Por Tomás Abraham (*) |
No entendemos nada de inundaciones ni de entubamientos, y
menos de viajes turísticos de dirigentes mientras sus representados se ahogan.
Se secó la tierra, no llueve, y a otra cosa.
Menos aun somos juristas que pueden tomar posición sobre
cautelares, cámaras de casación, sistemas de votación en consejos de la
magistratura y jueces ignotos que debemos elegir para que nos juzguen con
justicia. No entendemos nada porque nadie quiere que entendamos nada. El poder
se basa en el secreto. Se reúnen un par de elegidos, sacan de la galera
reformas trascendentes, se ponen de acuerdo en hacerlas ley, y se pasa a otro
tema para llenar la agenda barullera.
Se dice que con la Ley de Medios se recorrió el país y
participaron decenas de asociaciones con fines de lucro. La verdad es que en lo
personal –tres décadas de profesor de la UBA y columnista de actualidad– me lo
perdí, y no por distraído.
Nosotros estamos para que un par de veces cada dos años
pongamos una papeleta en una urna y esperemos el próximo llamado para repetir
la ceremonia.
Dicen que la ciudadanía está activa, indignada, y que no se
somete al poder. Los que salen a la calle lo hacen porque están en contra del
Gobierno o porque están a favor. Unos en contra por la inseguridad, la
corrupción, porque no quieren montonerismo o camporismo, por defender a la
república o por el cepo. Otros a favor por la patria grande, por los planes,
por los favores, por el modelo, por el pogo, por Evita y por Néstor.
Pero lo que se llama participación, comprensión, educación
política, debate profundo, intercambio de ideas… cero.
Diputados y senadores se retiran del recinto o se quedan para hablar 24 horas sin pausa. Unos dicen que se terminó la democracia y que la Justicia está en manos de un par de tiranos. Otros se felicitan porque la corporación judicial ha sido vencida y el pueblo controlará el funcionamiento de los estrados.
Diputados y senadores se retiran del recinto o se quedan para hablar 24 horas sin pausa. Unos dicen que se terminó la democracia y que la Justicia está en manos de un par de tiranos. Otros se felicitan porque la corporación judicial ha sido vencida y el pueblo controlará el funcionamiento de los estrados.
Todo este descalabro está programado. No quieren que
pensemos. No quieren que sepamos. Sólo nos dejan sospechar. Cuando se gobierna
en el secreto, sólo cabe la adivinanza. El ágora electrónica ya no es un ágora.
Se enrejó la plaza pública. Se entra con credenciales. No hay programas
televisados en que los dirigentes y representantes del pueblo confronten y
expongan sus posiciones para que entendamos un poco de qué se trata. Cada
espacio periodístico está controlado para que se refuerce la línea editorial
preestablecida. Cada pregunta conlleva su respuesta. Hay excepciones que se
pueden contar con el dedo de una mano: Plan M, felicitaciones.
Es la política de la
ignorancia y del manijazo.
Es posible que este modo de gobernar siga así. La democracia
representativa está en crisis. Acá y en el 80% del orbe. Lo está porque los
partidos políticos han desaparecido. Son migas desparramadas de un viejo pan.
Sólo unos pocos países conservan la tradición partidista, aunque pinchada con
alfileres. El sistema republicano ya no es sólo poroso sino poceado sin
remaches. El sistema delegativo sin partidos nos retrotrae a los tiempos
previos a la Ley Sáenz Peña. Caudillos de distrito, punteros de su riñón y
tropa de choque.
Estamos en un problema. Pero se puede sobrevivir con
inestabilidad política si hay una base firme de crecimiento económico y
alianzas de poder que sostenga un sistema. Hay ejemplos. Italia tuvo décadas de
parlamentarismo transitorio y enriquecimiento sostenido. Brasil se gobierna
bien a pesar de las miles de causas de corrupción que la Corte Suprema tiene
contra el partido oficial, y lo hace por la dinámica de una red de influencias
regionales y un poder económico bien pertrechado. Nosotros estamos en un
problema. No consolidamos las partes por arriba ni las consolidamos por abajo.
En lo político debemos optar por una dictadura plebiscitada o por una
fragmentación anárquica. Como no nos gusta del todo ninguna de ellas, mezclamos
la baraja y nos da este pase extraño que se llama “democracia a la argentina”.
En lo económico es verdaderamente misterioso. Supongamos que
los ministros de economía sean Ubú –el personaje patafísico del teatro
bufonesco de Alfred Jarry– y Rigoletto, el bufón jorobado de Verdi. O sea, dos
bufones a la manera de la monarquía bicéfala de la vieja Esparta.
Ubú es kirchnerista y juega todo por el modelo. Inflación del 30%, aumento de salarios alrededor del 25%, gasto público elevado, impresión de nuevos billetes 40%, subsidios para que en el tren cueste $ 1 el viaje, tasas de interés bien bajas para que todo el mundo salga a comprar fideos y lava-vajillas antes del aumento, créditos a sola firma, pesificación de la economía y mantenimiento del mercado a altas temperaturas.
Ubú es kirchnerista y juega todo por el modelo. Inflación del 30%, aumento de salarios alrededor del 25%, gasto público elevado, impresión de nuevos billetes 40%, subsidios para que en el tren cueste $ 1 el viaje, tasas de interés bien bajas para que todo el mundo salga a comprar fideos y lava-vajillas antes del aumento, créditos a sola firma, pesificación de la economía y mantenimiento del mercado a altas temperaturas.
