Por Alfredo Leuco |
Se trata de un trabajo que coloca en el
“ágora”, como le gusta decir a él, un debate que hierve casi clandestinamente
entre los cuadros con más historia dentro del peronismo. Son los que apoyan con
toda lealtad a Cristina, pero ven con preocupación el creciente sectarismo de
la Presidenta y el consecuente desembarco como funcionarios de jóvenes que en muchos casos tienen como
única virtud la de pertenecer a la agrupación que lidera (¿) Máximo Kirchner.
Nadie podría acusar a Wainfeld de ser un gorila
destituyente. Todo lo contrario, es uno de los analistas que mejor defienden al
Gobierno porque se permite ciertas disidencias aunque sean escritas con
prudencia, algún eufemismo y sin responsabilizar jamás a Cristina de esas
fallas. De hecho, cuando señala a los autores materiales del “discurso extremo
y los errores de diagnóstico” apunta a “ciertos bastiones oficialistas” que no
comprenden que “a veces la épica o la voluntad de hacerse cargo de conflictos
inherentes a la lucha política se confunde con carecer de aptitudes para la
negociación, la articulación, los canjes lícitos. O de ciertas destrezas más
sutiles, como trabajar a los adversarios por líneas internas. En ciertos
bastiones oficialistas se lee eso como fuerza, cuando puede ser una debilidad o
una falta de ductilidad, cuando menos”.
La columna funciona como un resumen de lo que pude recoger
hablando con peronistas que no descubrieron a Perón hace cinco minutos, como
Amado Boudou o Beatriz Rojkés, quienes sólo le han aportado dolores de cabeza
al Gobierno y que fueron designados por la propia Cristina en los dos lugares
institucionales más importantes abajo de ella. Cristina carece de olfato para
elegir a sus colaboradores. Tal vez su mayor pecado sea privilegiar demasiado
la obsecuencia por sobre los méritos.
Wainfeld, en su estilo prudente, también se mete con los
cambios de gabinete que en voz baja muchos kirchneristas reclaman. Dice el
periodista que “quizá sea el momento de analizar si es necesario renovar
elencos, manejar más recursos políticos”.
Es curioso pero es posible encontrar este pensamiento
crítico en ambas orillas. Los que están afuera del kirchnerismo y fueron
ministros como Roberto Lavagna, Alberto Fernández o Alberto Iribarne piensan
parecido a los que callan porque están adentro: Carlos Tomada, Florencio
Randazzo, Julián Domínguez. Jamás lo dirán, pero todos ellos, genéticamente
peronistas, se sienten más cerca entre sí que con los recién llegados de La
Cámpora o sapos de otro pozo como Héctor Timerman o ex funcionarios de la
Alianza, como Nilda Garré y Juan Manuel Abal Medina. La clave, por ahora
indescifrable, es por qué Cristina confía más en los amigos de sus hijos que en
esos dirigentes históricos. Y la gran pregunta es si a medida que se acercan
las elecciones de medio tiempo, finalmente con pragmatismo, va a abrir sus
puertas para todos o va a profundizar el aislamiento.
Mario Wainfeld en su nota pone como ejemplo a uno de ellos.
Rescata “la vocación de diálogo” de Julián Domínguez y “una capacidad de
contactarse con el adversario no siempre visible en el oficialismo”. Recuerda
los elogios de sus pares a la hora de reelegirlo al frente de la Cámara de
Diputados y las buenas relaciones que supo tejer con los productores
agropecuarios cuando fue ministro del área, después de la guerra de la 125. Eso
no lo convierte en un traidor a Cristina ni en un kirchnerista de paladar
negro, es según el columnista “un conservador popular con agenda actualizada”.
La columna desborda observaciones críticas (siempre
respetuosas y en lenguaje casi académico) ya planteadas por otros periodistas
(tal vez en forma más insolente y descarnada),
fusilados mediáticamente por el aparato propagandístico K.
La rigidez dogmática, la desmesura épica que pretende
ocultar ineficiencias y actos de corrupción, la falta de cintura para cortar
menos grueso en los conflictos y aislar a los grupos minoritarios (como los de
Cecilia Pando, por ejemplo) son situaciones que siempre estuvieron en el ADN
peleador de Néstor, pero que Cristina elevó a la enésima potencia y lo
transformó en goles en contra. La Presidenta pierde el rumbo porque no encuentra
la única respuesta que la tranquilizaría, que es la manera de autosucederse en
el poder. Su furia, muchas veces sólo le sirvió para unir en la otra vereda lo
que estaba dividido: Magnetto y Lanata; Moyano y Patricia Bullrich (en la mesa
de diputados esta semana); Biolcati y Buzzi; Barrionuevo y Micheli (en la
marcha que viene), Binner y Macri (el lunes en la UCR); y hasta Majul y
Wainfeld, cuando en su nota dice que “la demanda del titular de la AFIP,
Ricardo Echegaray, contra los periodistas Matías Longoni y Luis Majul es algo
peor que un error de manejo. Es una conducta intolerable e incongruente en un
gobierno que despenalizó las calumnias e injurias”.
La mirada de Wainfeld es un buen termómetro de lo que está
ocurriendo en las entrañas del peronismo, dentro y fuera del poder. Planteó que
“no todos los que pararon el 20 de noviembre ‘son’ Hugo Moyano o Luis
Barrionuevo o Gerónimo Venegas. No todos sus reclamos son absurdos, no todos
son irrecuperables políticamente. Tratarlos de ese modo, así fuera en el
discurso, resta en vez de sumar”.
Todos los caminos conducen a Roma. O a ese empeño en
achicarse con alegría que suele exhibir el oficialismo. Los convencidos, o las
minorías intensas, sirven para potenciar la mística, pero no para ganar
elecciones y menos para administrar un gobierno. El infantilismo revolucionario
ya parió un fracaso generacional feroz y una tragedia horrorosa. En la
legendaria revista Unidos, que dirigía Chacho Alvarez, el mismo Mario Wainfeld
(ambos de la JP Lealtad, en su momento) escribió en diciembre de 1985 que los
Montoneros se fueron del peronismo “porque al pasar a la clandestinidad, el 6 de septiembre de 1974, abandonaron la
lucha de masas para convertirse en un movimiento elitista que no representaba a
los sectores populares”. La misma soberbia pero sin armas.
© Perfil
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