Por Roberto García |
Nunca lo recibió. Nunca quiso recibirlo en su gobierno. A
pesar de que Jorge Bergoglio, según se contaba en sus inmediaciones, al menos
en catorce oportunidades intentó conseguir audiencia con la Presidenta. Y nadie
imagina que esos pedidos de diálogo estuvieran vinculados a nimios problemas
personales o a intereses espurios. Curiosamente ahora, en este viaje a Roma de
Cristina de Kirchner, se vuelve paradojal aquel olímpico desprecio para recibir
a ese curita de parroquia que oficiaba en la Catedral.
Más: podría decirse
que Ella disfrutaría como una elegida si en el trámite de la asunción papal
fuera distinguida con una deferencia, una entrevista, y sobre todo una
fotografía. Sabrá Dios, y en todo caso su vicario católico, lo que habrá de
ocurrir este martes si Ella vuela. La etapa previa estuvo regida por una
felicitación gélida a Francisco, encabezada en “mi nombre” y luego en “el del
pueblo”, para más tarde aconsejarlo en un discurso sobre cómo dirigir la
Iglesia Católica al tiempo que lo reconocía como delegado religioso
latinoamericano, salteándose su origen argentino. Demasiadas prevenciones, atajos
y subterfugios para observar un hecho universal, referido a 1.200 millones de
católicos, como si ello estuviera relacionado con su gestión.
Explicable la reserva: se debe admitir que el matrimonio
Kirchner se revolvía contra Bergoglio desde los tiempos en que gobernaba
Néstor, sobre todo después de una homilía (2004) en la que el cardenal aludió,
entre otros puntos sensibles, a la corrupción. Por aquella época, enfurecido,
el jefe de Estado llegó a hablar de que el Diablo podía estar bajo una sotana, ordenó
revisar los aportes del Estado a la Iglesia y, como represalia pública,
suspendió el tedéum en la Catedral para volver afónica la voz de Bergoglio. Y,
en compensación oral, le cedió ese rubro estelar a un obispo favorito de
provincia (Maccarone, Santiago del Estero),
el mismo que luego –videos mediante, tan salaces como el de algunas
actrices de moda– debió ser exiliado por debilidades sexuales frecuentes en
otros sacerdotes del mundo. Fracasó esa experiencia sustituta con un cura de
perfil más progresista que Bergoglio, pero tampoco prosperó inclinarse por otro
de tendencia más de derecha y al borde de la jubilación (tarea de cooptación
encarnada por Julio De Vido, igual a la que realiza con los intendentes), un
prelado que rondó en ocasiones por la Casa Rosada y en sus visitas proveía de
vírgenes de Luján de yeso, de tamaños diversos, que Cristina luego obsequiaba a
invitados o viajeros (Hugo Chávez se llevó una, por ejemplo). No les alcanzó
para exhibirlo, era demasiado ortodoxo. Al menos, en relación con Bergoglio. Y
este párroco, ya apartado de su función por la edad, cada tanto asiste en el
consejo espiritual a la hermana de Néstor, la ministra Alicia, futura candidata
a una diputación bonaerense.
Nada alivió el desencuentro con Bergoglio. Se hizo intensa
la ofensiva oficial para provocar algún tipo de división en la Iglesia, esa
especialidad característica del kirchnerismo. Lo denunciaron con razón y sin
ella por su pasado en períodos militares, no aparecían los que hoy lo defienden
como si entonces evitaran exponerse. Típico de la Argentina. Mientras,
Bergoglio podía compartir habitación con un anciano dinosaurio y menemista como
su colega Ogñenovich, al mismo tiempo que derivaba la mayor parte de las ayudas
económicas al padre Pepe en las villas, supuestamente de izquierda por su
vocació social. Y, en el orden interno, ni una fisura: controlaba la
institución con mano férrea, imponía control sobre su tropa pastoral, era implacable
en el ejercicio del poder. Casi como Néstor. No es casual, ambos eran de
raíz peronista.
Hasta pocas horas antes del imprevisto ascenso papal,
todavía Cristina sostuvo su interminable reyerta y en un discurso precisó que
ella era católica devota pero disidente de la jerarquía local. El día previo a
la designación del ahora Francisco, le ocuparon su tribuna: la Catedral. No era
la primera vez aunque resultó un asalto
más benigno que otros desbordes de adláteres de Cristina que, debe suponerse,
Ella desconocía.
Tanta incompatibilidad, claro, explica la indigestión
dolorosa: se entroniza en Roma un enemigo al que, por otra parte, se
sospechaba fuera de juego porque ya
había pedido su retiro del cargo. Doble estupor. Ahora, a pesar de la distancia
y del cambio de prioridades, el que fuera padre Bergoglio constituye una
amenaza al poder kirchnerista. Al menos, así lo observan en bandadas los
habitués de la Casa Rosada.
Miran con temor a mediano plazo: si el papa Francisco viene
en julio a la Argentina, como complemento de un viaje a Brasil por un congreso
de juventudes, habrá que aguardar concentraciones masivas, un fervor celestial
alineado tras su figura. Y no precisamente favorable al Gobierno, aunque el
Pontífice evite referencias domésticas. Pero esos episodios suman y restan en
la etapa previa a las elecciones de octubre.
Tan evidente esa realidad como el recuerdo de otro papa que,
luego de ser ungido, volvió a su tierra polaca, hizo más líder a un
sindicalista como Lech Walesa y sin duda contribuyó al desmoronamiento del
gobierno comunista. Repasar la historia a veces genera estremecedoras
pesadillas, hasta en los iniciados en el “relato”.
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