Por James Neilson (*) |
De haber nacido en 1920, digamos, no en 1925, Jorge Rafael
Videla sería recordado por sus amigos y familiares como un militar bastante
inofensivo, de personalidad chata, más o menos inteligente pero poco culto, que
había subido por la burocracia castrense sin participar en guerra alguna hasta
alcanzar el puesto de comandante en jefe del ejército para entonces, luego de
desempeñar sus tareas con eficiencia adecuada, jubilarse como un vecino más.
Pero a Videla le tocó encabezar el ejército justo cuando la Argentina se hundía
en lo que amenazaba con ser una guerra civil feroz entre quienes se imaginaban
destinados a llevar a cabo una revolución de características entre fascistas y
castristas por un lado y, por el otro, los decididos a luchar contra ellos en nombre
ya de un statu quo frágil, ya de ciertas tradiciones peronistas, como en el
caso de los sicarios de la Triple-A que se creó con la aprobación del
presidente Juan Domingo Perón.
Ha sido tentador atribuirle a Videla la transformación de
las Fuerzas Armadas en organizaciones terroristas que hicieron suyo el
siniestro código de valores, y por lo tanto de conducta, de la Triple-A,
Montoneros y una plétora de agrupaciones violentas que combinaban distintas
variedades del marxismo y del peronismo, pero era un hombre del sistema, no un
ideólogo innovador.
En aquellos años lúgubres, solo un militar de carácter muy
fuerte, uno dotado de carisma avasallante que se aferrara a lo que aquí suelen
llamarse los valores sanmartinianos, hubiera podido convencer a sus camaradas
de que sería un error no meramente ético sino también político combatir el
terrorismo sin apartarse de la ley. De más está decir que Videla no lo era.
Como tantos otros, fue producto del ambiente en que se formó. Si bien era el
líder formal del Proceso, es legítimo compararlo con individuos como Adolf
Eichmann, estos burócratas concienzudos que sirven a las tiranías sin
permitirse debilidades sensibleras que harían más difícil su trabajo y pondrían
en duda su lealtad hacia la causa en que militan. Tales sujetos abundan en
todas partes; si no fuera por ellos, los nazis, comunistas y otros no pudieran
haber asesinado a decenas de millones de personas.
En una región que ha sido pródiga en dictadores pintorescos,
mujeriegos extravagantes cuyas peripecias cautivarían a sus compatriotas y, a
pesar de su crueldad, les asegurarían su apoyo, Videla fue una excepción. Se
pareció más a un oficinista que a un caudillo. Era vox populi que otros
generales y muchos coroneles, para no hablar del ambicioso almirante Emilio
Massera que sí se creía destinado a ser un caudillo carismático, lo
despreciaban. Lo consideraban un blando. Así y todo, fue precisamente por su
falta de glamour que Videla pudo congraciarse con buena parte de la ciudadanía.
La mayoría lo tomaba por un hombre “normal”, pero sucede que las circunstancias
reclamaban uno decididamente “anormal” conforme a las pautas imperantes.
Por fortuna, a Videla y sus cómplices no se les ocurrió
celebrar un referéndum en las semanas que siguieron al golpe de marzo de 1976;
de haberlo hecho, los resultados seguirían motivando angustia entre quienes
quisieran creer que solo una minoría minúscula estuvo a favor del “proceso”
militar que reemplazó al gobierno extraordinariamente inepto de Isabelita
Perón. En los días que siguieron a su muerte, muchos dieron a entender que
Videla los había engañado, que de haberse enterado de lo que sucedía en el país
hubieran protestado contra la violación sistemática de los derechos humanos
fundamentales. Quisieran olvidar que en aquella etapa pesadillesca, cuando
todos los días cayeron asesinados personajes conocidos, pocos realmente creían
que hubo una alternativa a la “mano dura”, cuando no al “paredón” que tantos
reclamaban.
¿Procuró Videla disciplinar a los “dementes” que, según los
voceros del régimen, perpetraban atrocidades sin hacer el menor esfuerzo por
ocultarlas con el propósito aparente de forzar al régimen a ser aún más
sanguinario? Es posible; le importaban las apariencias. Pero, por temor a las
consecuencias de una eventual ruptura del frente “monolítico” militar o por
suponer que era su deber corporativo brindar la impresión de estar al mando de
la máquina terrible de la que no era más una pieza, nunca trató de frenarla.
¿Ordenó a sus subordinados liquidar sin piedad, por los medios que fueran, a
todos los presuntos subversivos? Puede que sí, que desde el inicio de la guerra
sucia Videla haya creído que, dadas las circunstancias, no había más opción que
la de hacerlos “desaparecer”, aunque es más probable que sus asesores,
adoctrinados por veteranos de la represión colonial francesa en Argelia, lo
convencieran de que era la forma moderna de actuar frente a los brotes
terroristas.
