Por Gabriela Pousa |
“Cuando
las palabras pierden su significado, el pueblo pierde su libertad”
Confucio
En
menos de 24 horas, la
Argentina pasó de ser víctima de una conspiración de Barrio
Norte, Recoleta y clase media bien emperifollada a ser víctima de un complot
internacional. Así lo aseguro la mismísima Presidente al mencionar el accionar
de los fondos buitres.
Quizás,
a eso llamen “inclusión social” o refiera al concepto de “globalización”
que acuñan en Balcarce 50. También es factible que forme parte, junto con la
“estratégica” misión de Guillermo Moreno a Vietnam, de la política exterior
nacional y popular. Nunca se sabe.
Lo
cierto es que si algo caracteriza el escenario político coyuntural es la
permanente génesis de discursos, viciados por construcciones gramaticales
antojadizas, y oportunistas. Más que a ideas, estas responden al cambio de
humor de los protagonistas, y a sus ambiciones más íntimas.
Estamos
sumidos en un presente por demás verborrágico. Todos hablan sin considerar
siquiera qué dicen, cómo lo hacen ni cuándo. Menos todavía importa el destinatario
y el efecto causado. Las
consecuencias ni se tienen en cuenta.
El
contenido o la definición de las palabras está dado implícita o explícitamente
en cada recitado. No es
inocente el uso y la elección de ciertos términos. El azar no tiene cabida en
este macabro juego por imponer determinadas creencias a través de la
manipulación alfabética.
El
idioma vilmente distorsionado por intereses mezquinos se ha convertido en un
arma peligrosa para las mentes que no ejercitan el juicio crítico. Los maquiavelos del lenguaje
están a la orden del día.
Es
verdad que las expresiones que normalmente utilizamos, están condicionadas por
nuestra propia interpretación de la realidad. Por otro lado, admitida la
existencia de determinadas convenciones, es evidente que no resulta fácil expresar con
precisión, cualquier idea que difiera fundamentalmente de la
tradicional manera de ver las cosas.
Estas
dificultades han llevado a transformar adrede el idioma en pro de sus
intereses. Los socialistas son un claro ejemplo. La lucha de clases, la
plusvalía, el valor de cambio, o la dictadura del proletariado son estructuras
semánticas ideadas con fines prefijados. Nada hay de improvisado. Asimismo, para poder demonizar la
década del 90 debió acudirse a un concepto del liberalismo desvirtuado. Surgió
entonces el famoso “neoliberalismo” que si bien se estudia, no
ha existido en suelo argentino nunca, pero se lo ha adoptado como sinónimo de
imperialismo y oprobio. Lo
peor de lo malo.
Del
mismo modo sucede con estas constantes alusiones a complots destituyentes
cuando nada de ello se observa en el presente. La repetición de estos
términos propicia la costumbre y hasta el contagio. Se termina creyendo en lo
inexistente.
En
los últimos tiempos, hemos escuchado hablar con extrema impunidad del fascismo
y del genocidio con el único fin de otorgarle a ciertos hechos del pasado una
magnitud tal que no puedan ser rebatidos o cuestionados. En ese contexto, se
han sacralizado los Derechos Humanos pero su contenido intrínseco se ha
vaciado.
Se
están violando peligrosamente todos los límites. No es inocente la alusión al
“narcosocialismo” que hiciera en pleno recinto Andrés Larroque. Ni es casual
que Cristina Kirchner defina su gestión como “el modelo”. Modelo alude a lo
óptimo, a lo digno de admiración.
En
cada alocución recurre a conceptos universalmente indiscutidos como inclusión,
distribución de la riqueza, etc. De
ese modo, aquel que cuestiona va a contramano de los usos y costumbres.Nótese
que quienes más ganancias generan no son nunca considerados exitosos en sus
tareas por la
Presidente. Apenas son “ricos”, termino devenido en sinónimo
de desalmados pues, si atesoran más bienes es porque usurparon a marginados. Interpretación
maniquea si las hay.
El
enriquecimiento presidencial, sin embargo, obtiene una traducción
sustancialmente diferente. Es fruto de su “exitosa gestión de abogada“,
no del saqueo a la gente. Para otros funcionarios, la riqueza en cambio, es sinónimo
de “herencia“, generalmente de la suegra.
El
lenguaje es manejado a gusto y conveniencia. Este proceso de “idiomatización”
vulgar, propicia y acentúa aún más la apabullante decadencia moral en la que
nos hallamos.
