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Por Gregorio A. Caro Figueroa |
En materia de memoria, de historia y de conmemoraciones, la
sociedad argentina –como otras- está expuesta a dos riesgos igualmente
peligrosos. Por un lado, los que derivan
del abuso y la manipulación de la memoria para legitimar políticas del
presente. Por otro, la pérdida voluntaria de memoria, junto al olvido y al
desprecio deliberado por el pasado, recurso usado para justificar conductas
desaprensivas, apartadas de las normas y despojada de valores.
Los regímenes que tienen un criterio utilitario respecto al
pasado, se apoyan tanto en el exceso de memoria como en el olvido. Recortando,
expurgando y organizando una versión del pasado a su medida, suelen combinar y
dosificar memoria y olvido de acuerdo a su ideología, administrando ésta según
sus intereses y conveniencias.
El aparente apego al dogmatismo de esos regímenes, suele
llevar al error de adjudicarles una inflexibilidad en este tema que no tienen.
Esos abusos de la memoria, de la historia y de las conmemoraciones, no
desmienten ni son incompatibles con su empeño en eliminar huellas de la memoria
mediante negaciones brutales, mentiras, eufemismos o propaganda.
Ante la negación de los regímenes totalitarios del siglo XX,
la memoria “se vio aureolada de semejante prestigio para todos los enemigos del
totalitarismo, porque cualquier acto de reminiscencia, por humilde que fuese,
pudo ser asimilado a la resistencia antitotalitaria (…) la reconstrucción del
pasado era percibida como un acto de oposición al poder”, explica Tzvetan
Todorov en “Memoria del mal, tentación del bien”.
En contraste con esa situación, en países democráticos, “la
posibilidad de acceder al pasado sin someterse a un control centralizado es una
de las libertades más inalienables, junto a la libertad de pensar y
expresarse”, añade este autor que advierte que, sin embargo, “el estatuto de la
memoria en las sociedades democráticas, no parece definitivamente asegurado”.
Algunos regímenes no sólo consuman una apropiación de la
memoria, elevándola a categoría de absoluto, sino que se proponen una ocupación
de la historia escrita, imponiendo una versión oficial única, la remodelación
del ritual y el contenido de las conmemoraciones patrióticas; los cambios del
nomenclador callejero, el traslado o demolición de monumentos y la exclusión
retrospectiva de un “enemigo” impedido de ejercer derecho a defensa, o del
“enemigo” muerto que, al decir de un fascista de los años ’70, era “el mejor
enemigo”.
Paradójicamente, el exceso de memoria se expresa en el
exceso de feriados nacionales, mientras que el olvido lo hace a través de
cierto estilo conmemorativo que apunta al vaciamiento de sentido. A mayor
cantidad feriados patrióticos, menor conocimiento del contenido y sentido de
las conmemoraciones y progresiva pérdida del interés por los acontecimientos
históricos.
La inflación de fechas en rojo en el almanaque se agrava por
la superposición de feriados nacionales, provinciales municipales y
sectoriales. En algunas jurisdicciones se recurre al “feriado por única vez”,
impuestos con el pretexto de celebrar episodios locales menores, cuando no
irrelevantes pero impulsados por el afán demagógico de ampliar la cantidad de
días no laborables.
El Senado de Salta aprobó un proyecto que declara “feriado
extraordinario” el 20 de enero de 2014 por ser la fecha del “Bicentenario del
encuentro del general Manuel Belgrano y el entonces coronel José de San Martín”
Con ese extraño criterio, la cantidad de episodios que entran bajo el enorme
paraguas de un bicentenario, los próximos almanaques estarían saturados de
feriados patrióticos.
La polarización del abuso de la memoria y abuso del olvido,
más que rechazarse se complementan para impedir tener una relación madura,
equilibrada, sensata y racional con el pasado. La década que transcurre está
sembrada de bicentenarios: al de Mayo de 1810, sucedieron los nacimientos de
Alberdi y de Sarmiento –casi ignorados-, los triunfos patriotas en las batallas
de Tucumán y Salta, a los que seguirá en 2016 el Bicentenario de la Declaración
de la Independencia.
