viernes, 23 de noviembre de 2012

Políticos en un país diferente

Por James Neilson (*)
Como un globo de dimensiones imponentes que, para angustia de sus tripulantes, está perdiendo aire con rapidez desconcertante, el cristinismo podría caer a tierra bien antes de acercarse al final previsto del trayecto. Para mantenerlo a flote, el oficialismo necesitaba contar con la ilusión de la re-re, ya que en el inhóspito mundillo político nacional suele ser triste el destino de los patos rengos, pero últimamente se ha difundido la casi certeza de que el reinado de Cristina no podrá eternizarse. Si bien algunos quisieran convencerse de que no es así, que la gente pronto se dará cuenta de que sería un error mayúsculo tratar de prescindir de los servicios de la presidenta actual, los diversos integrantes de la clase política se saben obligados a adaptarse a una situación muy distinta de la que existía hace apenas medio año.

El paro del martes pasado, organizado por sindicalistas que se han alzado en rebelión contra un gobierno que los trata con desprecio altanero, habrá encendido muchas luces de alarma en el cuartel general de la presidenta, pero, como ya es su costumbre, procuró ningunearlo, como si a su juicio sólo se trataba de un apriete mafioso insignificante. En política, los insultos tienen su lugar, pero calificar a los enemigos de turno de “chantajistas” o “buitres” con los que sería inconcebible negociar, es una buena manera de reducir al mínimo el espacio de maniobra propio. Le guste o no le guste a Cristina, no podrá reemplazar el país real de los caceroleros y los sindicalistas despechados por otro poblado casi exclusivamente por la gente de La Cámpora, empresarios aplaudidores y oportunistas serviles.

El poder exagerado que ha conseguido construir el movimiento que se ha formado en torno a la dueña de las llaves de la gran caja nacional no se debe al atractivo del a menudo esperpéntico relato kirchnerista sino a la debilidad de todas las instituciones nacionales, pero de ahora en más dependerá del respeto ajeno por las desdeñadas formalidades burguesas. Para llegar intacto a diciembre de 2015, el gobierno tendrá que salir del aislamiento autoimpuesto que Cristina ha elegido por motivos personales.

Si la Argentina fuera lo que algunos llaman un “país normal”, transcurrirían con placidez relativa los tres año y pico que, conforme a la Constitución vigente, le quedan, pero sucede que, gracias en buena medida a la arbitrariedad kirchnerista, dista cada vez más de ser “normal”.  De optar los muchos adversarios de Cristina por aplicar una versión propia del “estilo K”, subordinando todo a sus intereses inmediatos sin preocuparse del todo por el bienestar del conjunto o por los engorrosos detalles jurídicos, al gobierno le resultaría muy difícil sobrevivir a las tormentas que se las ha arreglado para desatar. Como reza el refrán, quien siembra vientos recoge tempestades.

En un país de instituciones fuertes, un gobierno cuya legitimidad de origen es indiscutible podría darse el lujo de tratar los cacerolazos multitudinarios, los paros gremiales como el del martes pasado y otras expresiones de descontento popular como fenómenos meramente anecdóticos, si bien le convendría asumir una postura conciliadora, dando a entender que comprende muy bien la frustración que tantos sienten. Al fin y al cabo, en Europa es rutinario que las calles y plazas de las ciudades se llenen de manifestantes furibundos que gritan consignas hostiles contra el gobierno local sin que corra peligro el orden constitucional.

Pero la Argentina es diferente. Aquí, el sistema político es crónicamente precario. A menos que el gobierno brinde una impresión de gran fortaleza, podría desintegrarse en un lapso muy breve. ¿Es fuerte el gobierno de Cristina?  Trata de actuar como si lo fuese, pero se ha ampliado tanto la brecha entre lo que intenta hacer y los resultados concretos de su gestión que a menudo parece haberse resignado a simular gobernar, a continuar anunciando medidas supuestamente drásticas aunque sabe que sólo servirán para complicar todavía más la situación en que se encuentra.  Se entiende: el país real se les ha escapado de las manos.

Así las cosas, es natural que los dirigentes políticos más ambiciosos, tanto los peronistas -incluyendo a algunos que militan en el cristinismo-, como los que se imaginan independientes del credo hegemónico, estén mirando el espectáculo con una mezcla de complacencia y preocupación. No pueden hacer mucho porque, a pesar de su experiencia parlamentaria, Cristina es reacia a pactar con grupos que le son ajenos y, de todos modos, nunca presta atención a los consejos de quienes no comparten sus prejuicios particulares, de suerte que se han limitado a aguardar el desenlace del a veces desopilante drama oficial. Hace poco más de un año, muchos opositores suponían que tendrían que soportar la soberbia kirchnerista por un rato muy largo, pero ya tienen motivos para sentirse en vísperas de una etapa que podría resultar caótica. Sin la re-re, el futuro parece aún menos previsible de lo que era el caso cuando muchos creían que sería casi imposible frenar el arrollador avance de los militantes kirchneristas.

