Por Enrique Szewach |
Los populismos económicos sólo pueden ser exitosos
transitoriamente. Estos esquemas tienen que introducirse en momentos de buenos
stocks acumulados y “colchones” de todo tipo y lograr que, por limitaciones
constitucionales, alguna catástrofe o alguna nefasta alteración del orden
institucional, sean interrumpidos antes de que los stocks se agoten y los
colchones desaparezcan. Cuando los períodos populistas se prolongan demasiado,
tarde o temprano se encuentran con el dilema de cambiar o fracasar.
A ese dilema se enfrentó el Gobierno hacia fines de
2011, cuando quedaron a la intemperie la
mayoría de los problemas acumulados. El sector energético explicitaba su decadencia,
después de años de mala política, con precios artificialmente bajos, que
desincentivaron la oferta, cambiaron el signo de la balanza comercial de
combustibles pasando a un violento déficit e hicieron explotar el gasto
público, por el mecanismo de subsidios, para financiar la generación y
distribución, mientras, paradójicamente, se llevaba a la quiebra a la mayoría
de los participantes del sector. También quedó claro, lamentablemente con 52
muertos, el agotamiento del stock vinculado a transporte público, y a
infraestructura de todo tipo. El colchón cambiario y salarial –que durante años
disimuló la baja competitividad de la economía argentina– desapareció, no sólo
de la mano de un ajuste del tipo de cambio debajo de la inflación y de aumentos
salariales bien por encima de dicha tasa y no siempre en línea con mejoras de
productividad, sino porque las monedas
regionales frenaron su apreciación. Lo mismo sucedió con la capacidad
productiva de vastos sectores, ya en su techo.
Frente a esta encrucijada se prefirió la profundización y no
el cambio. La respuesta a la crisis energética, fue la estatización de YPF, y
una confusa política de marchas y contramarchas en una mezcla aleatoria de más
intervencionismo por y más precio en algunos temas marginales, e indefinición
creciente en torno al quebrado sector eléctrico que sigue siendo emparchado,
coyunturalmente. Lo mismo ocurre con la infraestructura en general, se hace lo
muy urgente, muy poco de lo importante, lento y mal.
La respuesta a los problemas de competitividad sistémica,
fue el cierre de la economía, que sirvió
tanto para juntar los dólares que se requieren para importar energía y pagar
deuda externa, como para darles mercado y rentabilidad a los que no podían
competir con las importaciones, en algunos casos exageradamente, con un escandaloso costo fiscal y para los
consumidores. Los exportadores “no soja”, en cambio, fueron los claros
perdedores del sector externo. Los problemas fiscales, por su parte, se enfrentaron
con otra mezcla extraña de “ajuste” trasladado a las provincias y a ciertos
programas asistenciales, más presión impositiva, y más impuesto inflacionario
que, para poder cobrarlo en su plenitud y reducir los efectos secundarios de la
inundación de pesos, llevaron a la épica de la “pesificación cultural”, que
prohibió atesorar dólares, pero que frenó también cualquier ingreso posible:
les impidió a los argentinos repatriar sus ahorros.
Ninguna de estas medidas es la “solución” al fracaso
populista. Al contrario, más allá de mejoramientos transitorios, de cambios
marginales positivos en algunos rubros, y que una mejor cosecha y un Brasil más
dinámico, ayuden en 2013, este intento por prolongar artificialmente la vida a
un modelo que hace rato terminó, consolida un escenario de crecimiento mediocre
que convierte a la política económica en simple divisora de la sociedad entre
pagadores netos y cobradores netos. Con cada vez más de los primeros y menos de
los segundos.
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