Por Luis Gregorich |
El ministro del Interior, Florencio Randazzo, acaba de
declarar que "la reforma constitucional no está en la agenda de la
Presidenta". ¿Por qué una afirmación tan taxativa? ¿Acaso se trata de una
renuncia expresa a seguir con el "relato" kirchnerista a partir de
2015?
Los gobiernos populistas de Venezuela y la Argentina se ven
enfrentados, aunque en el marco de circunstancias muy diversas, al problema de
la sucesión. El caso venezolano no dispone, más allá de eventuales
manipulaciones constitucionales, ni de tiempo ni de espacios políticos; depende
estrictamente de la supervivencia física del jefe del régimen.
Por ello sus subordinados han tejido una red de protección y reemplazos, que parece asegurar, al menos por el momento, la continuidad de la experiencia populista.
La situación de Cristina Kirchner, con tres años de gestión
presidencial por delante, es aparentemente más holgada, pero parece complicarla
el hecho de no contar, dentro del marco constitucional, con una cláusula que
autorice la reelección indefinida, lo que sí ocurre en Venezuela. También otros
líderes populistas de la región, como Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en
Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua, han conseguido sucederse a sí mismos, o
están a punto de hacerlo, siempre en comicios libres.
El populismo latinoamericano tiene las mismas fronteras
ideológicas que su detestada socialdemocracia (mejor distribución de la
riqueza, aunque sin cambios estructurales en la sociedad). Es más gritón y
prefiere las movilizaciones al consenso, y se somete religiosamente a líderes
carismáticos, con lo cual reincide en la tradición del caudillismo continental.
Mientras la socialdemocracia tradicional suele estar
conducida por profesionales de clase media, los caudillos populistas pueden
provenir de cualquier estrato social. Lo demuestra el entramado reciente de
jefaturas populistas latinoamericanas, en las que no han faltado ni millonarios
rentísticos ni militares de carrera ni sindicalistas ni ex guerrilleros
francamente aburguesados.
El populismo dice necesitar décadas para solucionar los
problemas sociales y económicos de los países en que gobierna. Y dado el
sistema de personalismo autoritario que practica, requiere sucederse a sí
mismo, porque la figura del líder representa, en teoría, la voz del pueblo y la
unidad de los diferentes. Entre nosotros, el rechazo de la reforma
constitucional cohesionó por un tiempo a los opositores y preocupó al Gobierno.
Pero cabe preguntarse si el variopinto arco opositor aprovechó la coyuntura
favorable sumando otros contenidos, y si la causa de la re-reelección, es
decir, de la autosucesión de Cristina Kirchner, está definitivamente bloqueada,
por más declaraciones ministeriales que haya.
Primer objetivo incumplido: la oportunidad de la oposición.
Hace unos meses pensábamos que había empezado a salir de su letargo. Ningún
acto posterior lo confirmó. En un año electoral, los opositores se disputan
candidaturas, pero carecen de liderazgos.
A pesar de la mala gestión económica del Gobierno, con
dilapidación de recursos, cepo cambiario, falta de inversión, pereza en
proyectos de infraestructura (largo plazo en general), y graves errores en
transportes y energía, la oposición no supo transmitir un contramensaje a la
población. Binner quedó golpeado por la crisis narcopolicial de Rosario; Macri
gastó mucho tiempo en (no) viajar en subte, y los radicales, ya se sabe, son
buena gente, pero tienen sus límites. Ni Barletta, ni Cobos, ni Sanz, ni
Ricardo Alfonsín han ido ganando el consenso que necesitan. Lilita Carrió, de
gran temple ético, despreció por completo las estrategias políticas. Y eso se
paga.
