Por Roberto García |
Justo en el peor año de su década propia, Cristina disfrutó de un par de emotivas situaciones. Una, la conciliatoria reunión con el Papa, la cual en apariencia le modificó ciertos hábitos volviéndola más espiritual (según los pocos que la frecuentan).
Y, la otra, el nacimiento de su esperado y flamante primer nieto, luego de que su nuera atravesase penurias antes del alumbramiento.
Ambos acontecimientos fueron un alivio en el mar de noticias
desagradables, aunque el viaje al Vaticano constituyó un resignado retroceso
frente a la campaña que su Gobierno había apañado contra Jorge Bergoglio cuando
éste era un simple y díscolo obispo a punto de jubilarse. Como ambos son
católicos, se impuso el perdón que los reúne como creyentes.
Otro tipo de entusiasmo más pleno se reconoce en la reciente llegada del hijo de Máximo, Néstor Iván, al que se anticipó unos meses antes otro bebé en la familia, el que dio a luz su sobrina y fiscal santacruceña Natalia Mercado. No esperaba la abuela presidencial que la hija de Alicia Kirchner bautizara a su vástago también como Néstor. Quizás entendía que ese nombre era una suerte de patrimonio exclusivo para su primer nieto, tanto que la habladuría del entorno hasta llegó a suponer –equivocadamente– que Alicia no fue elegida candidata a diputada en la provincia de Buenos Aires por ese episodio (sumándose a que nunca nada de lo que hace la otra le gusta a Ella). Una exageración de los chismosos, sensibilizados porque ahora son dos los Néstor con la misma herencia política.
Tanta alegría por el advenimiento del nieto permitió ocultar
en Olivos un disgusto casero que había afectado a Cristina hace pocos días: la muerte
de uno de sus perritos más queridos, lastimado en una escaramuza por otro de
los celosos canes que pueblan la residencia. Ni la presta atención de un médico
logró salvar a la mascota ante el dolor indignado de la mandataria contra el
autor de las mordidas.
Este episodio con un médico como veterinario permitió
descubrir la existencia de una guardia médica en la residencia que, por
entendibles razones de seguridad (no contempladas en el pasado, por ejemplo
cuando se produjo la muerte de Kirchner), acompaña ahora siempre a Cristina,
como ocurrió con Juan Perón u otros presidentes. Una asistencia necesaria para
cubrir derivaciones de estrés, repetidos congestionamientos musculares que no
resuelven las masajistas, problemas de insomnio, alteraciones nerviosas o
últimas pérdidas de peso que puede gozar la estética femenina, pero que tal vez
no responde al seguimiento de una dieta de modelo publicitaria. Por lo tanto,
se cuida, la cuidan: es que el peor año de la década propia genera estas
consecuencias sobre el cuerpo.
Atizan a ese cuerpo novedades que desaniman y generan
combustiones internas, imprevistas algunas, ya que no todos se someten a la
obediencia absoluta como regla de vida en la comarca K. Por caso, el candidato
Filmus –al que siempre se le desconfía desde la Rosada– no desea participar en
la comisión legislativa que le otorgará la venia al general Milani. O el
economista Eduardo Basualdo, la estrella intelectual del apoderamiento de YPF
hace un año, que renunció al directorio de la empresa tras conocer el acuerdo
con Chevron.
Son síntomas. Como demandar a cambio, con la nariz tapada,
la solidaridad de Daniel Scioli para cualquier acto del Gobierno, especialmente
en la irrecuperable Capital (¿no le pedirán que se fotografíe con el cartel
“Clarín miente” como juraba un jefe de La Cámpora?). O, de nuevo, prestaciones
mediante, rogarle el voto a Carlos Menem para aprobar el pliego del objetado
Milani –si todo va bien– con mayoría simple en el Senado. Parece gracioso que
quienes hoy dudan de alcanzar ese número mínimo hasta hace poco confiaban y
proclamaban la re-re de Cristina.
El dilema castrense también resultó imprevisto: se suponía
que el sello de calidad, la garantía de las organizaciones de derechos humanos
complacientes con Milani impedirían cualquier atisbo de protesta. Pero no
alcanzó: el aluvión crítico y denunciador no pareció reparar en que la señora
de Bonafini ya había cenado con el militar en el propio Ejército, en que el
CELS le brindó una patente de ciudadano libre de toda sospecha y que la
Presidenta, en un gesto que ni ella ni su marido habían concedido con
anteriores jefes castrenses, lo recibió a solas en varias oportunidades. Como
si la importancia de Milani, las razones de Estado, no contemplara hurgar en su
pasado.
Si pasa en el Senado la turbidez del ascenso (como se
observa habitualmente en la Justicia, los trámites son más sencillos para el
Gobierno), quedará el fantasma de los ingentes fondos reservados multiplicados
y quizás mal gastados, esos papeles y facturas que se queman apenas
transcurrido el primer año de declarados. Especialistas en desapariciones,
documentarias, claro. Cuando se habla de Inteligencia, hay que entenderlo, se
habla de inteligentes de verdad.
Tal el caso de los gestores del acuerdo con Chevron, suscripto
por el titular de la multinacional, John Watson, quien en sus horas libres
integra el board del JPMorgan, junto a Henry Kissinger y Tony Blair, ese mismo
banco al que denunció el Gobierno por custodiar fondos non sanctos de Clarín
vía un empleado arrepentido (Hernán Arbizu). Ahora socios, Cristina y Watson
–para no incluir al iraní Ali Moshiri, quien sólo persigue un bonus gigante en
sus negociaciones con el subdesarrollo– parecen coincidir en el poderío
transformador del lobby petrolero, en el que los Bush son mejores contertulios
que los Obama.
Cambio furioso, cuando no curioso del procedimiento
estatista que pregonaban, algo así como el observado en Axel Kicillof, ya
devenido en réplica desmejorada de María Julia, un fatuo que le hace promesas
de un mundo mejor a la mandataria como si fuera una quinceañera y hasta se
olvidó de incluir, en el contrato secreto, una exigencia que en cambio le
demanda con amenazas a todos los empresarios del país. ¿O le habrá dicho a la
muchachada de Texas, a la dupla Watson-Moshiri, que Chevron deberá
“subordinarse al objetivo central del Gobierno, que es el crecimiento con
inclusión social”? Tal vez no fuese necesario consignar en el convenio esa
cláusula: el mundo entero sabe que ese es el pensamiento y la actitud que han
desarrollado las petroleras. Y si alguien no lo cree, que le pregunte al
viceministro de Economía.
Quizás el cuerpo cansado de Cristina ya no soporte tantos
vaivenes, se maree con el péndulo ideológico de Kicillof a Miguel Galuccio,
aunque Ella es siempre la responsable de sus partenaires. De allí que requiera
prescripciones y custodias médicas. Como algún psicólogo que atienda a la
derecha, antes reclamante del fin de los juicios a militares y hoy proveedora
de material para encarcelar a Milani. Y a los liberales que todavía no
reconocen el sentido libreempresista y salvaje que apareció en el espíritu
cristinista con el contrato de Chevron.
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