Por Mario Vargas Llosa |
Su popularidad suele ser enorme, irracional, pero también
efímera, y el balance de su gestión infaliblemente catastrófica. No hay que dejarse
impresionar demasiado por las muchedumbres llorosas que velan los restos de
Hugo Chávez; son las mismas que se estremecían de dolor y desamparo por la
muerte de Perón, de Franco, de Stalin, de Trujillo, y las que mañana
acompañarán al sepulcro a Fidel Castro. Los caudillos no dejan herederos y lo
que ocurrirá a partir de ahora en Venezuela es totalmente incierto. Nadie,
entre la gente de su entorno, y desde luego en ningún caso Nicolás Maduro, el
discreto apparatchik al que designó su sucesor, está en condiciones de
aglutinar y mantener unida a esa coalición de facciones, individuos e intereses
encontrados que representan el chavismo, ni de mantener el entusiasmo y la fe
que el difunto comandante despertaba con su torrencial energía entre las masas
de Venezuela.
Pero una cosa sí es segura: ese híbrido ideológico que Hugo
Chávez maquinó, llamado la revolución bolivariana o el socialismo del siglo
veintiuno, comenzó ya a descomponerse y desaparecerá más pronto o más tarde,
derrotado por la realidad concreta, la de una Venezuela, el país potencialmente
más rico del mundo, al que las políticas del caudillo dejan empobrecido,
fracturado y enconado, con la inflación, la criminalidad y la corrupción más
altas del continente, un déficit fiscal que araña el 18% del PIB y las
instituciones –las empresas públicas, la justicia, la prensa, el poder
electoral, las fuerzas armadas– semidestruidas por el autoritarismo, la
intimidación y la obsecuencia.
La muerte de Chávez, además, pone un signo de interrogación
sobre esa política de intervencionismo en el resto del continente
latinoamericano al que, en un sueño megalómano característico de los caudillos,
el comandante difunto se proponía volver socialista y bolivariano a golpes de
chequera. ¿Seguirá ese fantástico dispendio de los petrodólares venezolanos que
han hecho sobrevivir a Cuba con los cien mil barriles diarios que Chávez poco
menos que regalaba a su mentor e ídolo Fidel Castro? ¿Y los subsidios y/o
compras de deuda a 19 países, incluidos sus vasallos ideológicos como el
boliviano Evo Morales, el nicaragüense Daniel Ortega, a las FARC colombianas y
a los innumerables partidos, grupos y grupúsculos que a lo largo y ancho de
América Latina pugnan por imponer la revolución marxista? El pueblo venezolano
parecía aceptar este fantástico despilfarro contagiado por el optimismo de su
caudillo, pero dudo de que ni el más fanático de los chavistas crea ahora que
Nicolás Maduro pueda llegar a ser el
próximo Simón Bolívar. Ese sueño y sus subproductos, como la Alianza Bolivariana
para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), que integran Bolivia, Cuba,
Ecuador, Dominica, Nicaragua, San Vicente y las Granadinas y Antigua y Barbuda,
bajo la dirección de Venezuela, son ya cadáveres insepultos.
En los catorce años que Chávez gobernó Venezuela, el barril
de petróleo multiplicó unas siete veces su valor, lo que hizo de ese país,
potencialmente, uno de los más prósperos del globo. Sin embargo, la reducción
de la pobreza en ese periodo ha sido menor en él que, digamos, las de Chile y Perú
en el mismo periodo. En tanto que la expropiación y la nacionalización de más
de un millar de empresas privadas, entre ellas de tres millones y medio de
hectáreas de haciendas agrícolas y ganaderas, no desapareció a los odiados
ricos sino creó, mediante el privilegio y los tráficos, una verdadera legión de
nuevos ricos improductivos que, en vez de hacer progresar al país, han
contribuido a hundirlo en el mercantilismo, el rentismo y todas las demás
formas degradadas del capitalismo de Estado.
Chávez no estatizó toda la economía, a la manera de Cuba, y
nunca acabó de cerrar todos los espacios para la disidencia y la crítica,
aunque su política represiva contra la prensa independiente y los opositores
los redujo a su mínima expresión. Su
prontuario en lo que respecta a los atropellos contra los derechos humanos es
enorme, como lo ha recordado con motivo de su fallecimiento una organización
tan objetiva y respetable como Human Rights Watch. Es verdad que celebró varias
consultas electorales y que, por lo menos algunas de ellas, como la última, las
ganó limpiamente, si la limpieza de una consulta se mide solo por el respeto a
los votos emitidos, y no se tiene en cuenta el contexto político y social en
que aquella se celebra, y en la que la desproporción de medios con que el
gobierno y la oposición cuentan es tal que esta corre de entrada con una
desventaja descomunal.
Pero, en última instancia, que haya en Venezuela una
oposición al chavismo que en la elección del año pasado casi obtuvo los seis
millones y medio de votos es algo que se debe, más que a la tolerancia de
Chávez, a la gallardía y la convicción de tantos venezolanos que nunca se
dejaron intimidar por la coerción y las presiones del régimen, y que, en estos
catorce años, mantuvieron viva la lucidez y la vocación democrática, sin
dejarse arrollar por la pasión gregaria y la abdicación del espíritu crítico
que fomenta el caudillismo.
No sin tropiezos, esa oposición, en la que se hallan
representadas todas las variantes ideológicas de la derecha a la izquierda
democrática de Venezuela, está unida. Y tiene ahora una oportunidad
extraordinaria para convencer al pueblo venezolano de que la verdadera salida
para los enormes problemas que enfrenta no es perseverar en el error populista
y revolucionario que encarnaba Chávez, sino en la opción democrática, es decir,
en el único sistema que ha sido capaz de conciliar la libertad, la legalidad y
el progreso, creando oportunidades para todos en un régimen de coexistencia y
de paz.
Ni Chávez ni caudillo alguno son posibles sin un clima de
escepticismo y de disgusto con la democracia como el que llegó a vivir
Venezuela cuando, el 4 de febrero de 1992, el comandante Chávez intentó el
golpe de Estado contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, golpe que fue
derrotado por un Ejército constitucionalista y que envió a Chávez a la cárcel
de donde, dos años después, en un gesto irresponsable que costaría carísimo a
su pueblo, el presidente Rafael Caldera lo sacó amnistiándolo. Esa democracia
imperfecta, derrochadora y bastante corrompida había frustrado profundamente a
los venezolanos, que, por eso, abrieron su corazón a los cantos de sirena del
militar golpista, algo que ha ocurrido, por desgracia, muchas veces en América
Latina.
Cuando el impacto emocional de su muerte se atenúe, la gran
tarea de la alianza opositora que preside Henrique Capriles está en persuadir a
ese pueblo de que la democracia futura de Venezuela se habrá sacudido de esas
taras que la hundieron, y habrá aprovechado la lección para depurarse de los tráficos
mercantilistas, el rentismo, los privilegios y los derroches que la debilitaron
y volvieron tan impopular. Y que la democracia del futuro acabará con los
abusos del poder, restableciendo la legalidad, restaurando la independencia del
Poder Judicial que el chavismo aniquiló, acabando con esa burocracia política
elefantiásica que ha llevado a la ruina a las empresas públicas, creando un
clima estimulante para la creación de la riqueza en el que los empresarios y
las empresas puedan trabajar y los inversores invertir, de modo que regresen a
Venezuela los capitales que huyeron y la libertad vuelva a ser el santo y seña
de la vida política, social y cultural del país del que hace dos siglos
salieron tantos miles de hombres a derramar su sangre por la independencia de
América Latina.
© La República
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