jueves, 20 de diciembre de 2012

Contradicciones y desvaríos en el país de los fierros

Por Álvaro Abós
El 25 de mayo de 1989 fui a la Plaza de los dos Congresos. Se inauguraba el último período de sesiones legislativas de la presidencia de Raúl Alfonsín. En las elecciones del 14 de mayo había triunfado Carlos Menem contra el candidato radical, Eduardo Angeloz. Menem debía asumir el 10 de diciembre, pero la transición se adelantó y finalmente el riojano se instaló en la Casa Rosada el 8 de julio. Aquel 25 de mayo, cuando Alfonsín, el derrotado, llegaba para pronunciar su último discurso ante la Legislatura nacional, la plaza estaba desierta. Ni siquiera fueron los más fieles partidarios del hombre de Chascomús. Allí, bajo la tenue llovizna del otoño porteño, un granadero, un vendedor de banderitas y yo vimos llegar la limusina negra que subió por la rampa. Sólo había silencio, ausencia.

Seis años antes todo había sido entusiasmo, esperanza, festejo. Durante sus últimas jornadas en el poder, Alfonsín ya no pudo trazar grandes planes, tuvo que gestionar lo cotidiano. Ya vivía en la historia más que en el presente. Y vivir en la historia no es para todos. El último tramo de un gobierno que se acaba es un páramo. Lo abandonan los oportunistas, se disuelve la parafernalia que acompaña el poder.

Alfonsín volvió al llano, vivió con austeridad, retomó su vida política. Tuvo momentos buenos (cuando sufrió un accidente de auto, la sociedad demostró cuánto lo quería) y momentos cuestionados (el pacto de Olivos, que firmó con Menem). Finalmente, Alfonsín se murió y ahora será el tiempo, ese rostro impenetrable que llamamos historia, quien dirá la palabra final, con la ambigüedad que lo caracteriza, sobre el hombre, el político y su época.

Hoy la Presidenta parece que no acepta este futuro inevitable y se revuelve, desasosegada, contra él. Declaró una batalla final, el 7-D, en la que involucró a todo el gobierno y a sus seguidores en un hecho que no dependía de ella ni de los espacios que maneja. Tal como está planteada en este momento, la reforma al régimen de la concesión y explotación de los medios audiovisuales (ley de prensa) se ha judicializado, convirtiéndose en un galimatías jurídico.

¿Era inevitable? No tengo respuesta. Quizás lo fuera. En todo caso, el Gobierno pretendió lo imposible: transformar la disputa técnico-legal en una epopeya popular. Convertir bizantinas discusiones especializadas en una cruzada. Lo que debió ser una cirugía sobre los privilegios de ciertos multimedios fue convertido por el Gobierno en una batalla darwiniana por la supervivencia. El grupo Clarín se abroqueló en su diario emblema. Pero las batallas a todo o nada son peligrosas, porque si el adversario sobrevive, si no es eliminado de entrada, se fortalece. Lo decían nuestros abuelos: lo que no mata, engorda. El diario Clarín, como portaaviones del grupo, tendrá muchos defectos, pero no se puede desconocer que además de ser un diario es ya un hábito porteño. Cada día, en esa urna que es el quiosco, Clarín sobrevive airosamente, aun cuando, como todos los diarios del mundo, vive en un momento de crisis en el que se duda sobre la supervivencia del formato en sí.

La demonización de Clarín mostró los estragos que produce el sectarismo. Quisieron aplastarlo sin asumir una vieja lección de Napoleón: "No se puede luchar bien contra algo que no se conoce". En su búsqueda frenética de enemigos con los que confrontar, eligieron un diario sin advertir que un diario no es sólo su dueño ni sus gerentes, sino también sus lectores. Este error garrafal quedó a la vista cuando murió el talentoso Caloi. El dibujante era kirchnerista y a la vez un gran artista popular, por lo cual los elogios que le dispensó el oficialismo eran justos. Pero, al mismo tiempo, en ellos se ocultó que la realización plena de Caloi no podía desgajarse del diario a través del cual pudo crear sus personajes devenidos en mitos urbanos.

