Por James Neilson (*) |
El paro del martes
pasado, organizado por sindicalistas que se han alzado en rebelión contra un
gobierno que los trata con desprecio altanero, habrá encendido muchas luces de
alarma en el cuartel general de la presidenta, pero, como ya es su costumbre,
procuró ningunearlo, como si a su juicio sólo se trataba de un apriete mafioso
insignificante. En política, los insultos tienen su lugar, pero calificar a los
enemigos de turno de “chantajistas” o “buitres” con los que sería inconcebible
negociar, es una buena manera de reducir al mínimo el espacio de maniobra
propio. Le guste o no le guste a Cristina, no podrá reemplazar el país real de
los caceroleros y los sindicalistas despechados por otro poblado casi
exclusivamente por la gente de La Cámpora, empresarios aplaudidores y
oportunistas serviles.
El poder exagerado que ha conseguido construir el movimiento
que se ha formado en torno a la dueña de las llaves de la gran caja nacional no
se debe al atractivo del a menudo esperpéntico relato kirchnerista sino a la
debilidad de todas las instituciones nacionales, pero de ahora en más dependerá
del respeto ajeno por las desdeñadas formalidades burguesas. Para llegar
intacto a diciembre de 2015, el gobierno tendrá que salir del aislamiento
autoimpuesto que Cristina ha elegido por motivos personales.
Si la Argentina fuera
lo que algunos llaman un “país normal”, transcurrirían con placidez relativa
los tres año y pico que, conforme a la Constitución vigente, le quedan, pero
sucede que, gracias en buena medida a la arbitrariedad kirchnerista, dista cada
vez más de ser “normal”. De optar los
muchos adversarios de Cristina por aplicar una versión propia del “estilo K”,
subordinando todo a sus intereses inmediatos sin preocuparse del todo por el
bienestar del conjunto o por los engorrosos detalles jurídicos, al gobierno le
resultaría muy difícil sobrevivir a las tormentas que se las ha arreglado para
desatar. Como reza el refrán, quien siembra vientos recoge tempestades.
En un país de
instituciones fuertes, un gobierno cuya legitimidad de origen es indiscutible
podría darse el lujo de tratar los cacerolazos multitudinarios, los paros
gremiales como el del martes pasado y otras expresiones de descontento popular
como fenómenos meramente anecdóticos, si bien le convendría asumir una postura
conciliadora, dando a entender que comprende muy bien la frustración que tantos
sienten. Al fin y al cabo, en Europa es rutinario que las calles y plazas de
las ciudades se llenen de manifestantes furibundos que gritan consignas
hostiles contra el gobierno local sin que corra peligro el orden
constitucional.
Pero la Argentina es
diferente. Aquí, el sistema político es crónicamente precario. A menos que el
gobierno brinde una impresión de gran fortaleza, podría desintegrarse en un
lapso muy breve. ¿Es fuerte el gobierno de Cristina? Trata de actuar como si lo fuese, pero se ha
ampliado tanto la brecha entre lo que intenta hacer y los resultados concretos
de su gestión que a menudo parece haberse resignado a simular gobernar, a
continuar anunciando medidas supuestamente drásticas aunque sabe que sólo
servirán para complicar todavía más la situación en que se encuentra. Se entiende: el país real se les ha escapado
de las manos.
Así las cosas, es natural que los dirigentes políticos más
ambiciosos, tanto los peronistas -incluyendo a algunos que militan en el
cristinismo-, como los que se imaginan independientes del credo hegemónico,
estén mirando el espectáculo con una mezcla de complacencia y preocupación. No
pueden hacer mucho porque, a pesar de su experiencia parlamentaria, Cristina es
reacia a pactar con grupos que le son ajenos y, de todos modos, nunca presta
atención a los consejos de quienes no comparten sus prejuicios particulares, de
suerte que se han limitado a aguardar el desenlace del a veces desopilante
drama oficial. Hace poco más de un año, muchos opositores suponían que tendrían
que soportar la soberbia kirchnerista por un rato muy largo, pero ya tienen
motivos para sentirse en vísperas de una etapa que podría resultar caótica. Sin
la re-re, el futuro parece aún menos previsible de lo que era el caso cuando
muchos creían que sería casi imposible frenar el arrollador avance de los
militantes kirchneristas.