“Los centenarios son temibles. Pero, al mismo tiempo, si se
evita maquillar los hechos, si no se manipulan para fortalecer el victimismo,
el narcisismo de una opción política o los prejuicios de la época en que
vivimos, pueden servirnos para vivir cara a cara el pasado y no quedar
prisioneros del mismo”, dijo recientemente el historiador español Fernando
García de Cortázar.
Cuando la superficialidad, la frivolidad y hasta el mal
gusto, sustituyen la antigua solemnidad de las celebraciones patrióticas, es
difícil que se logre convertirlas en actos capaces de revitalizar el interés de
los ciudadanos por el pasado. Las conmemoraciones-espectáculo no enaltecen lo
histórico: lo suprimen. Aunque también parezca paradójico, ese estilo
conmemorativo naif facilita el vaciamiento de sentido y de valores, sustituidos
por la sobrecarga ideológica.
Una memoria sesgada, presentada como versión única de la
historia, necesita tener su correlato en formas de conmemoración también
sesgadas. Pero ese nuevo estilo de conmemorar, rompiendo con tradicionales
modos de hacerlo, no acierta a encontrar el tono adecuado. Lo solemne es
reemplazado con un aire de kermese, repleta de efectos especiales, recursos
económicos y técnicos con los que se intenta compensar la pobreza de contenido
y la ausencia de sentido.
Si hay espacios y lugares –monumentos, edificios- donde
habita y se refugia la memoria, también hay momentos breves en los que se
recuerdan a personas o acontecimientos distantes en el tiempo.
Antaño, las conmemoraciones patrióticas no eran acaparadas
por la presencia y retórica oficiales: eran representaciones organizadas o
espontáneas que se multiplicaban por ciudades, pueblos y parajes, garantizando
la trasmisión de valores, fortaleciendo el sentimiento de pertenencia y una
continuidad que estaba más allá de cambios políticos y de facciones que, de modo
circunstancial, ocupaban la escena.
Lo contrario a la solemnidad no es la sencillez sino la
impostación y la chabacanería. Lo opuesto al estilo recargado y erudito no son
la frivolidad ni la retórica de barricada. Conmemorar es respetar. Batallas como
las de Salta, con más de 800 muertos, -o la muerte de Güemes- no se festejan,
se conmemoran.
Conmemorar es recordar con sobriedad y austeridad. Es
reflexionar, es trasmitir con claridad conocimientos claros y rigurosos,
despojados de intencionalidad proselitista. La historia del país no es la que
quiera imponer como versión única cualquier facción. Es admitir el pluralismo
de las visiones e interpretaciones transfiriéndolas de modo adecuado al ámbito
educativo y a la comunicación pública.
Ninguna parcialidad política puede apropiarse de la historia
del país ni transformar y reemplazar las conmemoraciones de todos por la de un
sector. El Estado tiene la obligación de encontrar el tono justo de la
conmemoración, pero no el derecho de agravar los desgarros de la historia de un
país donde, como dice Ricoeur, las “heridas simbólicas exigen curación”. Los
actos incorrectos o injustos de ahora “no pueden justificarse en nombre de los
pasados sufrimientos”, explica Resvani.
Las conmemoraciones, señala Paul Ricoeur, son tipos de
rememoraciones, “en el sentido de reactualización de los acontecimientos
fundadores sostenidos por la ‘llamada’ a acordarse que solemniza la ceremonia.
Conmemorar, observa Casey, es solemnizar tomando el pasado con seriedad, y
conmemorarlo con “ceremonias apropiadas”.
En 2010, con motivo del Bicentenario de Mayo, un documento
de la Conferencia Episcopal Argentina con el fuerte aporte del cardenal Jorge
Bergoglio, lamentó que el clima de celebración del Bicentenario no fuera el
mismo de cien años atrás, cuando la Argentina era una tierra promisoria y
acogedora.
“Nos sentimos heridos y agobiados. Pero queremos ser una
Nación, una Nación cuya identidad sea la pasión por la verdad y el compromiso
por el bien común”. Importa cicatrizar las heridas, “evitar las concepciones
que nos dividan entre puros e impuros, y no alentar nuevas exasperaciones y
polarizaciones”. Las conmemoraciones deberían servir para que los argentinos
renováramos ese deseo.-
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