Por María Eugenia Schmuck (*) |
La desafortunada pirotecnia verbal de las últimas semanas,
dirigida a atribuir falsamente responsabilidades en torno al problema del
narcotráfico, parece dejar poco espacio para una lectura más profunda de un
problema extremadamente complejo.
No es cierto que el problema de la narcocriminalidad se
reduzca a Rosario, aunque es importante admitir que en nuestra ciudad la
situación es grave. Se trata de un fenómeno de múltiples dimensiones, cuyas
raíces descansan en procesos estructurales tanto estatales como sociales, que
requiere una respuesta articulada de todos los niveles del Estado —Nación y
provincia con mayor capacidad de incidencia— y unidad política de sectores
sociales y partidarios.
Diez años de políticas neoliberales redujeron la expresión
del Estado mostrando, entre otras facetas, cierta tolerancia y connivencia
oficial con el ingreso del narcotráfico que se hizo evidente en los 90. Sobre
este vacío, bandas o mafias encontraron terreno fértil para el desarrollo con
impunidad de actividades delictivas. El amparo de estas organizaciones que
encuentra su génesis en aquellos años finalmente se convierte en una instancia
de contención en un contexto donde el Estado, los narcos y las mafias de todo
tipo disputan un mismo objetivo: la protección. Paralelamente, la violencia
—fenómeno que comprende pero excede largamente al narcotráfico— se consolida
como la forma socialmente consentida de resolver relaciones interpersonales,
proceso que pone en juego la naturalización de ese recurso a nivel social
amplificando la complejidad del problema.
Se ha dicho mucho en los últimos meses sobre la necesidad de
una profunda reforma de la institución policial. También, sobre la
responsabilidad que cabe a la Justicia. Por tanto, más allá de éstas y otras
referencias que comparto respecto del desempeño estatal frente al accionar de
bandas organizadas, creo que debe abordarse al mismo tiempo ciertos fenómenos
sociales característicos de nuestra época. Particularmente, el que da cuenta de
la enorme cantidad de jóvenes —alrededor de un millón en todo el país, cerca de
100 mil en Rosario— que ni estudian ni trabajan, muchos de los cuales son
segunda o tercera generación de desocupados.
Marginados de instancias formales de educación manifiestan
no encontrar un proyecto de vida que les permita sortear ese círculo. Sobre
ellos operan perversamente estas bandas de narcocriminales. Para muchos el
progreso social no constituye ni siquiera un mito.
Una primera reflexión nos llevaría presurosamente a pensar
que estos niños y jóvenes son huérfanos de Estado. Pero quienes tenemos trabajo
territorial sabemos que muchos de ellos pasaron su infancia en Centros Crecer,
Ludotecas e innumerables talleres educativos y de capacitación que municipio,
provincia y Nación desarrollan en distintos puntos de la ciudad.
No estamos entonces frente a un Estado desentendido, sino
incapaz de ofrecer una respuesta efectiva al problema. Por lo tanto, no solo
hay que reclamar mayor presencia, sino que hace falta discutir cómo llega el
Estado, cuándo lo hace y cuál es el impacto de las políticas que implementa.
Hay que actualizar el diagnóstico y recrear las formas de
intervención del Estado en el territorio, reemplazando políticas de contención
(pretensión de mantener al sujeto en su contexto) por políticas de desarrollo
(que permitan superación e inserción en el sistema formal educativo o el
mercado laboral). Ello requiere realizar ajustes en los instrumentos de las
políticas que se implementan para poder romper el trágico círculo vicioso que
empuja a jóvenes y adolescentes de la ciudad a la marginalidad más extrema.
Programas que resultaron exitosos años atrás no
necesariamente dan cuenta de la complejidad que en la actualidad adquirió el
problema. A esto debe sumarse que los que actualmente se desarrollan han
manifestado debilidades sustanciales denunciadas incluso por profesionales de
Promoción Social. Falencias en infraestructura y recursos e inestabilidad de
las políticas impiden muchas veces la continuidad de los procesos de trabajo.
Sobre ese nuevo paradigma, que implica resignificar las
políticas públicas —especialmente los programas sociales— en su vínculo con el
territorio, entiendo que se debe promover un sistema integrado que vincule los
tres niveles del Estado e incorpore el diagnóstico de los actores
territoriales. Desde la perspectiva local, resulta impostergable una reforma
estructural del área de empleo, avanzando en el diseño de un Programa Integral
para el Primer Empleo que establezca un puente —nutrido de instancias de
capacitación en oficios— para conectar a los jóvenes con el sector productivo.
Si se postergan decisiones concretas que den cuenta de las
causas estructurales del problema será cada vez más recurrente la reducción de
la acción política a la versión carnavalesca del Estado-espectáculo, que sólo
derrumba bunkers delante de las cámaras.
La situación es grave y amerita acciones que resulten de
cierta madurez, inteligencia y compromiso. De nada sirven declaraciones
altisonantes sino se acompañan de voluntad política al servicio de un acuerdo
amplio, multipartidario y multisectorial. Si la política no comprende el
mensaje, cuando decida combatir en serio al narcotráfico ya habrá sido
cooptada.
(*) Concejal de
Rosario (UCR)
© La Capital
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