Por Álvaro Abós |
Seis años antes todo había sido entusiasmo, esperanza,
festejo. Durante sus últimas jornadas en el poder, Alfonsín ya no pudo trazar
grandes planes, tuvo que gestionar lo cotidiano. Ya vivía en la historia más
que en el presente. Y vivir en la historia no es para todos. El último tramo de
un gobierno que se acaba es un páramo. Lo abandonan los oportunistas, se
disuelve la parafernalia que acompaña el poder.
Alfonsín volvió al llano, vivió con austeridad, retomó su
vida política. Tuvo momentos buenos (cuando sufrió un accidente de auto, la
sociedad demostró cuánto lo quería) y momentos cuestionados (el pacto de
Olivos, que firmó con Menem). Finalmente, Alfonsín se murió y ahora será el
tiempo, ese rostro impenetrable que llamamos historia, quien dirá la palabra
final, con la ambigüedad que lo caracteriza, sobre el hombre, el político y su
época.
Hoy la Presidenta parece que no acepta este futuro
inevitable y se revuelve, desasosegada, contra él. Declaró una batalla final, el
7-D, en la que involucró a todo el gobierno y a sus seguidores en un hecho que
no dependía de ella ni de los espacios que maneja. Tal como está planteada en
este momento, la reforma al régimen de la concesión y explotación de los medios
audiovisuales (ley de prensa) se ha judicializado, convirtiéndose en un
galimatías jurídico.
¿Era inevitable? No tengo respuesta. Quizás lo fuera. En
todo caso, el Gobierno pretendió lo imposible: transformar la disputa
técnico-legal en una epopeya popular. Convertir bizantinas discusiones
especializadas en una cruzada. Lo que debió ser una cirugía sobre los
privilegios de ciertos multimedios fue convertido por el Gobierno en una
batalla darwiniana por la supervivencia. El grupo Clarín se abroqueló en su
diario emblema. Pero las batallas a todo o nada son peligrosas, porque si el
adversario sobrevive, si no es eliminado de entrada, se fortalece. Lo decían
nuestros abuelos: lo que no mata, engorda. El diario Clarín, como portaaviones
del grupo, tendrá muchos defectos, pero no se puede desconocer que además de
ser un diario es ya un hábito porteño. Cada día, en esa urna que es el quiosco,
Clarín sobrevive airosamente, aun cuando, como todos los diarios del mundo,
vive en un momento de crisis en el que se duda sobre la supervivencia del
formato en sí.
La demonización de Clarín mostró los estragos que produce el
sectarismo. Quisieron aplastarlo sin asumir una vieja lección de Napoleón:
"No se puede luchar bien contra algo que no se conoce". En su
búsqueda frenética de enemigos con los que confrontar, eligieron un diario sin
advertir que un diario no es sólo su dueño ni sus gerentes, sino también sus
lectores. Este error garrafal quedó a la vista cuando murió el talentoso Caloi.
El dibujante era kirchnerista y a la vez un gran artista popular, por lo cual
los elogios que le dispensó el oficialismo eran justos. Pero, al mismo tiempo,
en ellos se ocultó que la realización plena de Caloi no podía desgajarse del
diario a través del cual pudo crear sus personajes devenidos en mitos urbanos.
Quizá pensó Cristina que nadie soportaría la magnitud de las
presiones que desató el Gobierno contra los jueces que intervinieron en el
asunto Clarín. La obsesión y el desmesurado personalismo de la Presidenta la
conducen a veces al desvarío ¿Cómo se puede comparar a la Corte Suprema que en
1930 convalidó un golpe de Estado con esta Corte que se limita a revisar la
constitucionalidad de una ley? Si se le niega esta función al Poder Judicial,
¿para qué existe? ¿Cómo se puede abaratar la disputa entre el Gobierno y los
jueces al lenguaje cloacal que usó Abal Medina?
