Por Roberto García |
Baladronada o no, habrá que esperar hasta el martes para
saber el destino del multimedios. Fecha que, claro, nació como consecuencia de
la presunta crisis que se vivió en Olivos el pasado jueves luego de que dos
jueces decidieran extender la cautelar pedida por Clarín hasta que otro
magistrado determine la inconstitucionalidad o no de dos artículos de la Ley de
Medios.
En rigor, 72 horas antes Cristina ya había sido advertida
por el acto de la Cámara, de ahí que el fallo no fuera una sorpresa, y si en la
residencia hubo clima lúgubre, desencajado, obedeció más a la difusión de la
medida que a la novedad del episodio. Como si fuera cierto que los hechos –como
suele señalarlo el relato oficialista– ocurren sólo cuando son publicados.
No fue la única mala noticia que le marcaron: también le
advirtieron que futuras decisiones judiciales, a pesar de ser favorables, le
reconocerán a Clarín extensiones temporales para adaptarse a la norma.
Demasiado tardío el informe, por lo menos a tan pocas horas del 7D, como si
esas alternativas no hubiesen sido consideradas antes de lanzar y empecinarse
con el zarandeado y costoso proceso, esa jornada que de histórica pasó a
devaluarse y que, hasta ahora, sólo mostró penosa improvisación, falta de
idoneidad profesional y un voluntarismo rayano en la ceguera. Casi como la
derivación política del caso: lo que empezó como una vulgar disputa por
negocios (con la telefonía y Telecom en el medio), patrimonial, avanzó luego en
porfías personales, de sectores, causas sagradas que involucraron a nuevos e
impensados participantes y, en el colmo del desvarío, finalizaron con un
conflicto institucional entre el Ejecutivo y el Poder Judicial. Como si
quedarse con un canal más o menos fuera igual que el asesinato del archiduque
de Austria que originó la Primera Guerra Mundial.
Hoy Cristina aparece enfrentada con Ricardo Lorenzetti, a
quien le imputan deseos presidenciales superiores al que tiene en la Corte
(Carlos Kunkel dixit, entre otros). Y también confronta con la mayoría de los
integrantes del cuerpo, a muchos de los cuales su esposo designó (habrá que
recordar que antes de Néstor Kirchner, que se llevó la autoría, fue Eduardo
Duhalde quien fulminó a la Corte menemista, y si fracasó en el intento de
voltearla se debió a que pretendió reemplazar todo el instituto en lugar de
echar a unos y mantener a otros, como hizo el gradualista santacruceño). Una
curiosidad asombrosa esta nueva reyerta, en la que unos son denunciados por
hacer política o servir a ciertos intereses y éstos, a su vez, estiman que el
Gobierno sólo desea establecer una justicia propia, sectaria.
Parece un mal final para gente que empezó tan bien.
La Presidenta no discrimina: también pelea con las cámaras
no alineadas en su proyecto, y si al principio objetó a varios integrantes,
luego intentó separarlos en bloque. Hasta ahora no logró el objetivo y, al
margen de la solidaridad corporativa que hizo brotar entre los magistrados,
generó otra consecuencia indeseable: convirtió a los posibles sucesores, a los
camaristas de otros fueros que eventualmente heredarían los casos, en
felpudistas y funcionales servidores del Gobierno. No fue el único daño.
También descendió a litigar con un veterano juez, trató de indecente a
Francisco de las Carreras, quiso desplazarlo por un viaje de dudosa filiación
como única mácula en toda su carrera cuando, en el fuero, todo el mundo sabe
que tuvo la dignidad un día de arrancar la chapa de Poder Judicial de su
automóvil para no compartir privilegios con otros colegas en los primeros
escándalos de la Justicia.
Quizás ocurra que Ella se ha aventurado a disciplinar lo que
cree que está de-sordenado. O lo que no le responde, como sí tantos otros
jueces (citar a Oyarbide sería una obviedad). Aunque también puede suponerse
que se haya envenenado con razón por el uso y el abuso que Clarín ha hecho de
las cautelares. Una herramienta que, en nombre del Derecho, en muchos casos ha
servido para no aplicarlo.
Ella conoce el tema por la jactancia de empresarios de su
cercanía, de por lo menos tres grupos que la rodean y asisten, que han
sobrevivido económicamente por utilizar –casi burlándose del espíritu de la
norma– la herramienta de las cautelares como mecanismo dilatorio de la
Justicia.
Es cierto que Clarín copió a estos grupos, que saca ventaja
de estas herramientas judiciales y que ayudó a instalar lo que Cristina llama
“Estado cautelar” o “patria cautelar”. Pero los propietarios intelectuales de
esas maniobras, curiosamente, están a su lado, son productos de la picaresca de
un estado judicial que no se emprolija con advenedizos, publicistas o
cantantes. Nunca, así, habrá un 7D.
© Perfil
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