Por James Neilson (*) |
En el mundo mágico de Cristina, el tiempo se detuvo el
anochecer del 23 de octubre del 2011, justo cuando, según el INDEC electoral,
el 54 por ciento de los votantes terminó por darle su apoyo. Desde entonces,
nada ha cambiado. Cristina es pueblo. Encarna la voluntad popular. Puede hacer
lo que se le antoje. Los cacerolazos multitudinarios, el desastre ferroviario
de Once, el desplome de su rating en las encuestas, el parate económico que
apenas se ha iniciado, la huida despavorida de empresas gigantescas como la
Vale brasileña, la indignación causada por el pacto con el vil régimen iraní,
solo se trata de episodios anecdóticos ajenos a la realidad real que es la de
la Presidenta.
Es en base a esta convicción que Cristina se ha propuesto
“democratizar” la Justicia, arrancándola de las manos sucias de la corporación
judicial para que por fin la gente tenga la última palabra. Da por descontado
que quienes presuntamente la votaron casi un año y medio atrás –el ex ministro
de Economía, Roberto Lavagna, dice que el resultado oficial de la contienda fue
fraudulento–, la ayudarán a llenar el Consejo de la Magistratura de
cristinistas incondicionales, personas tan leales y tan serviciales como los
muchachos y muchachas de La Cámpora, aquellos legisladores obedientes que
aprueban cualquier proyecto que se le ocurre enviarles y los abnegados aplaudidores
empresariales que, como muñecos de resorte, se ponen de pie para celebrar sus
ocurrencias. En tal caso, la presidentísima no tendría motivos para preocuparse
por el futuro que, dicen los reaccionarios, sí vendrá y que, para ella y sus
cortesanos, podría resultar ser decididamente sombrío.
Desgraciadamente para Cristina y sus acompañantes, el pueblo
es veleidoso por naturaleza. Se niega a entender que el país entró en el
freezer el día en que Cristina barrió con la oposición. Propende a cambiar de
opinión. Con cierta frecuencia, el caudillo todopoderoso, amo y señor del país,
se ve transformado de la noche a la mañana en un impresentable. Si no lo creen
los miembros del círculo áulico de Cristina, que pregunten al compañero Carlos
Menem.
No es del todo inconcebible que, de ponerse en marcha el
proceso democratizador impulsado por Cristina, la mayoría elija no solo a
partidarios de la mano dura con delincuentes e incluso de la pena capital, sino
también a quienes se hayan comprometido a asegurar que todos los señalados como
corruptos, comenzando con la mismísima Presidenta, sean condenados a muchos
años de cárcel, que la mutual que se llama La Cámpora sea declarada una
asociación ilícita, que los terroristas de la década de los setenta del siglo
pasado paguen por su aporte a la guerra sucia como ya han hecho los milicos y
así, largamente, por el estilo. ¿Será el pueblo del 2014 idéntico a aquel del
2011? No hay motivo alguno para creerlo.
Los países más civilizados han desarrollado sistemas
judiciales relativamente autónomos que, hasta cierto punto, son capaces de
resistir las presiones tanto del gobierno como de la opinión pública. Lo
hicieron porque querían reducir el peligro de una dictadura monárquica o
ideológica por un lado y, por el otro, a raíz del temor a las consecuencias
previsibles de dar rienda suelta a turbas vengativas. La Justicia popular suele
degenerar muy rápido en la ley de Lynch. Asimismo, a través de los siglos se
han perpetrado millones de crímenes horrorosos en nombre ya del soberano absoluto,
ya de la voluntad mayoritaria. Parecería que lo que Cristina tiene en mente es
una combinación de ambas aberraciones, que, además de blindarse a sí misma y a
los suyos contra una eventual campaña mani pulite criolla, le encantaría ver
institucionalizados los escraches para que sus adversarios, mejor dicho,
enemigos, aprendan de una vez a tratarla con la veneración debida.
La Justicia argentina dista de ser perfecta. Luego de diez
años de colonización kirchnerista hay, como siempre ha habido, jueces venales,
jueces de ideas estrambóticas, jueces demasiados permisivos y otros que, de
tener la oportunidad, obrarían con severidad sádica. Puede que, por poco
probable que parezca, en algunos lugares aún haya jueces liberales. Los tiempos
de la Justicia suelen ser decimonónicos o, cuando está en juego algo que
interesa al poder político, dejan boquiabiertos a todos por su vertiginosidad.
La burocracia judicial, cuyos orígenes se remontan a los días del imperio
español, es a menudo asfixiante.