Resultado: población económicamente activa ocupada en un
porcentaje aceptable, consumo acelerado, desorden de todas las variables,
control cada vez más riguroso para que no desmadre el sistema, y a aguantar con
el poroto y los autos, ya que los ladrillos de-saparecieron. Economía en la
montaña rusa. Es lindo mientras no descarrile; cuando lo haga… no, mejor ni
pensarlo.
Viene Rigoletto. Tiene otro modelo en mente. Abrirse al
mundo. Traer dólares. Vienen las golondrinas. Se quedan un rato. Las tasas de
interés suben. Se libera el cepo. El dólar blue baja y se aproxima al oficial.
Hay verdes. Se estabiliza la moneda dura y poco a poco la gente larga el verde
y pone en plazos que con el tiempo comienzan a bajar. Vuelven los ladrillos. Se
baja la inflación con el congelamiento de los salarios. Para eso hay que
promulgar una ley por la que los salarios se establezcan por empresa, como
dicen que se hace en Chile. Recesión. Bajan las importaciones. Hay más
superávit comercial. El Banco Central aumenta sus reservas. Obra pública
financiada a interés bajo y empleo de mano de obra desocupada.
Ubú acusa a Rigoletto
de neoliberal. Rigoletto a Ubú de llevar al país a un nuevo Rodrigazo. Ubú
quiere la nacionalización del comercio exterior y una cadena de supermercados
estatales. Rigoletto sueña con el desmembramiento de la CGT y el orden en las
calles y en las clases. Rigoletto denuncia al populismo como el gobierno de
unos pocos ricos votado por los pobres. Ubú denuncia al neoliberalismo como el
gobierno de unos pocos ricos votado por los pobres…
En esto último hay plena coincidencia, una especie de justo
medio pero con la soga cortada.
Pero no todo es política ni economía. Hay algo más.
Héctor Leis, en
sucesivas notas periodística y en su libro Un testamento de los años 70,
sugiere que para que el país no caiga nuevamente en un abismo de violencia es
necesario terminar con el relato que ha hecho de la década del 70 el ejemplo de
una juventud maravillosa.
Pide un arrepentimiento general de todos los involucrados en
la lucha armada en aquellos tiempos, y en especial, ya que no son objeto de
juicios como sí lo son los cómplices de la dictadura militar, un pedido de
perdón de los miembros de las formaciones especiales de las que él también
formó parte.
El relato basado en
el sistema de los 70 es sin duda nefasto. Es el resultado de una estafa
ideológica. Se usa un perimido canto de liberación con fines de venganza y
persecución. Pero la sugerencia de que la iniciativa debe provenir de los ex
combatientes de aquella gesta que sean parte del kirchnerismo y de nadie más y
de sólo ellos supone que quienes no tomaron las armas poco tienen que decir
–como lo señala en su nota (La Nación, “Elogio de la Traición”, 24/4/2013): “No
precisamos de intelectuales o militantes que en los años 60 o 70 la vieron
pasar de cerca, precisamos ex guerrilleros…”–, que están fuera de la historia y
nada pueden aportar.
Parece que no se sale tan fácil del deseo de ser
protagonista de alguna vanguardia. Imaginamos que los argentinos que no participamos
de la lucha armada seguimos con derechos y facultades de opinión y pensamiento
respecto de lo que sucede y sucedió en nuestro país. Al menos hasta nuevo
aviso.
Va a ser muy difícil que luego de diez años de triunfalismo
camporero y kirchnerista ahora resurja una camada de ex guerrilleros de 60 y
más años para dar vuelta el relato nacional enarbolado por el Gobierno. Hasta
ahora no lo han hecho; por el contrario, es lo que más festejan.
La reconsideración de la violencia armada de los 70 se hizo
durante el alfonsinismo tanto en el Club Socialista del que habla Leis, como
del grupo Esmeralda, como en quienes optaron por la socialdemocracia y
criticaron la lucha armada.
Hoy muchos de ellos
son kirchneristas. También hubo otra reconsideración cuando el denostado Carlos
Saúl Menem, peronista y preso durante la dictadura, pregonero del nacionalismo
y de las montoneras, “traicionó” –como quiere Leis que se haga nuevamente desde
las huestes de ex montoneros kirchneristas– y se abrazó con el almirante Rojas,
dictó el indulto y se amigó con los Alsogaray. Hay muchos modos de poner fin a
un odio entre sectores; el de Menem no habrá sido el soñado, pero la guerra
entre peronistas y antiperonistas reconfigurada hoy en día posiblemente
necesite también algún abrazo entre vivos, además de la propuesta de Leis de
levantar un memorial con los nombres de los muertos de aquellos años.
“Traicionar”, como pide, no es lo mismo que “arrepentirse”,
y por lo general el arrepentimiento es personal, no es usual un arrepentimiento
de miles en tiempos breves, y lo es menos si son simultáneos. Por otra parte,
la Argentina de hoy existe. No se resume en su visión de lo que aconteció hace
cuatro décadas por más que el sistema de los 70 oficie de discurso legitimante.
Los problemas políticos y económicos de hoy, y que viven las actuales
generaciones, tienen al menos tanta consistencia material como las realidades
heredadas.
(*) Filósofo
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