Por Enrique Szewach |
Maximizar el ingreso de corto plazo de los votantes mediante
el gasto público y no privado permite tener votantes “contentos”, pero a la vez
“agradecidos” a quien maneja el gasto, y líderes partidarios “dependientes” y
controlados por el manejo centralizado de dicho gasto. El modelo político de la
macroeconomía ha sido aprovechar las extraordinarias condiciones
internacionales y transformarlas en una explosión de gasto público.
Ahora bien, como la Argentina no se puede endeudar en el
exterior, al menos en cantidades y tasas aceptables, este mayor gasto sólo
puede financiarse con más presión tributaria y con más impuesto inflacionario.
Es en ese sentido, que la tasa de inflación actual es parte y consecuencia del
esquema macro. Esta tasa de inflación es la que “cierra” el financiamiento del
gasto público.
Hasta no hace mucho, como parte del incremento del gasto se
traducía en mayor crecimiento económico, la inflación era un “negocio político”
aceptable. Una parte de la sociedad interpretaba el impuesto inflacionario como
un “mal menor”. Pero 2012 empezó a mostrar el “lado oscuro de la inflación
elevada”, el que hace que la mayoría de las sociedades la rechace como
mecanismo de financiamiento del gasto. La economía dejó de crecer, los salarios
reales formales le “empataron” a la suba de precios, mientras los informales
perdieron, y el empleo privado no aumentó. Pese al esfuerzo por mantener el
discurso de la “inflación benigna”, una parte de la sociedad argentina comenzó
a reflejar, entre otros motivos, su descontento por la combinación de más
impuestos, más inflación y estancamiento.
Entiéndase bien, el estancamiento no es consecuencia
exclusiva de la inflación pero la inflación es parte del problema. La mala
cosecha, la devaluación brasileña, la mala praxis en el mercado de cambios,
frenaron la economía, y el Gobierno, al intentar compensar esta situación con
más gasto financiado con inflación, agravó el estancamiento.
Pero el Gobierno necesita recuperar popularidad para ganar
–en el sentido de hacer viable una eventual reforma constitucional– las
elecciones legislativas de este año.
Se enfrenta, entonces, a una trampa de la que no le
resultará fácil escapar: para recuperar popularidad, debería reducir la tasa de inflación. Pero ello
implica o bien reemplazar el impuesto inflacionario por otros impuestos, o bien
desacelerar el incremento del gasto público en algunos rubros. Más impuestos es
un ataque a los votantes “independientes” o a la rentabilidad de las empresas,
lo que se refleja en menos salarios y empleos. Y desacelerar el gasto público
es un ataque directo a sus “votantes cautivos” si se hace sobre rubros
sociales, o alimentar la inflación, y el descontento de muchos, si se reducen
subsidios a los precios, en el conurbano bonaerense (transporte, energía).
Por ahora, lo único que se le ha ocurrido es tratar de
“combatir expectativas”, mediante un congelamiento de algunos precios. Y ver si
ello permite desacelerar los aumentos salariales sin demasiados conflictos. Me
atrevo a pronosticar un conjunto creciente de “inventos” cuya intensidad y
magnitud dependerán cada vez más de las encuestas.
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