Por Esteban Peicovich |
“La realidad de nuestro país me tiene harto”
es frase capitular de nuestra historia última. No dudo ser parte prorrateada
del motivo de esa hartura, pero al menos no la paso imitando al tero. Es en el
hueco de mis palabras donde acostumbro a poner los “huevos”. Ahora pido el café
“y voy de mi corazón a mis asuntos”. De la fluyente humanidad (sic) que
siluetea tras la ventana a las crónicas del más completo periodista en español
del siglo 19: Lucio V. Mansilla. Pasan taxis, motos, personas. Nada que no haya
sucedido ayer a iguales 4.55 de la tarde. A quien como yo se encamina
ilusionado a los 90, le cuesta descubrir donde está lo nuevo de este día.
Pero ¿es que hay algo nuevo?
Nuestra maquinaria de informar es binorma y tiende más a la
adrenalina que a la verdad. Si uno busca variedad cotidiana, debe acudir a los
partes meteorológicos. Es, ciertamente, la noticia que más cambia. Y es por eso
que nos importa. El resto no es más que la
flauta del mercader que intenta atraer como sea: King Kong entrando al
Garrahan, una estadística sobre cangrejos o un informe sobre monjes de
clausura. La realidad nos mira diciendo ¿Y ustedes qué?
Y la realidad tiene razón. Es cosa nuestra. Por eso, pido
disculpas, permiso y unos segundos para emitir esta semi gansada: hoy no existe asunto más importante que
reunirnos con la realidad. Esto es, a escapar de lo virtual, y descendidos
de la estratósfera, encharcarnos en el magma natal para recuperar el país que se desinfló. Poco se habla de este divorcio
letal. El oficio periodístico manotea en
la niebla sin replantearse el acto de informar mientras su indigesta
provisión de naderías nos desvía de nuestra historia real. Hablamos de la
cáscara mientras lo central de la vida se nos escapa de las manos cada día.
Temas como meteoritos, noticias de fondo que importan a todos quedan sin atender engrosando cada día más
pe-li-gro-sa-men-te, la bolsa de nuestro ya desmadrado inconsciente colectivo.
Durante la dictadura, a la noticia se la ocultó contra
natura. En democracia, se la simplifica contra cultura. Nos ahoga la mismidad.
Y la cuantía de banalidad que nos oxida la sesera. Un europeo del siglo 18
conocía 20 noticias mundiales en su vida: gran peste en Flandes, inundación del
Rhin, Revolución Francesa y poco más. El actual recibe esa suma en el tiempo de
afeitarse. A las mesas de redacción llegan miles de noticias diarias. La agenda
del cierre obliga a descremar, podar hasta dejar 300, luego 30 que ilustrarán
el periódico y al fin, las 3 de portada que actuarán como cabeza y tronco
visual de esa jornada. En el desiderátum de estos ígneos días fríos que nos tocan la primacía en papel recae antes en
Riquelme que en De Vido, en la radio mañanera en un retro peronista semi
arrepentido y cursi Doctor Amor (doble
sic) y en la vespertina, en un pícaro distribuidor de “combustible espiritual” (triple sic). De casos nocturnos bien se
ocupó la propia Carrió el último domingo cuando puso “en memoria” a Grondona, y
el miércoles atizando a Bonelli por “meter” la pregunta y vagar luego por los
cerros de Ubeda. Pocas muestras, pero ejemplifican la lógica vergüenza ajena
que provocan.
Acartonados, estos “voceros” declaran con sintaxis canalla
que se dedican a buscar y alertar al lector. No deberían esmerarse. Aunque lo
parezca, ese lector/oyente no es neutro ni de palo sino cárnico, con mayor o
menor cultura encima, y poroso como el que más. Lo prueba la fenomenal llegada
de Lanata (o a veces también la de Caparrós o Abraham o Castro) a las variadas
audiencias que les toquen. Diverso estilo, pero yendo al toro. Sin retórica
chanta y haciendo suyo el mítico versículo de United Press. “Hay que escribir
para que a uno lo entienda hasta el último lechero de Arkansas”. O de
Chascomús.
Hoy la circense reproducción de notas, noticias y noticieros
han transformado al argentino en ateo total de lo que ve y lo que no. Tan
eyectado está de lo que sucede en su medio social que sólo habita en la oquedad
del aire. En el mapa, no en el país. Su historia está de niebla. Y poca luz de
guía supo darle una mayoritaria prensa cómplice que ahora vomita de apuro
denuncias atrasadas que soterró durante años. Pruebe. Subraye lo nuevo,
alimenticio, formativo e informativo que le traen los medios (y empiece por el
nuestro, que para eso lo compra). Haga balance. Puntee de 1 a 10 el grado de
expectativas que le hayan atendido (y servido). Se sorprenderá y gozará al
activar su rol de lector. Que no es aquel que hojea (u ojea) una publicación,
sino quien se compacta con lo que lee, luego se distancia, analiza, por último
elige, y de aquí en más (si hay ciudadano y no mero consumidor) un lector listo
para intervenir de modo activo en lo que será la continuación de una noticia que pide su atención.
Está faltando un credo, una guía, que estimule una lectura
más crítica de los asuntos públicos. Sobran talleres donde aprender a escribir
y faltan los que enseñen a leer. Un buen lector mejora al periódico tanto como
un buen periodista. Uno de ellos, John Merrill, apasionado por su profesión,
una noche de 1971, escribió "El
credo de un periodista". Va de yapa:
"Me entrego a las palabras. A las que se derraman como
peces a través de las redes de la comprensión. Quiero ser un reparador de redes
o construirlas nuevas con fibras más resistentes. Buscaré palabras que brillen
con toda su luz ante los ojos y la mente del lector. Dejaré las palabras
húmedas y débiles que estropean la noticia con helado gesto. Usaré palabras
firmes que penetren en el corazón de la conciencia. Saborearé las palabras que
gruñen y ronronean, mientras corren a cumplir mi mandato. Me entregaré al
lenguaje que se adecua a la ocasión del tema. Seré preciso y limpio y buscaré
el corazón de cristal de la confianza. Evitaré la palabra extenuada que zumba
aterradora con su mortal redundancia. Buscaré las que se atrevan a captar la
verdad y llegar con ella hasta el lector".
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