Sin embargo, a ojos de Cristina tales deficiencias, que son
notorias, importan mucho menos que la negativa de los jueces más influyentes,
los de la Corte Suprema, a cohonestar enseguida todas sus iniciativas, en
especial las destinadas a pulverizar al Grupo Clarín por no haberla respaldado
con la vehemencia exigida cuando la guerra contra el campo. Con toda seguridad,
la Presidenta ha llegado a la conclusión de que su marido fallecido, bendito
sea su nombre, cometió un error imperdonable al reemplazar, por las malas como
corresponde en los tiempos que corren, a la flexible Corte Suprema menemista
por una dominada por juristas ingenuos que tomen en serio lo de la división de
poderes y la independencia judicial. Para el revisionismo kirchnerista, lo que
en los primeros años de la década ganada era considerado por casi todos un gran
acierto ha resultado ser un bodrio. Como dijo una vez el consigliere en jefe
presidencial Carlos Zannini, un –es de suponer– ex maoísta: “Nosotros pusimos
esta Corte para otra cosa”.
Convivir con la Corte que efectivamente existe no sería
fácil para la Presidenta aun cuando estuviera resuelta a respetar todas las
normas legales. En América del Norte y Europa, pocos días transcurren sin que
un oficialista se queje amargamente del obstruccionismo a su juicio perverso de
los jueces locales. Es lógico, pues, que la convivencia sea virtualmente
imposible para los militantes de un gobierno como el de Cristina que, so
pretexto de ser revolucionarios, son transgresores por principio y creen estar
librando una “batalla cultural” furibunda contra medio mundo con el propósito
de hacer de la Argentina una versión de la Santa Cruz de antes y que, para más
señas, no disimulan su intención de ir por todo, subordinando el país a una
sola persona. En el esquema kirchnerista, no hay lugar para la Justicia
independiente. Tampoco lo hay para la Justicia a secas, a menos que se
dignifique con tal palabra lo que se encuentra en Cuba, China, Irán y Arabia
Saudita, país este que debería interesar más a los oficialistas porque lleva el
nombre de la familia reinante.
Por fortuna, la Argentina no se asemeja mucho ni a las
tiranías mencionadas ni a los integrantes del bloque bolivariano. A pesar de la
depauperación de casi la mitad de sus habitantes y la decadencia del sistema
educativo, la mayoría intuye que el ciclo de la facción coyunturalmente
“hegemónica” se ha agotado y que la decisión de ir por la Justicia es un
síntoma de debilidad, de desesperación, de quienes no saben qué hacer para
mantener a raya el tsunami económico amenazante que ven aproximándose y que,
para colmo, siguen haciendo gala de un grado asombroso de ineptitud.
Los soldados de Cristina apuestan a que la politización de
todo, a la militancia frenética, aun cuando se ponga al servicio de algo tan
insólito como un acuerdo con una banda de extremistas religiosos acusados de
apadrinar el mayor atentado terrorista de la historia del país, sirva para
distraer la atención de los ya perjudicados y a los pronto a serlo por la
insensatez de los equipos pendencieros que disputan el manejo de la maltrecha
economía nacional que, tal y como están las cosas, corre el riesgo de hundirse
por enésima vez en medio de una tormenta inflacionaria. Es probable que se
hayan equivocado, que, lejos de dejarse engañar por la combatividad estéril de
los ultra K, la mayoría opte por las alternativas representadas por moderados
como Daniel Scioli o, tal vez, por un “derechista” como Mauricio Macri. No
quiere que haya una ruptura traumática, pero de agravarse mucho más el estado
de la economía, un día de estos podría asumir una postura menos pasiva.
En tal caso, Cristina y sus funcionarios tendrían motivos de
sobra para aferrarse a antigüedades a su parecer tan despreciables como la
Constitución y la Justicia de la desdeñada “corporación judicial”. Son
instituciones tan reaccionarias, y tan lentas, que podrían salvarlos de la ira
popular, mientras que una Justicia más “democrática” y más veloz sería reacia a
permitirles defenderse con argumentos legalistas. Antes bien, magistrados
deseosos de merecer la aprobación de la gente procurarían congraciarse con el
pueblo fallando conforme con lo que tomen por el sentir mayoritario,
erigiéndose en tribunos de hordas que reclamen el sacrificio inmediato de
algunos chivos expiatorios. Muchos jueces ya actúan de esta manera, razón por
la que es rutinario que un cambio de régimen se vea seguido por la
encarcelación de un conjunto de emblemáticos del recién desplazado; de
prosperar las “reformas” sugeridas por Cristina, en adelante habrá muchos
emblemáticos más, todos kirchneristas, y los fallos en su contra serán
llamativamente más contundentes que los que en otros tiempos privaron de su
libertad a radicales, menemistas y servidores de las diversas dictaduras
militares.
(*) PERIODISTA y
analista político, exdirector de “The Buenos Aires Herald”.
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