Quizá pensó Cristina que nadie soportaría la magnitud de las presiones que desató el Gobierno contra los jueces que intervinieron en el asunto Clarín. La obsesión y el desmesurado personalismo de la Presidenta la conducen a veces al desvarío ¿Cómo se puede comparar a la Corte Suprema que en 1930 convalidó un golpe de Estado con esta Corte que se limita a revisar la constitucionalidad de una ley? Si se le niega esta función al Poder Judicial, ¿para qué existe? ¿Cómo se puede abaratar la disputa entre el Gobierno y los jueces al lenguaje cloacal que usó Abal Medina?

El kirchnerismo es una construcción política vertical, que depende de una jefatura personalizada y sin recambios. Por lo tanto, le es indispensable la re-reeleción. Pero para conseguirla necesita ganar las elecciones parlamentarias de 2013 por cifras muy amplias. No parece ir por buen camino si un día se pelea con la clase media, al día siguiente con los sindicatos, luego con los jubilados, a los que insulta llamándoles buitres y caranchos, y, tras denigrar a los maestros, finalmente sataniza a los jueces que integran un Poder Judicial que hasta ayer nomás era uno de los más preciados floreros de este mismo gobierno.

El oficialismo vive contando sus virtudes. Machaca con lo que ha hecho bien: reivindicó los derechos humanos, juzgó a los militares genocidas. Otorgó la asignación por hijo. Terminó con la indignidad de la anterior Corte Suprema, en la que el presidente Menem había colocado a incondicionales, entre ellos su propio socio en un estudio jurídico. Néstor Kirchner nombró a jueces prestigiosos e inmediatamente se vanaglorió de esa Corte, decisión que todos los opositores le reconocíamos. Ahora resulta que porque esos juristas probos no quieren seguir los pasos que personalmente les marca Cristina, han pasado de ser hombres y mujeres probos a ser destituyentes y alzados, poco menos que forajidos.

El Gobierno a veces actúa como si la reforma constitucional que propone el kirchnerismo inspirado por Laclau ya se hubiera consumado. Olvida que esa reforma anhelada, sobre todo porque daría vía libre el reelecionismo eterno, aun no existe. Aún vivimos en la Constitución de 1853, reformada en 1994. Por lo tanto, aún rige la división de poderes y está en vigencia la libertad de expresión.

El Gobierno no puede impedir que el Poder Judicial lo limite. Habrá muchos jueces que se intimiden ante las presiones y consientan, pero otros no lo hacen. Los jueces no viven en un invernadero, son seres de carne y hueso y si por eso son débiles (o humanos) también escuchan las voces de la sociedad, y no son inmunes al debate, aunque se desempeñen en un mundo, el del derecho, altamente abstracto.

El oficialismo quiso construir con la imagen de Thomas Poole Griesa un estereotipo de juez: un anciano retrógrado y cruel, un punto sádico. Pero esa imagen pesadillesca tenía una finalidad persecutoria. Estaba destinada a asustar a jueces reales, que en muchos casos no tienen nada que ver con el provecto magistrado del estado de Nueva York. El Gobierno terminó encerrado en sus prejuicios sobre ese Frankenstein judicial que había creado. Los impresentables jueces tucumanos que fallaron el caso de Marita Verón no fueron presentados como lo que son, una excrecencia del feudalismo provinciano, columna vertebral del kirchnerismo, sino como una representación genérica de la justicia argentina.

La reforma a los espacios audiovisuales podría ser acompañada por una mayoría social en la medida que la sociedad se convenciera de que se la aplica con buena fe. Pero el Gobierno pretende golpear con ella en el cuerpo de un multimedios que, oh casualidad, hoy es crítico del poder.

Entonces nace la sospecha. En la Argentina, país tantas veces defraudado, la sospecha es como el aire que se respira. Esas casualidades no pueden pasar inadvertidas.

Era inevitable que los perjudicados alegaran amenaza a la libertad de expresión. Asi se entabla un diálogo de sordos. Es cierto que en la Argentina, con límites, rige la libertad de expresión Pero el Gobierno no puede jactarse de eso. ¡Bueno fuera! La libertad de expresión es un derecho que conquistamos todos los argentinos, pagando muy caro por ello. Nadie puede proclamar que esa libertad es una concesión graciosa, ni jactarse por ella. El Gobierno es esclavo de esa libertad, y su función como Estado es preservarla, aunque beneficie a sus adversarios.

Lo demás es astucia, esa módica virtud argentina en la que Néstor Kirchner tanto se destacaba, al parecer sin dejar una descendencia a su altura.

© La Nación

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