¿Cómo reaccionará el
grueso de los políticos frente a las tentaciones y los riesgos que están
surgiendo? Aleccionados por la
recuperación sorprendente de la imagen pública de Cristina luego del conflicto
con el campo, los considerados presidenciables quieren hace gala de su
prudencia, pero también saben que la pasividad excesiva podría resultarles
contraproducente.
El gobernador
cordobés José Manuel de la Sota logró disfrutar de un par de días de estrellato
mediático al molestar sobremanera a Cristina y sus fieles hablando de “diálogo”
–palabra que en el léxico político actual equivale a un grito de guerra-, y,
como un buen neoliberal, opinando que es injusto que los trabajadores tengan
que pagar impuestos a las ganancias, principio éste que reivindican con pasión
casi revolucionaria el camionero Hugo Moyano y otros sindicalistas. Por su
parte, el bonaerense Daniel Scioli ha elegido una estrategia menos frontal,
pero aún así alarmó al oficialismo nacional al reunirse con intendentes de las
zonas más prósperas -menos indigentes– del conurbano, además de escuchar, con
la sonrisa leve que raramente lo abandona, a la gente de La Juan Domingo corear
“se siente, se siente, Scioli presidente”. En otras latitudes, a personajes
como De la Sota y Scioli no se les ocurriría ocultar su interés en competir un
día por el premio máximo de la política nacional, pero en la Argentina
monárquica, quienes aluden al tema son tratados por los militantes del
oficialismo de turno como traidores destituyentes de instintos golpistas.
Los aspirantes peronistas a suceder a Cristina en la Casa
Rosada oscilan entre romper ya con el oficialismo nacional, como ha hecho De la
Sota, por suponer que el electorado los premiará por su osadía, y aun cuando
entiendan que no les convendría demorar demasiado el lanzamiento de su
candidatura, afirmarse leales a más no poder por creer que sería de su interés
contar con el aval de la presidenta. Aunque la actitud, a un tiempo cautelosa y
especulativa, de Scioli molesta mucho a simpatizantes como Moyano, que
preferirían una postura menos humilde, tiene su lógica.
Además de depender,
para administrar el distrito absurdamente sobredimensionado y heterogéneo que
le ha tocado, de lo que todavía queda en la caja presidencial, Scioli entiende
que lo que quiere la mayoría no es una convulsión sociopolítica y económica
tremenda sino una transición tranquila, razón por la que se resiste a alzarse
en rebelión. Por lo demás, si bien
Scioli es un aliado formal de Cristina, nadie ignora que el ideario que
representa es radicalmente distinto del kirchnerista, de suerte que se las ha
ingeniado para encarnar en su persona una combinación sui géneris de
continuidad y cambio, hazaña que, espera, le permitirá mudarse a la Casa Rosada
sin tener que esforzarse demasiado.
Para socialistas como
Hermes Binner, radicales como Julio Cobos, Ernesto Sanz y Ricardo Alfonsín, o
el jefe de PRO Mauricio Macri, el que tantos den por descontado que el sucesor
de Cristina será forzosamente peronista es ingrato pero, mal que les pese, la
mayoría se ha habituado a pensar que los únicos capaces de asegurar la gobernabilidad
son los compañeros, razón por la que los más beneficiados por los estragos
causados por una facción del movimiento suelen ser los integrantes de otra
disidente. Puesto que todo hace prever que el eventual sucesor de Cristina
encontrará un país en que sea necesario algo más que buena voluntad, acompañada
por diálogos balsámicos entre los gobernantes y sus adversarios, para atenuar
los muchos problemas que dejará “el modelo”, peronistas como De la Sota y
Scioli corren con ventaja. Lo mismo que los atribulados países ricos del
hemisferio norte, la Argentina se ha acostumbrado nuevamente a vivir por encima
de sus medios. Cristina apostó a que el largo plazo resultaría ser un mito
neoliberal o, cuando menos, que se postergaría hasta las calendas griegas, pero
ya está a la puerta.
Para más señas, está reclamando un ajuste feroz. Así las
cosas, los deseosos de ocupar el lugar de Cristina tendrán que prepararse para
enfrentar un panorama que sea mucho más agreste que el que vislumbraban cuando
la mayoría aún confiaba en los poderes mágicos de la señora.
(*) PERIODISTA y
analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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