Cuando falta el carisma, no hay modo de fabricarlo, aunque
una sustantiva exposición mediática modera las carencias. Y si la cultura de
las individualidades no aporta, hay que darle lugar a la cultura de la
coalición. En este contexto, frente a una poderosa y desprejuiciada coalición
oficialista, lo más desafortunado resultan frases del tipo de "Mi límite
es Macri?". Ningún dirigente opositor democrático, y menos el que aporta
tropa propia, puede ser considerado un límite. La triste verdad es que los
internismos estériles pesan más que las diferencias ideológicas. En cuanto a
coaliciones en la región, el mejor ejemplo es el de la Concertación Democrática
chilena, que ha reunido a partidos tan diferentes como el Socialismo y la
Democracia Cristiana.
Las perspectivas de la oposición dependen de la inteligencia
y generosidad de sus jefes. Si ellos quieren ser los que sucedan a Cristina
Kirchner en 2015, están obligados a ganar dos elecciones: la del año actual,
para evitar la reforma constitucional con re-reelección incluida, y la de 2015,
igualmente (ya se verá por qué) para evitar la re-reelección, esta vez sin
tocar la Constitución. Se sabe cómo debería llevarse la campaña, aunque es más
fácil decirlo que hacerlo: los mejores candidatos a la cabeza de las listas en
cada distrito, siempre bajo el paraguas de la coalición. Y un programa mínimo
como bandera de campaña, acompañado por la silenciosa construcción de una
innovadora plataforma de realizaciones, superadora del populismo.
Otro candidato a la sucesión, que ambiciona con convertirse
en una especie de "mediador" entre oficialismo y oposición, es Daniel
Scioli. Además, le gustaría ser el que convoque a los fragmentos dispersos del
peronismo. Pese a su buena imagen popular, la tarea se le presenta ardua. Ya no
puede ser el candidato de Cristina, genera fuertes rechazos del sector
"progresista" y tiene poco apoyo legislativo. Su gestión en la
provincia de Buenos Aires tiene más sombras que luces, sobre todo en materia de
seguridad. Y, por fin, ni siquiera es de origen peronista: pertenece al grupo
de personajes del deporte y la farándula (como Palito Ortega y Carlos
Reutemann) que Carlos Menem trajo al partido.
Como se ve, las ofertas opositoras y cuasi opositoras son
hasta ahora frágiles. No queda sino volver a analizar la autosucesión. Todos
los sondeos indican que Cristina Kirchner no obtendrá los dos tercios del
Congreso que necesita la reforma constitucional. Pero ¿realmente esa reforma le
es indispensable para retener el poder? No se trata de soñar con la inesperada
expansión de Máximo ni de imaginar jornadas épicas en las calles ni de llevar a
cabo la instauración de una nueva institucionalidad. Todo puede ser más fácil.
Véase lo que hizo Vladimir Putin, el principal dirigente de
la Rusia postsoviética. Tras cumplir dos períodos presidenciales (2000-2008),
no pudo acceder a un tercero por razones constitucionales. Pidió entonces a uno
de sus más íntimos colaboradores, Dimitri Medvedev, que fuera el candidato del
partido de ambos a la presidencia. Medvedev aceptó y ganó. Y designó primer
ministro (un cargo no electivo) a Putin. En 2012 Putin volvió a la presidencia.
La escena se ilumina con nitidez. En 2015 Cristina tiene, en
principio, dos opciones: puede no presentarse a nada, o bien puede aceptar una
candidatura testimonial en la provincia de Buenos Aires, acompañando en ambos
casos a una fórmula del tipo de "soldados fieles", como Boudou-Alicia
Kirchner (Boudou debería mejorar un poco). Una vez ganada la elección, Cristina
dimite a cualquier otro cargo y asume como jefa de Gabinete, con amplia
delegación de funciones. El "efecto Putin" vuelve inútil la reforma.Y
a esperar 2019.
No habría nada ilegal; sólo una pequeña contravención ética.
Y el aviso a los opositores de que el "no" a la reforma es bueno para
sumar voluntades, pero no impide la eternización populista. Sólo la impediría
-seamos realistas- una improbable pero no imposible victoria de una coalición
opositora en las elecciones de 2015.
© La Nación
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