al quiosco a comprar el Billiken y nunca volvió, quedó en la historia
de la criminalidad argentina como un hito, además de pasar a la memoria popular
y a la literatura (de Leonardo Castellani a Javier Daulte). El caso de la niña
Stutz produjo una psicosis colectiva en la que proliferaron delaciones,
testigos falsos, brujos, torturadores, operaciones mediáticas, ¡ya entonces!
Abundaron las falsas acusaciones, las venganzas, la aparición de manipuladores
y mendaces, y la de aprovechadores del caos, o policías, defensores,
magistrados ávidos de notoriedad. Un hombre llamado Suárez Zabala fue acusado
por el secuestro y asesinato de Martita Stutz, juzgado varias veces y
encontrado culpable, a pesar de ser defendido por el gran jurista Deodoro Roca.
Tras años de cárcel, su causa fue revisada y Suárez Zabala resultó al final
inocente. El crimen tuvo una fuerte connotación política, ya que quien
gobernaba Córdoba era el radical Amadeo Sabattini, combatido ferozmente
entonces por el gobierno conservador de Buenos Aires, y el presunto culpable
era sindicado como "sabattinista".
¿Por qué se politizan los crímenes? Michel Foucault postuló
que el crimen es "mímesis degenerada de la historia". En otras
palabras, un espejo deforme de la vida social. Así mirado, es injusto y
peligroso que el crimen de Ángeles Rawson haya disminuido el impacto del choque
de trenes en Castelar, sucedido en la misma semana, en el que tres trabajadores
pagaron con su vida un sistema de transporte inhumano que no deja de producir víctimas.
¿Quiénes son esos muertos, qué cara tenían, qué destinos truncó ese siniestro
que, la sociedad sospecha, pudo ser evitado? El crimen de Ángeles Rawson sirvió
como elemento distractivo de esa tragedia evitable. Otra clásica utilización de
los crímenes por el poder de turno. Trascendió que el Gobierno presionó para
que se encontrara un culpable. La noche del viernes 14 de junio, toda la prensa
registraba la entrada de una alta funcionaria del Gobierno a la sede de la
fiscalía. Esa noche el crimen debía ser resuelto. El tiempo dirá si el detenido
fue o no fue el asesino. Por lo pronto, ayer se pidió la nulidad de su
procesamiento.
Retrocedamos en el tiempo, otra vez. En el atardecer del
miércoles 19 de julio de 1962, una muchacha de 16 años llamada Norma Mirtha
Penjerek salió de su casa en la calle Juan Bautista Alberdi al 3200 para ir a
su clase de inglés, pero nunca llegó a lo de su profesora. Un mes y medio
después, su cadáver fue encontrado en muy mal estado en una casa de Llavallol.
Había sido degollada y estrangulada. Pero ¿era realmente Norma Mirtha Penjerek?
La identificación del cuerpo nunca fue fehaciente. Los padres de Norma eran
miembros destacados de la comunidad judía argentina. Se dijo que habían formado
parte de la amplia red que colaboró con el comando de la Mosad que en 1960
halló y secuestró a Adolf Eichmann, el cerebro del genocidio nazi, que con
nombre falso vivía en la Argentina desde hacía diez años. Algunas voces
sugirieron que detrás del crimen de la adolescente se escondían elementos nazis
que habían buscado vengar en Norma Mirtha la inminente ejecución de Eichmann ya
recluido en Israel. Nada de esto fue investigado nunca y el crimen de la niña
Penjerek quedó impune. La familia se trasladó a Israel. Pero un año después del
crimen una señora detenida por atentado a las buenas costumbres le dijo a la
policía que sabía el nombre del asesino. Un diario vespertino que acababa de
salir a la calle sin mayor repercusión comenzó a titular sus portadas con
referencias escandalosas a ese testimonio. El acusado, un zapatero llamado
Pedro Vecchio, fue crucificado por la opinión pública, denigrado como cabeza de
una red de trata y detenido por el crimen de Norma Mirtha Penjerek. Ese
vespertino, Crónica, multiplicó su tiraje. Todo era falso. Vecchio fue absuelto
de culpa y cargo y, si bien obtuvo indemnizaciones por las calumnias, su nombre
quedó asociado al crimen.
Dice Arthur Koestler que los chivos expiatorios son para la
humanidad una institución indispensable, de la que no podría prescindir. Chivo
expiatorio o chivo emisario es un latinismo cuyo origen se atribuye a San
Jerónimo al trasladar a la Vulgata el término hebreo "Azazel". Era el
chivo, ataviado con una cinta roja en uno de los cuernos, que llevaba el gran
sacerdote del templo de Jerusalén, el día de la expiación (Kippur), hasta el
borde del desierto para entregárselo al demonio. Purgada el alma, los hebreos
se sentían purificados.
La necesidad imperiosa de encontrar un culpable es un
instinto natural de las sociedades. En esa necesidad se basa la justicia. Una
sociedad madura se esfuerza para que los crímenes sean castigados de acuerdo
con la ley, sin venganzas, extravíos ni intereses espurios. Los riesgos
comienzan cuando, aprovechándose de esa necesidad legítima, el poder fuerza los
pasos judiciales, más lentos que la expectativa de la opinión pública, y se
apropia de una tragedia que termina convirtiéndose en crimen de época. Una
investigación periodística responsable y profesionalmente idónea puede
contribuir a esclarecer un crimen. No debe culparse al periodismo por el
interés que ha puesto en el asesinato de Ángeles Rawson. Esa curiosidad es
genuina y negarla sería desconocer la naturaleza humana. La muerte es el tema
que más nos importa a hombres y mujeres. Es cierto que el tratamiento del caso
ha caído en morbosidades y exitismos. Pero también hubo y hay coberturas
responsables e investigaciones dignas. Hace muchos años, Roberto Arlt fatigó
las calles de Buenos Aires haciendo lo que hace todo cronista policial: buscar
las huellas del delito en la ciudad impiadosa. Pero Arlt, el gran rastreador de
crímenes, sabía que eso no implica dejarse llevar por las pistas falsas que
intentan sembrar, aquí y allá, quienes tienen algo para ganar o perder con el
esclarecimiento apresurado de la tragedia.
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