¿Cómo reaccionará el grueso de los políticos frente a las tentaciones y los riesgos que están surgiendo?  Aleccionados por la recuperación sorprendente de la imagen pública de Cristina luego del conflicto con el campo, los considerados presidenciables quieren hace gala de su prudencia, pero también saben que la pasividad excesiva podría resultarles contraproducente.

El gobernador cordobés José Manuel de la Sota logró disfrutar de un par de días de estrellato mediático al molestar sobremanera a Cristina y sus fieles hablando de “diálogo” –palabra que en el léxico político actual equivale a un grito de guerra-, y, como un buen neoliberal, opinando que es injusto que los trabajadores tengan que pagar impuestos a las ganancias, principio éste que reivindican con pasión casi revolucionaria el camionero Hugo Moyano y otros sindicalistas. Por su parte, el bonaerense Daniel Scioli ha elegido una estrategia menos frontal, pero aún así alarmó al oficialismo nacional al reunirse con intendentes de las zonas más prósperas -menos indigentes– del conurbano, además de escuchar, con la sonrisa leve que raramente lo abandona, a la gente de La Juan Domingo corear “se siente, se siente, Scioli presidente”. En otras latitudes, a personajes como De la Sota y Scioli no se les ocurriría ocultar su interés en competir un día por el premio máximo de la política nacional, pero en la Argentina monárquica, quienes aluden al tema son tratados por los militantes del oficialismo de turno como traidores destituyentes de instintos golpistas.

Los aspirantes peronistas a suceder a Cristina en la Casa Rosada oscilan entre romper ya con el oficialismo nacional, como ha hecho De la Sota, por suponer que el electorado los premiará por su osadía, y aun cuando entiendan que no les convendría demorar demasiado el lanzamiento de su candidatura, afirmarse leales a más no poder por creer que sería de su interés contar con el aval de la presidenta. Aunque la actitud, a un tiempo cautelosa y especulativa, de Scioli molesta mucho a simpatizantes como Moyano, que preferirían una postura menos humilde, tiene su lógica.

Además de depender, para administrar el distrito absurdamente sobredimensionado y heterogéneo que le ha tocado, de lo que todavía queda en la caja presidencial, Scioli entiende que lo que quiere la mayoría no es una convulsión sociopolítica y económica tremenda sino una transición tranquila, razón por la que se resiste a alzarse en rebelión.  Por lo demás, si bien Scioli es un aliado formal de Cristina, nadie ignora que el ideario que representa es radicalmente distinto del kirchnerista, de suerte que se las ha ingeniado para encarnar en su persona una combinación sui géneris de continuidad y cambio, hazaña que, espera, le permitirá mudarse a la Casa Rosada sin tener que esforzarse demasiado.

Para socialistas como Hermes Binner, radicales como Julio Cobos, Ernesto Sanz y Ricardo Alfonsín, o el jefe de PRO Mauricio Macri, el que tantos den por descontado que el sucesor de Cristina será forzosamente peronista es ingrato pero, mal que les pese, la mayoría se ha habituado a pensar que los únicos capaces de asegurar la gobernabilidad son los compañeros, razón por la que los más beneficiados por los estragos causados por una facción del movimiento suelen ser los integrantes de otra disidente. Puesto que todo hace prever que el eventual sucesor de Cristina encontrará un país en que sea necesario algo más que buena voluntad, acompañada por diálogos balsámicos entre los gobernantes y sus adversarios, para atenuar los muchos problemas que dejará “el modelo”, peronistas como De la Sota y Scioli corren con ventaja. Lo mismo que los atribulados países ricos del hemisferio norte, la Argentina se ha acostumbrado nuevamente a vivir por encima de sus medios. Cristina apostó a que el largo plazo resultaría ser un mito neoliberal o, cuando menos, que se postergaría hasta las calendas griegas, pero ya está a la puerta. 

Para más señas, está reclamando un ajuste feroz. Así las cosas, los deseosos de ocupar el lugar de Cristina tendrán que prepararse para enfrentar un panorama que sea mucho más agreste que el que vislumbraban cuando la mayoría aún confiaba en los poderes mágicos de la señora.

(*) PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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