Por Roberto García |
Para desalentar o confundir a sus críticos por las nuevas
leyes judiciales, no sería improbable que uno de los ex funcionarios más
conspicuos del Gobierno fuese condenado a cautiverio en una de las tantas
causas que lo acosan. Sin fecha, pero cercana la decisión. Este fenómeno
–casual, se supone– podría empalmar con el debate de la nueva reforma de la
Justicia que impulsa Cristina para demostrar la neutralidad o el apartamiento
oficial de la acción de los magistrados, la evidencia tal vez de que no le son
propios, adictos ni obedientes (no debe ser, claro, ésa la impresión del
principal afectado).
Parecen argumentos de autonomía que podrían acompañar a las
seis normas que promueve el Gobierno en el área judicial, hoy epicentro de
controversias que para la Presidenta significan la continuidad revolucionaria y
transparente de su mandato mientras para Elisa Carrió, en cambio, son la
resurrección del golpe de l976. Quizás, dos mujeres exageradas.
En rigor, las nuevas leyes provienen de la rabia hegemónica
por no satisfacer inquietudes pasadas: sea contra la Corte y Ricardo Lorenzetti
en particular (liquidación de su jugoso presupuesto, disminución de
responsabilidades por la introducción de cámaras de casación), o contra los
magistrados en general (a los que no pudieron hacerles pagar Ganancias ni
hacerles rendir examen cada seis meses, pero les condicionan el ejercicio de su
profesión a la dependencia de comités, unidades básicas, punteros y dirigentes
de un par de partidos políticos modificando el refrán martinfierrista “hacete
amigo del juez” por el de “si querés ser juez y mantenerte en el cargo, hacete
amigo del jefe político”). Además, podrán despedirlos ipso facto, tal vez
masivamente.
Y obvio, contra Clarín, al que pretenden exterminar por el
uso y abuso de cautelares –tan utilizado previamente por empresarios vinculados
al Gobierno, sean del petróleo, los medios o los bancos–, al tiempo que le
extinguen beneficios del rubro publicitario o le impiden financiación para sus
deudas tributarias.
Látigo y hambre, como a la Corte. Justo ocurre cuando el
Grupo festejaba esta semana un fallo a su favor por inconstitucionalidad,
figura que tal vez no obtenga la misma unanimidad en el máximo tribunal (la
inminencia de esta determinación forzó la venganza de Cristina, quien irritada
por conocer el dato quería anunciar sus leyes hasta el día de la inundación).
Si hubiera prevalecido la razón sobre el encono en lo que el
Gobierno denomina reforma, tal vez se hubiera procedido de otra manera. Por
ejemplo, alguna medida en el fuero federal contra esa puerta giratoria
–expresión recurrente utilizada por Ella– que son los juzgados para
delincuentes y criminales.
Prefirió, en cambio, insistir con la figura rectora del
Consejo de la Magistratura y el espíritu que instalaron Alfonsín y Menem en la
reforma de 1994: la supremacía de los partidos políticos, de los dos
principales, idea que ahora se consagra al colocar también a la Justicia bajo
la total regulación por parte de las agrupaciones más votadas (aunque la
práctica le ha reservado esa tutela a uno, el peronismo, en sus distintas
pieles y matices). Estos avances de dominio corporativo, casi de logia, como el
armado de las primarias que apaga núcleos partidarios menores o les impide su
nacimiento, se amparan en la defensa de mayorías transitorias, del pueblo o la
gente como gustan repetir, cuando curiosamente cada día se encuentran más
desconectados de esos sectores, como se advirtió en las inundaciones.
El emprendimiento judicial ofrece otro costado político: la
introducción, para las próximas elecciones de octubre, de una lista de
candidatos para el Consejo de la Magistratura que podría terciar o motivar más
al electorado que los aspirantes al Senado o a Diputados. Plausible intento
para diversificar una disminuida oferta electoral del oficialismo en distritos
adversos y que, por su alcance nacional, podría seducir a potenciales
adherentes. Y colocar en el andamiaje de los famosos y conocidos a figuras
hasta ahora grises en la difusión pública como Zannini, Berni, De Vido o
asociados de La Cámpora, unos alojados en el fondo de la cacerola de los votos
por decisión de Néstor Kirchner en su momento (no les veía condiciones de
candidatos al ministro ni al secretario de Legal y Técnica) o por frustradas
experiencias en comicios (el secretario de Seguridad perdió en una interna del
litoral bonaerense).
Nombrar únicos herederos a los de La Cámpora provoca en
intendentes y otros de 50 años para arriba una natural desconfianza: imaginan
que estos ávidos legatarios van a ir por sus posiciones, amistades y
existencias, como en La guerra del cerdo de Adolfo Bioy Casares. No se
equivocan si miran la tarea de ocupación de este grupo en el Estado, algo
semejante a lo que las formaciones especiales lograron en el momento de Héctor
Cámpora. De ahí que el tío ahora devino en tía.
Y de los rutilantes, Daniel Scioli dirá que la reforma es
óptima mientras se alegra de que el Papa lo llamara mientras estaba con sus
ministros (solícitos, al concluir la charla lo aplaudieron como si le hubiera
enseñado al Sumo Pontífice la Teoría de la Relatividad), pero no ignora que en
el mundo terrenal Cristina le complicará de nuevo su destino, con aspirantes
desconocidos, enviados críticos o ajustes presupuestarios. O la incesante furia
femenina que necesita de la represalia como mecanismo memorioso. Para no
olvidar nunca nada. Aunque este juicio podría ser tildado de violencia contra
el género.
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