Por Luis Gregorich |
Vivimos en la Argentina jornadas de inocultable tensión, con
una sociedad dividida cada vez más drásticamente entre partidarios y opositores
al Gobierno, cuya belicosidad en el plano verbal y simbólico, anticipatoria de
otras violencias, no puede menos que preocupar. La feroz pelea del Gobierno con
el mayor multimedio del país, la oficialmente denominada
"democratización" de la Justicia , la discutible iniciativa del
blanqueo de divisas (que viene a ser un extraño compañero de ruta del cepo
cambiario) y la propuesta de convertir a jóvenes militantes en controladores de
precios máximos refuerzan un escenario de confusión y desencuentro.
Mientras los opositores se limitaron a acuartelarse en la
prensa gráfica y en espacios más o menos convencionales de la radio y la
televisión, el Gobierno los enfrentó y hostigó, pero sin sobreactuar. En
cambio, se ha puesto muy nervioso ante el inesperado altísimo rating de un
programa político dirigido por Jorge Lanata , que se emite los domingos por la
noche y que investiga el supuesto enriquecimiento y el lavado de dinero por
parte de personas vinculadas, en forma central o lateral, con el Gobierno. Quizás
el mérito principal de este programa sea su inteligente uso del formato
televisivo y su abandono del modelo "radiofónico", limitado a cámaras
fijas e intercambio de voces y primeros planos. Error: quizás el mérito
principal de este programa sea su credibilidad.
En la Plaza de Mayo, en la reciente celebración de la fecha
patria, hubo dos mensajes , dos elocuciones, dos "textos" que
enfrentaron, desde el Gobierno y sus adyacencias, la situación. Primero, el
discurso de la Presidenta, que procuró destacar los logros de la década
kirchnerista y asumir su proyección al futuro. Abogó por otra década en la
misma senda y no afirmó ni desmintió que aspirase a la re-reelección. El
mensaje podría ser calificado de relativamente moderado, sobre todo si lo
confirmaran (poco probables) gestos en la misma dirección.
El mismo día fue leído en la plaza el documento N° 13 de
Carta Abierta , el colectivo de intelectuales y exponentes de la cultura que
apoyan al Gobierno. Como siempre, se trató de un largo e intrincado comunicado,
de más de diez densas páginas, escrito en una prosa barroca y
"ajardinada" (según definición que hace muchos años escuché a Juan
Carlos Ghiano, un escritor argentino ya desaparecido), que esta vez, sin
embargo, resuena con acordes más agresivos y fundamentalistas que los dichos de
la Presidenta.
El nuevo documento, una vez descontados sus monótonos y
habituales panegíricos para las realizaciones kirchneristas (alcanzadas
"por primera vez en la historia nacional"), se articula, sin dar
nombres y apellidos, en una insultante condena del programa político mencionado
y del periodismo crítico en general. Encuentra en éstos el "avance
impiadoso" de un "relato brutal", provisto de "acciones
profunda y visceralmente desestabilizadoras", cuyos argumentos se extraen
de "las cloacas del lenguaje".
Ligeramente alucinado -permítase que sea yo el que califique
esta vez-, el texto sostiene que este "consumado amarillismo
periodístico" construye, como "santo y seña" de la oposición, la
figura del "judío" que "supo desplegar el antisemitismo
exterminador". Otra vez aparecen "el lenguaje surgido de las letrinas
amarillistas", la "espectacularidad televisiva", el
"vodevil mediático" y "el aliento fétido de la regresión neoliberal",
que vendríamos a representar los que intentamos ejercer el periodismo crítico,
quienes, además, somos "los inspiradores de tanto odio".
También nos condena la historia, a nosotros y a los que, sin
saberlo, representamos: ya lo dijo Rosa Luxemburgo, la crisis del capitalismo
destruyó la república de Weimar y permitió que los nazis tomaran el poder. Y
también somos responsables por la caída de Yrigoyen, y por la caída de Arbenz,
y por la caída de Perón, y por la muerte de Gaitán. Imaginen cualquier desmán o
forma de explotación y la culpa la tienen los que, "con virulencia
insidiosa" y "en nombre del saneamiento moral", abrieron
"las compuertas para los peores regímenes dictatoriales". ¡Qué
importa un poquito de corrupción, una "serie de fotografías de casas
solariegas" de "nuevos ricos vinculados" cuando lo
verdaderamente importante es la "corrupción de las grandes estructuras
capitalistas"!
