Por Marcelo Ramal (*) |
Durante varios años, esos mismos funcionarios proclamaron un
desendeudamiento que nunca fue tal, ya que el pago de la deuda externa
resultaba compensado con un endeudamiento incluso superior con el Anses y el
Banco Central.
Pero ahora, y con blanqueo mediante, se lanzan a otra
operación de deuda: la que contraigan con aquellos que decidan exteriorizar sus
dólares.
Por último, el mismo Gobierno que venía de desmentir una
devaluación pone en marcha un desdoblamiento cambiario, o sea, una devaluación
disimulada. La explicación es sencilla: quien revenda los Cedin, o decida
comprar con ellos en el mercado local –por ejemplo, materiales para la
construcción– hará valer por estos certificados un tipo de cambio que se
situará entre el blue y el oficial. Esa devaluación implícita volverá a
presionar sobre los precios, y, por lo tanto, sobre el poder de compra del
salario.
Es cierto que la reventa de los títulos del blanqueo
implicará una quita para quienes los hayan adquirido. Pero ello no será
problema para quienes exterioricen recursos malhabidos. Después de todo, todo
aquel que lava dinero admite una quita sobre los recursos que decide blanquear.
En suma, el gabinete nacional ha diseñado un salvoconducto financiero y penal
para los principales beneficiarios del modelo. El Gobierno, que suele denostar
al “Hemisferio Norte de los ajustes”, acaba de comprar uno de los productos más
nefastos de la presente crisis mundial: nos referimos a la apelación a las
narcofinanzas y al dinero negro, para salir al rescate de la banca y de los
Estados en quiebra. Los escándalos de Wells Fargo y del propio banco del
Vaticano dan cuenta de ello. El blanqueo kirchnerista es un paso en esa misma
dirección.
Pero con excepción del lavado, es difícil que el blanqueo
alcance resultados mayores: en definitiva, el Banco Central, depositario de los
dólares a ser blanqueados, soporta un patrimonio negativo y un nivel de
reservas que sus propios administradores juzgan insuficiente para frenar la
corrida cambiaria. En ese caso, el blanqueo sumará un nuevo fiasco al
desconcierto oficial, que se añade, entre otros, a la desaparecida Supercard o
al naufragado congelamiento de precios.
Mientras se pone en marcha este gigantesco indulto
impositivo, la cifra de trabajadores que paga el impuesto a las ganancias
supera los dos millones. Con el mismo propósito confiscatorio, el Gobierno ha
puesto en marcha una “reforma judicial” dirigida a blindarse a sí mismo de las
demandas previsionales, laborales u otras (inundados, Estación Once) en su
contra.
La oposición tradicional, que hace demagogia con el derrumbe
de la organización económica oficial, actúa como lobbysta de las corporaciones
que reclaman una megadevaluación y un ajustazo sobre los gastos sociales. Sus
economistas recorren los canales de televisión impulsando esta salida,
igualmente nefasta para los que viven de su trabajo.
Por cierto, la crisis presente no debe ser la excusa para
entregarle la orientación económica y social del país a los herederos del
menemismo o de la Alianza. Plantea, en cambio, una reorganización social de
fondo, bajo la dirección de la mayoría trabajadora del país. Su punto de partida
es asegurar un salario que cubra el costo de la canasta familiar, el 82% móvil
a los jubilados y un plan de industrialización y de obras públicas esenciales,
a costa de la deuda externa usuraria y de los eternos beneficiarios de las
privatizaciones.
En oposición al nuevo
endeudamiento con los dueños del dinero negro, estamos por un inmediato
impuesto extraordinario a las cuantiosas rentas de la especulación financiera.
Por esta salida, la izquierda dará batalla para llegar al
Congreso en este 2013.
(*) Economista del
Partido Obrero.
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