Por James Neilson (*) |
Extraña revolución “la bolivariana” que, merced a la
personalidad avasallante de Hugo Chávez, logró seducir no solo a millones de
venezolanos sino también a muchos otros latinoamericanos, entre ellos Cristina
Fernández de Kirchner, ya que sólo resultó concebible en un país de dimensiones
demográficas modestas pero dotado de una fuente de ingresos sumamente generosa.
Aunque es imposible saber lo que realmente piensa la Presidenta del “socialismo
del siglo XXI” que fue improvisado sobre la marcha por el comandante, no tardó
en sentirse atraída por la fuerza gravitacional del hombre que, para propagar
su evangelio, repartía una cantidad fabulosa de petrodólares entre sus
partidarios tanto en Venezuela como en el resto del planeta.
¿Cree Cristina que, fallecido Chávez luego de una agonía
prolongada, durante la cual las azoradas autoridades venezolanas no se animaron
a informar a la ciudadanía acerca de su estado de salud, le corresponde
intentar continuar su obra, como hizo aquí después de la muerte de su marido,
Néstor Kirchner? Es posible: la decisión sorprendente de reconciliarse con los
truculentos ayatolás iraníes a cambio de vaya a saber qué, sirvió para acercar
la política exterior de la Argentina a la de la Venezuela chavista. Asimismo,
los enemigos elegidos por Cristina –la prensa díscola, la Justicia, los
“neoliberales”– también estaban entre los blancos predilectos de la retórica
sulfúrea del caudillo caribeño que acaba de dejarnos.
Con todo, aun cuando Cristina se sintiera tentada a
homenajear a Chávez intensificando sus esfuerzos por construir una variante
sureña de su “modelo” supuestamente progresista, no le sería dado hacerlo. Mal
que les pese a los admiradores latinoamericanos del comandante, el chavismo no
es exportable. No lo es porque el proyecto “bolivariano” que inventó Chávez
depende casi por completo del petróleo, del “excremento del diablo”, como lo
llamó una vez un venezolano, que el año pasado le reportó casi 100.000 millones
de dólares blue. Con tanto dinero a su disposición, dinero que el jefe máximo
pudo gastar a discreción sin preocuparse por los molestos organismos de control
que existen en otras latitudes, no le resultó nada difícil erigirse en padre de
sus compatriotas pobres y benefactor munificente de movimientos afines en el
extranjero que, desde luego, aceptaban con gratitud las valijas colmadas de
dólares imperialistas que les mandaba con regularidad.
Así y todo, a pesar de contar con un chorro al parecer
inagotable de fondos que usaba para mantener una red clientelista que abarcaba
toda la región, el golpista metamorfoseado en ídolo de las masas se las arregló
para provocar en su país una crisis económica de magnitud descomunal. Ya antes
de su muerte el régimen tuvo que devaluar el bolívar; pronto tendrá que hacerlo
nuevamente, lo que a buen seguro provocará problemas angustiantes para millones
de pobres e indigentes porque Venezuela está acostumbrada a importar buena
parte, el 80 por ciento, de lo que sus habitantes necesitan para comer. Y como
si esto ya no fuera más que suficiente, durante la gestión de Chávez Venezuela
se convirtió en uno de los países más violentos del mundo, con al menos diez
veces más asesinatos per cápita que los registrados en la Argentina.
¿Influyó la experiencia chavista en la estrategia económica
del gobierno de Cristina? Parecería que sí, ya que a partir del 2007 los
funcionarios del gobierno kirchnerista han actuado como si la Argentina también
disfrutara de una fuente inagotable de ingresos, de ahí el aumento insostenible
del gasto público, la virtual desaparición de inversiones y una tasa de
inflación que es aún más alta que la conseguida por su mentor.
Desgraciadamente para la Presidenta, pero felizmente para el
país, la soja, “el yuyo”, es distinta del petróleo, una sustancia que, como
saben muy bien los tiranos del Oriente Medio, además de prestarse a la
estatización puede aprovecharse dejando todo el trabajo en manos de un puñado
de operativos, a menudo extranjeros, opciones que están negadas a Cristina.
Las modalidades populistas, como el chavismo, el peronismo,
el kirchnerismo y otras que a través de los años se han ensayado en América
latina, suelen ser fenómenos pasajeros porque se nutren del reparto de más
recursos de lo que están en condiciones de generar. Se alimentan de sí mismas
hasta que un buen día todo estalla, para entonces posicionarse para sacar
provecho de las penurias inevitables que imputan a los ajustes necesarios para
reparar los daños. El que la muerte de Chávez se haya producido antes del
choque de Venezuela contra la fea realidad económica puede asegurar que su mito
siga vivo por mucho tiempo más, pero planteará una desafío mayúsculo a sus
sucesores que no podrán quejarse de la herencia envenenada que les ha dejado el
caudillo venerado.
