Por Roberto García |
Lo más asombroso es el silencio. Callarse no ha sido una
condición habitual de la Presidenta, más bien se entrega a cualquier micrófono
para desmelenarlo, con cadena o sin ella. Inclusive, cuando un desaprensivo
mandatario uruguayo ofendió la memoria de su esposo con la caracterización de
“tuerto”, le ordenó una réplica pública a su ministro Timerman. Protegía a
quien no podía defenderse. De ahí que ahora sorprenda su mutismo oficial y
personal para no responder el aluvión de sospechas e imputaciones que llueven,
desde hace veinte días, sobre la moral de su extinto marido y de ella misma. Y,
habrá que convenir, es mucho más relevante disipar dudas sobre la venalidad
familiar que servirse de un funcionario público para cuestionar el desatino de
un colega sobre un presunto defecto físico.
No alcanza para explicar la mudez unánime del kirchnerismo
(de los grupos sociales a La Cámpora, de los feudos provinciales al círculo de
artistas e intelectuales) la recurrencia obvia de “hay que dejar actuar a la
Justicia” (Carlos Kunkel) ni el escape más obvio aun de que “se trata de un
festival mediático” ensayado por Juan Manuel Abal Medina. Rara, por lo tanto,
la abstinencia oral y escrita del Gobierno sobre hechos delictuales, más cuando
se trata de una gestión que ha priorizado el “relato” como forma de vida y
alimento, lo que según un atento y burlón observador vino a invertir en su
revisión justicialista un slogan popularizado por Perón a favor de otro apotegma
cínico: Mejor que hacer, es decir.
“La gola se va”, diría un tanguero, asociando la huidiza
actitud de Cristina con la estupidez flagrante de su ministro de Economía,
Hernán Lorenzino, quien prefiere irse a hablar sobre inflación (lo de irse es
un eufemismo: nadie se va del Gobierno y a nadie cambian por más humillaciones
que genere, no vaya a pensarse que la Presidenta en algún momento se equivocó).
Quizás, para abrir compuertas, el hermetismo cristinista se fundaba
inicialmente en suponer que las denuncias son parte de una conspiración
diabólica que provienen de un medio concentrado opositor (Clarín), de un
periodista odioso (Jorge Lanata) y, sobre todo, de insolventes y despechados
vecinos de consorcio (Madero Center) que buscan reparaciones crematísticas y
desconocen el término perjurio (Elaskar y Fariña), quienes en su defensa
podrían ampararse en el síndrome de Munchhausen para justificar su desmedido
propósito de llamar la atención. Pero esa compulsión por la mentira que
heredaron del barón literario no parece una mera alteración psicológica y,
mucho menos, que el impacto crítico se haya congelado en uno o dos programas
deTV: por el contrario, desde la aparición del curioso empresario Carlos
Molinari a la irrupción de ex gobernadores como Mario Das Neves recordando
“mordidas” en la obra pública que han galvanizado la certeza de que Lázaro Báez
y Néstor Kirchner constituían un mismo interés económico. Al que, por supuesto,
multiplicaron en forma inédita en la última década, casi con más vértigo de lo
que Lanata logró con la audiencia televisiva para los programas políticos.
Hasta el Uruguay, vía el autóctono José Mujica, explicó que “no era tan así” lo
del lavado y, con marcada ignorancia, pareció desconocer que la restricción
para ingresar dólares (diez mil) se aplica a ciudadanos comunes, pero no a
cambistas profesionales o inscriptos.
–El affaire Báez–Kirchner no se disipa con el ninguneo ni la
desatención presidencial, tampoco se oculta con el alza del dólar marginal –más
violenta de lo que imaginaban los economistas– ni tampoco con el explosivo
ingreso del Poder Ejecutivo en el Poder Judicial luego que esta semana se
aprueben las reformas, basadas en tres objetivos: la pugna contra Clarín, la
limitación a la Corte Suprema y una conveniente nacionalización de los próximos
comicios con el privilegio partidista y discriminatorio a favor de las dos
primeras minorías (kirchnerismo y radicalismo) con asiento reconocido en 18
distritos electorales versus expresiones sin completa representación distrital,
pero ascendentes como el partido de
Francisco de Narváez en un lugar clave como la provincia de Buenos Aires. Sólo
la Corte pudo enfrentar e imponerse al arbitrio de Cristina: amenazó con parar
el suministro de Justicia para que no le quiten la caja, presión que incluía
hasta la renuncia presunta de todo el cuerpo. La terca mandataria, como ya se
reconoce, se allanó a los reclamos pecuniarios como antes lo había hecho con el
CELS. Las otras dos patas heridas quedan en suspenso: los partidos chicos con
la esperanza de que los reflote la Cámara Electoral y, Clarín, ilusionado con
la posibilidad de que la Corte dicte la inconstitucionalidad de las nuevas
normas (lo que no le garantiza, en cambio, que persiste la inconstitucionalidad
sobre ciertos artículos de la Ley de Medios). Hubo trámite urgente, desaforado,
escandaloso, como si el Congreso tuviera que proveerse de penicilina para
impedir una infección. Y, como se sabe, legislar sin dormir durante 17 horas es
tan peligroso como conducir alcoholizado.
Pero estos capítulos engorrosos corresponden a una gestión,
son traumáticos, controversiales, eventualmente fugaces (¿qué complot atribuirá
el Gobierno si la Corte rechaza la elección directa de los consejeros de la
Magistratura?). En cambio, el nudo sobre la utilización de formas públicas para
desarrollar fortunas privadas ofrece otro tipo de alcance superior, la
connivencia Kirchner-Báez por citar una dupla desata demonios éticos que, si
Ella no los explica o, al menos, los desvía a terceros, la compromete como
mandataria. Ya se sabe, como derivación, que la corrupción empieza a surgir
como un dato clave en todas las encuestas del país, progresa como en el epílogo
de Carlos Menem. Es que ocurre un proceso que alguna vez el notable filósofo
Heidegger debió consultar con sus alumnos, a quienes les encargó una tarea para
la próxima clase: plantearse –en este mundo volátil, cambiante,
abrumador–cuáles son los hechos que los seres humanos nunca olvidan, los llevan
intocables en su memoria.
Hubo una respuesta que coincidió con el desafío docente: lo
que jamás se olvida son las cuestiones morales, se ventilen o no, viven siempre
con uno. Hasta el final.
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