Por Alfredo Leuco |
¿Dónde estuvieron el viernes Estela Carlotto, León Gieco,
Martín Sabbatella o el rabino Daniel Goldman? ¿Qué argumento o cuál persona les
impidió estar en la Plaza de Mayo luchando, como hicieron siempre, contra la
impunidad, reclamando verdad, juicio, castigo y condena para los responsables
de la muerte de 51 personas? ¿Qué ocupaciones los retuvieron durante todo un
año para no producir algunos modestos gestos solidarios de cariño para los
familiares de las víctimas? ¿Es posible que ellos, que edificaron su vida
entrelazando esas banderas de los derechos humanos, hayan comprado esa perversa
idea de que esos valores, que son universales, hoy tienen camiseta partidaria?
No es mi intención cargar las tintas sobre estas cuatro
figuras públicas. Las pongo sólo como ejemplo porque encarnan distintos
orígenes. Cada uno es representativo de un tipo de expresión llamada
progresista que al final de este proceso deberá rediscutirse para reconstruir
el contenido vaciado de las palabras.
¿Quién es hoy progresista: Adolfo Pérez Esquivel y Nora Cortiñas
o Hebe Bonafini? ¿El que defiende siempre la vida de todos o el que lo hace
sólo de una parcialidad y en algunas ocasiones? ¿Quién expresa la lucha por la
libertad de los artistas para decir lo que a cada uno se le antoje: Manuel
Callau, Luis Brandoni y Juan José Campanella o Federico Luppi?
¿Quién busca la verdad y denuncia la corrupción del gobierno
más poderoso desde 1983: Jorge Lanata u Horacio Verbitsky? ¿Investigar y tener
una mirada crítica desde el periodismo sólo es válido cuando el gobierno de
turno no nos simpatiza?
Este gobierno profanó algunos emblemas fundantes de nuestra
mejor tradición democrática. Y lo han hecho en nombre del progresismo, de la
izquierda y pronto, de la revolución bolivariana. Es triste comprobar que
treinta años después de haber recuperado la República, todavía tenga vigencia
el nefasto lema dictatorial: “El silencio es salud”.
A quienes nombré, sin ningún ensañamiento ni mala intención,
repito, no les exijo nada en lo personal. ¿Quién carajo soy yo para reclamarle algo
a alguien? Sólo menciono sus casos para poner en debate una de las novedades
más nefastas que incorporó el kirchnerismo.
Se puede discutir si se trata de una virtud de estratega o
de un defecto de amoralidad. Depende de qué lado de la ideologitis uno se
ponga. Pero uno de los misterios más indescifrables de Cristina es cómo hace
para obligar a que gente que fue muy valiosa, por acción u omisión, vaya en
contra de su propia naturaleza.
Se entiende la manera en que la Presidenta sodomiza a los
empresarios, por ejemplo. Muchos (no todos) tienen muertos en el placard.
Evaden impuestos en pala, tienen trabajadores en negro, viven de la teta del
Estado. Son ferozmente extorsionados y por eso callan con una cobardía inédita.
Son carne de extorsión porque tienen cosas que ocultar.
Están claros los mecanismos que utiliza Cristina con
gobernadores, intendentes o legisladores nacionales. Primero los obliga a tener
perfil bajo, después les corta el chorro de los fondos, y, si con esto no
alcanza, les niega la firma para que puedan conseguir un crédito, como ocurre
con sus enemigos íntimos: Scioli, Macri y De la Sota. Los diputados y senadores
dependen de la bendición de Cristina para renovar su banca y tiemblan ante su
dedo pulgar que puede apuntar para arriba o para abajo según el verticalismo
que exhiban.
Pero, ¿qué herramientas utiliza para fomentar que Carlotto,
Gieco o Sabbatella miren para otro lado y no quieran ni ver el tren criminal en
el que gran parte de los muertos eran nacidos y criados en el territorio del ex
intendente de Morón? ¿Cómo hace para que el rabino Goldman se haya quedado mudo
frente al pacto de Argentina e Irán? Ninguno se ha enriquecido ilícitamente ni
creo que tenga algo tenebroso que ocultar. Todos hicieron un camino ético A de
C (Antes de Cristina). Todos demostraron coraje en distintos momentos para
enfrentar a la dictadura o para denunciar los negocios sucios de Menem. Nadie
podría asociar sus apellidos a la impunidad. Y sin embargo, hoy han
autodesactivado su propio ADN. ¿Qué les pasó? Los que iban en el tren eran en
su mayoría trabajadores humildes y estudiantes. Por el lado del clasismo, no
tienen excusas. Al principio, los familiares fueron sumamente respetuosos con
Cristina. Me animaría a decir que la mayoría la había votado y algunos lo
expresaron. No eran ni son un invento de Magnetto ni parte de la oligarquía
destituyente. Una matriz corrupta de funcionarios, empresarios y sindicalistas
los asesinó igual que a Mariano Ferreyra. La Presidenta, con su distancia y
frialdad, fue construyendo a los familiares no como opositores, pero sí como
gente sencilla que se sintió discriminada y maltratada. Por eso Cristina fue
abucheada el viernes. Porque puso a los familiares en el freezer y luego los
hirió, en lugar de abrazarlos junto a su corazón como hizo, por ejemplo, Dilma
Rousseff ante un suceso similar en una discoteca cercana a Porto Alegre. No
corresponde hacer psicologismo barato. Está claro, tal como también se vio en
Cromañón, que Cristina tiene una dificultad seria para sentir el dolor de los
demás. Pero la cuestión es más grave porque obliga a sus seguidores a tener la
misma actitud, contradiciendo sus saludables trayectorias.
Podrán argumentar que la oposición política y mediática
utiliza el caso de Once o de la AMIA para dañar al Gobierno que ellos defienden
y al que consideran el mejor de la historia. Supongamos que sea así. ¿Qué les
impidió a León o a Estela aparecer entre los familiares y decir: “Cristina es
lo más grande que hay, pero quiero que haya justicia para los muertos de
semejante masacre evitable”? ¿Dónde está la sensibilidad humanitaria para no
hacer un acto en la estación de Morón? Hasta podrían haber movilizado a su
militancia municipal y ponerse a la cabeza del reclamo de sus vecinos. El
rabino Goldman fue capaz de criticar a Luis D’Elía cuando viajó a Irán para
abrazar a los sospechosos del atentado. Pero ahora el líder de la comunidad
Bet-El, que tuvo en Marshall Meyer al Pérez Esquivel de los judíos, no sale a
la opinión pública con contundencia.
¿Podrían seguir apoyando a Cristina y marcar al mismo tiempo
su disidencia sólo en un par de temas como Once y AMIA? ¿O el “vamos por todo”
sovietiza e isabeliza las relaciones y el que no compra todo es expulsado
culturalmente del colectivo cristinista? ¿Hay pánico de marchar rumbo a la
Siberia de los disidentes? ¿Quién es más progresista: el rebelde o el sumiso?
¿Será ese el miedo que engendra el silencio?
© Perfil
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