sábado, 5 de enero de 2013

Gobierno a la parrilla

El acto cárnico de Alak surge como otra muestra del choque del relato oficial ante la realidad de los hechos. ¿Hasta dónde llegarán?

Por Carlos Ares

Faltaba esto. Pero era de esperar. Si el relato del presente nos divide, nos parte al medio y nos vuelve irreconciliables, la sencilla discusión sobre los hechos actuales, los cotidianos, los de todos los días, los que saltan a la vista –Boudou y sus socios; Vandenbroele y los siete millones de “comisión” que le pagó el gobernador de Misiones, Gildo Insfrán; Gerardo Martínez, el secretario general de la Uocra que era informante de la dictadura, sonriendo en la foto con Ella; Schoklender y los “sueños compartidos” con Hebe de Bonafini; Felisa Miceli; los 51 muertos que mataron la corrupción y sus cómplices en la estación de Once–, si tanto nos cuesta aceptar que criticar no es negar, que reclamar no es golpear y que denunciar los negocios privados con dinero público y la mentira es parte del juego democrático del que participan los medios, era inevitable llegar a enfrentarnos a morir con la muerte por el relato de la historia.

Allí, en el único lugar donde podíamos mirarnos a los ojos y callar, allí donde debíamos llorar en silencio para siempre, hicimos un asadito, tomamos un vino y nos quedamos a la espera de agarrarnos en la sobremesa.

 Nadie imaginaba tanto.

Que llegaríamos a saltar todos los límites y a cometer crimen sobre crimen. A despedazar cuerpos que ni siquiera están para enarbolar los restos de lo que nos quedaba de ellos como símbolos de victoria. ¿Victoria sobre qué, sobre quién? ¿O necesitan apoderarse de la militancia de los desaparecidos, de sus ideales, de sus luchas, porque no tienen nada para contar de las propias? ¿Qué hacías en la dictadura, Cristina? ¿Qué hacías, Néstor? ¿Y en el menemismo? ¿Quién consagró a Menem como “el mejor presidente de la historia”? ¿Qué hacías en el menemismo, Alak? ¿Y Verbitsky? ¿Y los jefes de las organizaciones? ¿Cuándo van a hacer la autocrítica que prometieron, cuándo van a aceptar la responsabilidad política de haber mandado a cientos de jóvenes a morir en lo que llamaron “la contraofensiva”? ¿Quién alertó a los asesinos?

Vencedores vencidos, cantan Los Redondos.

Teníamos, tenemos todos, de los desaparecidos, como sociedad, su recuerdo, sus fotos, sus sonrisas, sus ideales, todo lo bueno que de ellos nos quedaba, nos queda.

Porque aun cuando podríamos seguir escribiendo libros, ensayos, investigaciones, discutiendo sus ideas y depreciando a sus jefes, así como también continuamos todavía el debate sobre los que murieron en el exilio, en el olvido, en la ignorancia, de odio o de extrema pasión, ellos –los secuestrados, encapuchados, tabicados, violados, torturados, los “trasladados”, los arrojados vivos al mar– eran, son, como aquellos otros, como todos nuestros muertos, parte de nosotros.

Eso es lo que nos está costando reconocer y aceptar: que todos somos los otros de nosotros.

Pero ahí están, pueden verlos, soberbios ahora, siguen ahí quienes creen que el poder que ostentan y construyen el presente tienen además la autoridad para recrear el pasado a su imagen y semejanza. Debe ser seguramente el efecto que causa la sobredosis de palabras pagadas a mercenarios que ejercen de periodistas, de aplausos, de himnos escritos a la propia gloria. Un delirio tremendo en el que se suspende el tiempo, se niega la muerte, la responsabilidad política, y todos se ven a sí mismos iluminados y eternos.

Hacer silencio en lo que fue el centro clandestino de detención más grande, más feroz y sanguinario de la dictadura, no quiere decir callar. Nada denunciaba, acusaba y señalaba más a los criminales que las marchas en silencio que iniciaron las Madres alrededor de la pirámide de la Plaza de Mayo en 1978.

Nada, ninguna palabra ni acción violenta fue más eficaz que las marchas del silencio organizadas en Catamarca para exigir que se esclareciera el crimen de María Soledad Morales en los años 90. Cayeron los asesinos y también el gobierno de los Saadi, que los encubría.

A la sede de lo que fue la Escuela de Mecánica de la Armada, como a Auschwitz, como a todos los lugares donde cada uno tiene sus muertos, se va a sentir y a recordar. No hay otra razón ni uso que se justifique.

La vida se celebra afuera, en la solidaridad y en los cuerpos de los que están y en memoria de los que no.

Es inútil que intenten ir por toda la historia.

Somos parte, no todo. Somos los otros de los otros. Respeten, al menos, el silencio de los que deciden mirar y callar.

O los verán venir; a los muertos y a los vivos que están hartos ya de tanto padecer, de tanto abuso, de tanto dolor, a todas las víctimas de todo, a sus familiares, los verán venir con su silencio en marcha.

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