El kirchnerismo es una construcción política vertical, que
depende de una jefatura personalizada y sin recambios. Por lo tanto, le es
indispensable la re-reeleción. Pero para conseguirla necesita ganar las
elecciones parlamentarias de 2013 por cifras muy amplias. No parece ir por buen
camino si un día se pelea con la clase media, al día siguiente con los
sindicatos, luego con los jubilados, a los que insulta llamándoles buitres y
caranchos, y, tras denigrar a los maestros, finalmente sataniza a los jueces
que integran un Poder Judicial que hasta ayer nomás era uno de los más
preciados floreros de este mismo gobierno.
El oficialismo vive contando sus virtudes. Machaca con lo
que ha hecho bien: reivindicó los derechos humanos, juzgó a los militares
genocidas. Otorgó la asignación por hijo. Terminó con la indignidad de la
anterior Corte Suprema, en la que el presidente Menem había colocado a
incondicionales, entre ellos su propio socio en un estudio jurídico. Néstor
Kirchner nombró a jueces prestigiosos e inmediatamente se vanaglorió de esa
Corte, decisión que todos los opositores le reconocíamos. Ahora resulta que
porque esos juristas probos no quieren seguir los pasos que personalmente les
marca Cristina, han pasado de ser hombres y mujeres probos a ser destituyentes
y alzados, poco menos que forajidos.
El Gobierno a veces actúa como si la reforma constitucional
que propone el kirchnerismo inspirado por Laclau ya se hubiera consumado.
Olvida que esa reforma anhelada, sobre todo porque daría vía libre el
reelecionismo eterno, aun no existe. Aún vivimos en la Constitución de 1853,
reformada en 1994. Por lo tanto, aún rige la división de poderes y está en
vigencia la libertad de expresión.
El Gobierno no puede impedir que el Poder Judicial lo
limite. Habrá muchos jueces que se intimiden ante las presiones y consientan,
pero otros no lo hacen. Los jueces no viven en un invernadero, son seres de
carne y hueso y si por eso son débiles (o humanos) también escuchan las voces
de la sociedad, y no son inmunes al debate, aunque se desempeñen en un mundo,
el del derecho, altamente abstracto.
El oficialismo quiso construir con la imagen de Thomas Poole
Griesa un estereotipo de juez: un anciano retrógrado y cruel, un punto sádico.
Pero esa imagen pesadillesca tenía una finalidad persecutoria. Estaba destinada
a asustar a jueces reales, que en muchos casos no tienen nada que ver con el
provecto magistrado del estado de Nueva York. El Gobierno terminó encerrado en
sus prejuicios sobre ese Frankenstein judicial que había creado. Los
impresentables jueces tucumanos que fallaron el caso de Marita Verón no fueron
presentados como lo que son, una excrecencia del feudalismo provinciano,
columna vertebral del kirchnerismo, sino como una representación genérica de la
justicia argentina.
La reforma a los espacios audiovisuales podría ser
acompañada por una mayoría social en la medida que la sociedad se convenciera
de que se la aplica con buena fe. Pero el Gobierno pretende golpear con ella en
el cuerpo de un multimedios que, oh casualidad, hoy es crítico del poder.
Entonces nace la sospecha. En la Argentina, país tantas
veces defraudado, la sospecha es como el aire que se respira. Esas casualidades
no pueden pasar inadvertidas.
Era inevitable que los perjudicados alegaran amenaza a la
libertad de expresión. Asi se entabla un diálogo de sordos. Es cierto que en la
Argentina, con límites, rige la libertad de expresión Pero el Gobierno no puede
jactarse de eso. ¡Bueno fuera! La libertad de expresión es un derecho que
conquistamos todos los argentinos, pagando muy caro por ello. Nadie puede
proclamar que esa libertad es una concesión graciosa, ni jactarse por ella. El
Gobierno es esclavo de esa libertad, y su función como Estado es preservarla,
aunque beneficie a sus adversarios.
Lo demás es astucia, esa módica virtud argentina en la que
Néstor Kirchner tanto se destacaba, al parecer sin dejar una descendencia a su
altura.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario