Por Roberto García |
De su mano, emerge como nunca antes el peso de los
intendentes bonaerenses en las elecciones.
La estrella de la próxima elección, sin que importe el resultado ni las listas a consumarse esta noche, parece consagrada. Aunque luego pierda, Sergio Massa –con perseverancia periodística, crítica o laudatoria– logró constituir un fenómeno catalizador sin demasiados antecedentes y con pocas monedas invertidas. No es frecuente. Tampoco registra este cuarentón una historia de récords propios, por lo tanto también habrá que concederle al azar una buena cuota del resultado. Necesario en la vida.
Conviene observar que si protagoniza una lista o la monitorea por control remoto, el estampado ascenso de Massa se incluye en otra masiva figuración pública: el crecimiento político de otros intendentes bonaerenses, una masa antes anónima, más bien sospechada, acomodaticia, servil casi siempre al poder de turno y despreciada por los sectores bienpensantes. Ahora, más allá de que el jefe de Tigre se haya catapultado, el resto de sus pares ha roto el cascarón y han empezado a entender lo que antes era una obviedad en la que no reparaban: una gran cantidad de ellos, por extensión territorial o albergue de multitudes, son más importantes que cualquier gobernador, que otras provincias.
De ahí que no solo cuenta Massa, también otros apellidos
ignotos hasta hace poco que comienzan a inundar la sociabilidad del diálogo, no
solo el partidario. Y si antes ingresaban con fórceps a las crónicas, hoy
emergen como personalidades decisivas, atendibles por lo menos, son comunes en
las conversaciones como en otras décadas cuando la gente se interesaba no solo
por los comandantes militares, también por el encargado de cuerpo, el titular
de una guarnición aérea o el jefe de Policía. Y así, con bastante ignorancia y
cierta osadía, hoy se habla de Insaurralde, Giustozzi, De la Torre, Espinosa,
Ishi, Curto, Cariglino y hasta de radicales como Posse. O se distingue a
quienes apodan La Tota y La Porota. Son, claro, la nueva clase del poder y
Massita parece encabezarlos aunque puedan dividirse por una mejor tajada:
finalmente se reparten un 40% de la masa electoral del país, sin ellos nadie
puede cantar victoria. Menos el Frente para la Victoria.
Aunque la discusión siempre refiere a otro reparto, el que
según mentas empezó a movilizarse de nuevo es Julio De Vido, sea por
licitación, subsidio, certificación o concesión. Palabras que reúnen al dinero
como concepto central y a la lealtad presunta que implica ese sometimiento: el
arte de llevar a votar a la gente, entregarles la boleta y, sobre todo, la
capacidad para contar los votos,
especialmente cuando los otros partidos se distraen en ese ejercicio.
Aunque se insista en que las convicciones no quedaron al pie
de la escalera, las preferencias del Gobierno empiezan por Curto, de pasado
sindical no precisamente progresista, quien consideraba a Néstor Kirchner un
“perro muerto”. Tampoco importa si en su momento el intendente de Ezeiza
(Alejandro Granados) y su familia juraron devoción a Menem; ahora todo cambió y
uno de los hijos hasta se vistió con la chaquetilla de La Cámpora.
Pero estos aportes económicos, en muchos casos, llegan casi
tarde: fueron demorados con promesas a cumplir, con obras iniciadas y no
continuadas, sin siquiera un llamado telefónico o un café con leche con la
Presidenta. Y, como se sabe, los intendentes son gente práctica que les
disgusta ser postergada. Mucho más cuando su esfera de poder aparece
comprometida por la falta de ingresos y atrevidos saltarines de garrocha,
enrolados en La Cámpora, que se juramentaron para canibalizar a los jefes
territoriales. En los sufrimientos que produjo esa pinza hay que buscar las
adhesiones concretas logradas por Massa, también víctima de esa desidia y
menosprecio (aunque con la ventaja de tener un municipio rico, controlable, al
revés de la miseria que impera en otros).
Claro que el obligado opositor Massa arrastra otros
conflictos personales, más allá de que los empresarios K lo rodeen con la misma
enjundia que a Cristina. En Olivos no olvidan su reticencia a las testimoniales
a pesar de que era el jefe de Gabinete y que su esposa, Malena Galmarini, en el
2009 no exhibía carteles en el Tigre con la palabra Kirchner. Olvido de
conveniencia: ese apellido, entonces, espantaba votos. Como lo advirtieron
otros jefes bonaerenses que, luego de entregar la boleta oficial a los futuros
sufragantes, las encontraron en los camiones de basura al día siguiente. Y no
era un engaño: ellos suelen controlar la basura. Néstor, la oprobiosa noche en
que perdió con holgura con De Narváez, le reprochó en el hotel esa
inconsecuencia a Massa y a su mujer; como el estilo del finado era rústico y
escasamente educado, casi se van a las manos. Renuncia, claro. Meses más tarde,
con la vena todavía abierta, Massa rumiaba su malestar con el matrimonio en
cualquier lugar, hasta en reuniones con diplomáticos norteamericanos,
expresamente recogidas esas opiniones críticas y humillantes en las
revelaciones de WikiLeaks.
Desde entonces fue insalvable la relación. Y Massa supo que
a él le aguardaba un destino desdichado como el de Scioli, más temprano que
tarde a pesar de que, en los papeles, pudiera ser imprescindible para las
aspiraciones reeleccionistas de Ella. Otros intendentes se han visto en el
mismo espejo, lo acompañan; una forma de protestar por el goteo en forma de
cuotas, por el desinterés de sus vidas y circunscripciones, por el trato de
cadetes que les brindan. Y porque solo reciben un requiebro cuando se acercan las
elecciones. Demasiado poco para quienes son clave en los resultados.
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