A
un sabio chino, en tiempos remotos, le preguntaron sus discípulos que haría en
primer lugar si tuviera el poder de arreglar los asuntos del país. Este
respondió: “Cuidaría que el lenguaje se usara correctamente.” Los discípulos se
miraron entre ellos perplejos. Este
es, dijeron, un problema secundario y
trivial. ¿Por qué os parece tan importante?
Y
el Maestro explicó: “si
el lenguaje no se usa correctamente, lo que se dice no es lo que se quiere
decir. Si lo que se dice no es lo que se quiere decir, lo que debiera hacerse
quedaría sin hacer. Y si eso quedara sin hacerse, la moral, la vida y la
política se corromperían. Si la moral, la vida y la política se corrompieran, la Justicia se descarriaría.
Si la Justicia
se descarriara, las personas quedarían indefensas y sumidas en un gran caos y
confusión.”
Por
lo visto estamos en problemas, confundidos hasta de nosotros mismos. Hoy en día, hablar bien es lo
que antaño era hablar mal. Las “malas palabras” se han popularizado y,
consecuentemente, legitimado. En rigor, todo se ha trastocado. No asombra que la jefe de
Estado recurra al “lunfardo” en sus exabruptos conscientemente instrumentados.
Pero sus “lapsus” tienen tanto ensayo como la más eximía obra
de teatro.
En
el seno de la dirigencia, una casta de vividores intentan disfrazar con
eufemismos el monopolio de Estado. Políticos oportunistas ejercitando la
mentira con singular maestría. Escandalizan
con sus diatribas, y eso tampoco es arbitrario. Es la metodología
actual para no pasar desapercibidos, es la carta de presentación del candidato.
Genera
mayor atracción el orador que divierte. El creíble aburre, duerme. Estamos en
la era donde el entretenimiento está antes que el conocimiento, y la comprensión
es un concepto sugestivo al que la mayoría hace caso omiso.
Se
escuchan eufemismos todo el día. Es la herramienta característica de la
mediocracia: esta chatura moral más grave que la aclimatación de la tiranía. “Nadie
puede volar donde todo se arrastra”. Se llama tolerancia a la
complicidad. El sofisma se inmiscuye hasta en la más aguda verdad. Ofrecen
denominaciones equívocas. Los países dejan de ser Patrias. La democracia ya no
es representación ciudadana…
Es
entendible este manoseo impío en un gobierno cuya singularidad es ser
cuantitativo, pues puede apreciar el más y el menos, pero nunca distinguir lo
mejor de lo peor. El
poder está al servicio del propio interés! y se lo ejerce a través de tres
mecanismos: dar premios, infringir castigos, cambiar creencias y sentimientos.
La recompensa, obviamente, sólo cabe a los sumisos.
Para
cambiar creencias, la manipulación del lenguaje es el arma perfecta. Más ha
hecho la imaginación construyendo sin tregua, que el cálculo destruyendo sin
descanso.
Lo
“políticamente correcto” vino, precisamente, a reemplazar la
censura. Los planes Jefes
y Jefas de Hogar son
una versión moderna del mito asistencialista creado por Perón. Con ellos, se
busca imponer la noción de Estado
benefactor, y disimular los lazos de vasallaje subliminales, dignos de
la época feudal.
Otra
invención mítica que a fuerza de repetirse incansablemente perduró, es la
consigna: “No se puede contra el aparato”. Una construcción gramatical
para imponer la creencia de que un partido opositor pueda derrotar en los
comicios al oficialismo.
A
la vez, obsérvese que cuando surge un problema de significativa consideración,
el gobierno acusa a la oposición “de querer dar un golpe
institucional”, y la
facción acusada responde acusando a los gobernantes de tener actos hegemónicos
y totalitarios. Una
dialéctica perversa en reemplazo de la verdad: el fracaso oficial, y la falta
de alternativa de la otra vereda. Lo
cierto es que la construcción semántica del mito: “no se puede contra
el aparato” está tan asimilado en la ciudadanía, que condiciona los
escenarios políticos e institucionales.
En
este marco, la política ha terminado confundiendo lo cínico con lo práctico, la
encuesta con la gente, la dádiva con la acción social, la democracia con ir a
votar una vez cada cuatro años, el clientelismo con la administración estatal,
y lo que es peor aún, el gobierno con el simple acto de ganar.
Finalmente,
como decía Bernard Shaw “una lengua común nos separa“.
Así estamos, discutiendo la libertad de expresión en un ambiente recreado de
tal manera que, si todos
hablan, ninguno se expresa.
Ninguna
sutileza.
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