De todos modos, los movimientos populistas son forzosamente
tan personalistas que raramente resultan capaces de sobrevivir a la muerte
física o, en el caso de aquellos países en que la Constitución es algo más que un
pedazo de papel, política del Líder Máximo. Sin Chávez, la agrupación que se
aglutinó en torno a su figura y su carisma notable ha caído en manos del
vicepresidente Nicolás Maduro, una mediocridad evidente que, consternado por el
fallecimiento del jefe absoluto, no logró pensar en nada mejor que atribuirlo a
la malignidad sin límites de los Estados Unidos que, dijo, lo habían
“inoculado” de cáncer.
Fue una reacción instintiva. En el universo chavista, todo
lo malo ha de ser culpa del “imperio” satánico. Sucede que el izquierdismo
latinoamericano suele deber mucho más al rencor antiyanqui potenciado por la
envidia que a los escritos de Marx y los ejemplos brindados por activistas como
Lenin, Trotsky o Mao.
Si los Estados Unidos fueran un país socialista, los
populistas latinoamericanos serían neoliberales rabiosos. En esta parte del
mundo, el izquierdismo duro es nacionalista y xenófobo, lo que en otros tiempos
lo habría ubicado a la extrema derecha del espectro ideológico pero que en la
actualidad suele caracterizarse de izquierdista, ya que los bolcheviques de
Moscú y sus simpatizantes occidentales no querían ocupar el mismo lugar en el
mapa que los nacionalsocialistas alemanes. Sea como fuere, por odio hacia lo
que significan los Estados Unidos, en todas partes la izquierda extrema se ha
aliado con el islamismo militante, un movimiento que es tan fanáticamente
reaccionario que sus líderes se han propuesto volver atrás el reloj más de
1.000 años.
Antes de iniciar su etapa como presidenta, Cristina brindó
la impresión de estar más que dispuesta a ser la mejor amiga de quien sería la
secretaria de Estado del imperio, Hillary Clinton, y poco después, del muy
progresista presidente Barack Obama; pero pronto se daría cuenta de que los
norteamericanos, tan puntillosos ellos cuando de temas desagradables como la
seguridad jurídica y el respeto por las normas internacionales se trata, eran
demasiado exigentes. Para conformarlos, hubiera tenido que abandonar su
proyecto particular, cambiándolo por uno mucho más gorilesco. He aquí la razón
principal por la que, andando el tiempo, la gestión de Cristina ha adquirido
una tonalidad cada vez más antinorteamericana y, para alarma de sus
adversarios, más chavista. No parece ser consecuencia de una estrategia
largamente premeditada sino de la fuerza de las circunstancias; bien que mal,
las aspiraciones de una presidenta resuelta a ir por todo son incompatibles con
una relación “normal” con los Estados Unidos y la Unión Europea.
Para Cristina, la muerte prematura de Chávez ha sido un
golpe anímico fuerte y también una advertencia. El comandante se fue justo
cuando Venezuela se precipitaba con rapidez en un abismo económico. Aun cuando
los chavistas logren aferrarse al poder, no les sería del todo fácil continuar
subsidiando a sus correligionarios cubanos, de suerte que la revolución de los
hermanos Castro, que durante más de medio siglo han procurado aplacar el
hambre de sus sufridos compatriotas con dosis enormes de militancia política,
se ha vuelto todavía más precaria de lo que ya era.
¿Teme Cristina que, a menos que corrija muy pronto el
“rumbo”, la Argentina compartirá el destino nada digno de países que se
rebelaron contra la maldita hegemonía del capitalismo liberal? Es poco
probable. Según los presuntamente enterados de la evolución de su pensamiento
geopolítico, la Presidenta se consuela con la noción de que ya ha terminado la
larga supremacía de los Estados Unidos y Europa, razón por la que le convendría
congraciarse cuanto antes con las hipotéticas potencias de mañana, entre ellas
la raquítica pero peligrosísima República Islámica de Irán.
Es un viejo sueño peronista. Al fin y al cabo, el general
mismo quería que la Segunda Guerra Mundial se viera seguida por una Tercera, de
la cual la Argentina surgiría desde las ruinas humeantes para gozar por fin de
su destino de grandeza. Es en buena medida gracias a aquella ilusión que el
país perdió la oportunidad para emular a Canadá y Australia que sí prosperarían
y que apenas han sido tocados por la crisis de endeudamiento en que está
debatiéndose buena parte del mundo desarrollado. Dicho de otro modo, para la
Argentina sería un tanto riesgoso que la Presidenta apostara al suicidio
colectivo de Occidente, reeditando así el error costosísimo del fundador del
movimiento que fantasea con hacer suyo.
(*) PERIODISTA y
analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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