Este bizarro documento, tal vez el más autocomplaciente de
los que ha dado a conocer Carta Abierta, obviamente se consagra a defender al
Gobierno y, de paso, en un alarde retórico, aprovecha la oportunidad para
calificar las experiencias mediáticas opositoras no sólo como vodevil, sino
también como "folletín popular" o "novela de terror
gótico", con "castillos draculianos y llamados telefónicos a
carpinteros infernales que construyeran bóvedas, criptas o cúpulas salidas de
un relato de Edgar Allan Poe".
Ninguna autocrítica o referencia, ya que hablamos de
géneros, a las escenas de
grand-guignol protagonizadas por
Guillermo Moreno, con sus bruscas irrupciones y sus guantes de boxeo; ninguna
mención de las pop-sessions de Amado Boudou o los absurdos beckettianos
de 6,7,8
. Y una ardua prosa que podrá ser aplaudida por los aplaudidores, pero
difícilmente resista ser leída hasta el final.
¿Qué estamos discutiendo? Lo que es capaz de afirmar o
callar un intelectual o un escritor. Pero hoy no se trata de las opiniones de
Federico Engels sobre la novela realista, en sus cartas a Minna Kautski.
Tampoco de lo que reflexionó Antonio Gramsci, en su celda, sobre la función del
intelectual orgánico. Hoy se trata de saber qué pensamos, sin distraernos,
acerca de la evolución patrimonial de Lázaro Báez, un modesto empleado bancario
devenido en multimillonario gracias a su íntima relación con el poder. ¿Cuántos
otros Báez hay? ¿Cuántos documentos más se ocuparán de cubrirlos con densos
velos protectores?
Carta Abierta, que en sus paneles mezcla académicos y
funcionarios y militantes variados, por lo menos ofrece, desde su creación, una
imagen de unidad. Su férrea adhesión al Gobierno, sólo matizada a veces por
desacuerdos menores, revive cuando la situación política lo requiere. Casi
estaríamos a punto de envidiarlos por esa imagen de cohesión, brindada incluso
contra el sentido común y contra hechos irrefutables.
Los intelectuales de la oposición, en cambio, se han
fragmentado en distintas etnias ideológicas, cuyos matices generan mutua
desconfianza y restringen una necesaria acción en común. De tal forma, el nuevo
documento oficialista, aunque su faena central consista en demoler al
periodismo opositor y desarmar el valor de las investigaciones en curso, alude
sin quererlo a un tema, a una ausencia que nos abarca a todos: la promoción de
un auténtico debate nacional, en el que los contendientes por lo menos puedan mirarse
cara a cara y donde la áspera diferencia de ideas sea mitigada por la cortesía
del encuentro.
Soy de los que creen que la figura presidencial debe ser
respetada, como mandataria y como mujer, y rechazo de plano las escenas en que
se la escarnezca o ridiculice. Pero tampoco ella puede eludir la crítica en
democracia y la investigación fundada en derecho. Una actitud de transparencia
y puertas abiertas podría ser su mejor blindaje, así como la declinación
expresa de nuevas reelecciones y reformas constitucionales.
Mientras tanto, debatamos ya acerca del significado de esa
mortal peste que es la corrupción y (agrego por mi parte) del valor estratégico
de combatirla, y de no consentir las variadas máscaras del "roba pero
hace". No dejaría fuera del debate ninguno de los grandes interrogantes
que enturbian nuestra concepción del futuro, aunque me gustaría empezar por los
contrastes entre una visión del mundo global y una mirada de aislamiento
provinciano, entre el consenso y la hegemonía, entre el largo aliento y el
cortoplacismo, entre el mito del trabajo y el esfuerzo personal y el contramito
del asistencialismo clientelista.
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