De todos modos, a casi 40 años de aquel golpe militar, es
fácil suponer que, de no haber sido por el salvajismo de Videla y los demás
jefes castrenses, hombres de mentalidad nada argentina, el país hubiera
encontrado una salida indolora de la tremenda crisis en que se debatía, que los
miles de terroristas hubieran depuesto sus armas porque en el fondo eran
demócratas que entendían que siempre es mejor dialogar que asaltar cuarteles,
secuestrar para “ejecutar” a militares jubilados, asesinar a policías,
empresarios, políticos, sindicalistas y otros. ¿No es que eran idealistas, tal
vez equivocados pero en el fondo buenos?
Por desgracia, se trata de una fantasía. En 1976, cualquier
gobierno, fuera militar o civil, tuvo que reaccionar frente al desafío
planteado por el terrorismo mesiánico. Para hacer aún más peligrosa la
situación, no era irracional del todo sospechar que, de apoderarse del país los
montoneros y sus aliados leninistas, el destino de la Argentina se asemejaría a
aquel de Camboya donde el Khmer Rouge de Pol Pot, de ideas no tan distintas de
las reivindicadas por ciertos revolucionarios locales, asesinaba con brutalidad
inenarrable a centenares de miles de personas. En la Argentina del siglo XXI,
parece inconcebible que bandas nutridas de jóvenes, muchos de ellos
universitarios, pudieran proponerse emular las hazañas truculentas de los comunistas
asiáticos, o del icónico Ernesto “Che” Guevara, que se ha visto convertido
póstumamente en símbolo del amor humanitario, pero es comprensible que en la
Argentina de los fatídicos años setenta del siglo pasado algunos lo hayan
creído factible.
En retrospectiva, parece indiscutible que los militares
exageraban groseramente las dimensiones del desafío terrorista para justificar
el empleo de métodos brutales. Los contrarios a “la guerra contra el terror”
que libró el gobierno norteamericano de George W. Bush, y que continúa bajó
Barack Obama que no vacila en usar aviones no tripulados, drones, contra los
guerreros santos del islam, sin preocuparse demasiado por los “daños
colaterales”, suelen decir lo mismo del giro que ha tomado la estrategia de
Estados Unidos. La diferencia, si la hay, consiste en que los enemigos
masacrados por los drones son extranjeros, mientras que en la Argentina la
lucha era fratricida. Aunque los militares pueden señalar que triunfaron en la
guerra sucia merced a la “metodología aberrante” que adoptaron, fue en gran
medida debido a ella que, andando el tiempo, sufrirían una derrota contundente
de la que el “partido militar” no pudo recuperarse.
Tendrían mejor suerte los “políticos civiles” que, claro
está, son insustituibles e imprescindibles. En los años que precedieron al
golpe de 1976, los líderes democráticos más representativos se sentían
desbordados por la violencia y se resistían a asumir la responsabilidad ingrata
de combatirla, razón por la que entregaron el bulto a las Fuerzas Armadas para
que solucionaran el problema con los consabidos métodos militares. De tal
manera, optaron tácitamente por la ilegalidad.
Al fin y al cabo, si en zonas de conflicto los militares de
los países democráticos raramente cometen crímenes como los que fueron
perpetrados de modo rutinario por sus equivalentes argentinos en el transcurso
del Proceso, es porque saben que tendrán que rendir cuentas ante sus jefes
civiles que, por su parte, comprenden que su propio futuro dependerá de la
evolución de la opinión pública. En una ocasión, Carlos Pellegrini advirtió que
“el ejército es un león que hay que tener enjaulado para soltarlo el día de la
batalla”: quienes por resignación, temor o cálculo permitieron que las Fuerzas
Armadas se apropiaran del sumo del poder, hicieron un aporte enorme a la
tragedia que fue el Proceso militar.
Libres de la supervisión civil, todos los ejércitos –el
norteamericano, los europeos, todos– degenerarían muy pronto en versiones de la
SS hitleriana, sobre todo si los comandantes están convencidos de que una
derrota tendría consecuencias terribles para su país, su propio sector social o
ellos mismos. Mal que les pese a muchos, es escapista achacar la “guerra sucia”
a nada más que la perversidad de militares determinados. Antes bien, fue la
consecuencia lógica de la negativa del grueso de la clase política a asumir
responsabilidades que son indelegables en un momento en que estaba de moda
pensar en términos “revolucionarios” o “contrarrevolucionarios” y la cultura de
la muerte fascinaba a intelectuales prestigiosos, entre ellos novelistas y
poetas, no solo aquí sino también en el resto del planeta.
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