Por Joaquín García Huidobro |
"Soldado, no me dispares / soldado".
¿Habrán titubeado un momento sus asesinos o era tanto el
odio por esos años que incluso les produjo satisfacción verlo caer en un oscuro
subterráneo del Estadio Chile?
Han pasado 40 años desde entonces. Amanda, su hija, no tiene
odios. Dice que, al menos, ella tiene el consuelo de oír la voz de su padre, un
privilegio único entre los hijos del dolor.
"Yo no quiero la Patria dividida / ni por siete
cuchillos desangrada".
Ella no clama por venganzas, ni siquiera exige que le pidan
perdón. Ella solo quiere conocer la verdad de lo que pasó ese día.
"Si tan injusto es matar / ¿por qué matar a tu
hermano?".
Víctor Jara no fue el único en ser asesinado ese día. Solo
en su grupo había 15 más. Pero su muerte nos duele especialmente, a todos,
también a los que pensamos que su proyecto político era una locura, un proyecto
que en todas partes del mundo trajo muerte y destrucción. Pero no está
prohibido simpatizar con imposibles.
Víctor Jara |
Así, le cantaba a Fidel: "si me quieres, aquí estoy /
¿qué más te puedo ofrecer / sino continuar tu ejemplo? / Comandante, compañero,
/ ¡viva tu revolución!".
En estos días, Amanda Jara habrá leído, esperanzada, que se
pedirá a los Estados Unidos la extradición de uno de los presuntos autores.
Confía en que los jueces hagan lo que no hicieron en 1978, cuando se presentó
la primera querella por la muerte de su padre.
"Es difícil encontrar / en la sombra claridad, / cuando
el sol que nos alumbra / descolora la verdad".
Los jueces parecen estar dispuestos a investigar. Hay, con
todo, un inconveniente para que Amanda pueda saber la verdad.
El crimen de su padre nos llena de horror, entre otras razones,
porque significa una violación de los bienes más sagrados de nuestra cultura.
Pero ella no solo habla del respeto que debemos tener por hombres como Víctor.
Su grandeza estriba en que reconoce la dignidad de todos, también de los
hombres peores, de los más crueles asesinos.
"Que el canto tiene sentido / cuando palpita en las
venas / del que morirá cantando / las verdades verdaderas".
La más verdadera de las verdades es que todos somos
individuos de la especie humana y nos pertenecen los derechos propios de todo
hombre, bueno o malo. Solo en parte tenía razón Víctor cuando cantaba:
"Y acabando con la bala / ella no es mala, ella no es
mala / todo depende de cuándo / y quién la dispara, quién la dispara". Si
la bala se dirige a un inocente, ella siempre es mala, vaya hacia la izquierda
o hacia la derecha.
Así, junto al derecho a la vida, nuestra cultura reconoce
otro más modesto, pero importante: el debido proceso. Él exige que hasta el
peor de los criminales pueda saber que su acto es delito, qué tribunal lo
juzgará, a qué pena se expone, y cuál es el plazo de prescripción de su crimen.
Amanda quiere saber qué pasó, y con razón. Pero nosotros
tenemos un problema que ella no tiene, porque sabemos que ese delito está
prescrito, y no se nos ocurre cómo podemos satisfacer el legítimo deseo de
Amanda sin violar algunos principios de justicia que son elementales.
Algunos resuelven la cuestión diciendo que hoy esos crímenes
son imprescriptibles. Quizá convenga que así sea, pero ¿podían saberlo los
asesinos al momento de disparar? ¿Podían imaginar que los juristas
desarrollarían, décadas después, teorías que permiten que no solo su conciencia
los persiga para siempre, sino también el duro brazo de la ley?
Si su acto formaba parte de una siniestra conspiración para eliminar
a un grupo social, entonces no son ellos los llamados a responder: no son
tenientes ni conscriptos los que organizan cosas semejantes. Y si la causa es
simplemente el odio que ellos sentían, entonces el tratamiento de ese crimen no
puede diferir de otros como "el descuartizado de Matucana" (1973),
que agitó a Chile por esos años.
Todo es horror en esta historia. Si no hacemos nada, dejamos
a Amanda vagando en la incertidumbre. Y si, para buscar la verdad, violamos la
justicia, nos pondremos, de alguna manera, en el mismo bando de los
victimarios, es decir, de aquellos que piensan que basta con tener un motivo
superior para que uno pueda crear su propia ley.
Hoy, nosotros solo podemos preguntar, con Víctor:
"¿Dónde se fueron mis hijos? / ¿cuántos desaparecieron?". Porque
estamos reducidos a la impotencia.
© El Mercurio
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