Por James Neilson |
Para desesperación de los encargados de darle de comer, el
“modelo” de Cristina pronto tendrá que depender de los escasos recursos propios
que está en condiciones de generar. En cuanto se hayan agotado, se verá forzado
a practicar la autofagia, a alimentarse a sí mismo como hacen ciertos
organismos primitivos. Las perspectivas serían menos angustiantes si la Argentina tuviera acceso
a los billones de dólares que están disponibles en el sistema financiero
internacional, pero, como acaba de recordarnos el salto que pegó el índice
riesgo país luego de fallar una corte en Nueva York en contra de la
discriminación por parte del gobierno kirchnerista entre los bonistas nuevos y
los de antes, o entre los acreedores buenos, es decir, sumisos, y los “buitres”
malísimos, nadie en sus cabales pensaría en prestarle al Gobierno un solo
centavo a una tasa de interés civilizada. A juicio de los inversores del resto
del mundo, a diferencia de Cristina y sus muchachos, el cocolero boliviano Evo
Morales es un dechado de sensatez financiera, razón por la que están más que
dispuestos a comprar los bonos que pone en venta.
Mal que les pese a los 11.865.055 votantes que, hace poco
más de un año, brindaron a Cristina un triunfo apoteósico porque confiaban en
su capacidad para prolongar la vida útil de su “modelo de inclusión social”, de
tal modo asegurándoles un grado reconfortante de estabilidad, el populismo es
así. Al privilegiar el consumo sin prestar atención a cosas tan reaccionarias como
la producción o la eficiencia administrativa, está programado para posibilitar
una etapa de bonanza aparente que se verá seguida indefectiblemente por una
crisis caótica.
Para defenderse, los gobiernos populistas no tienen más
alternativa que la de procurar atribuir las desgracias que se las arreglan para
provocar a conspiraciones urdidas por enemigos siniestros –buitres,
imperialistas, neoliberales, especuladores rapaces–, lo que a lo sumo servirá
para postergar por algunos meses la hora de la verdad. Por lo demás, mientras
que en países acostumbrados a la alternancia de gobiernos despilfarradores y
otros ahorrativos, lo que brinda a aquellos oportunidades para aprovechar los
“ajustes” que estos se ven obligados a emprender, aquí los populistas aspiran a
perpetuarse en el poder por razones que podrían calificarse de jurídicos.
Desde comienzos del año, el gobierno de Cristina está a la
defensiva. No bien se confirmó la reelección, el panorama frente a Cristina se
oscureció debido no solo a la ineptitud de funcionarios que fueron elegidos por
la Presidenta
en base a su presunta lealtad hacia su persona o, según los maldicientes, por
motivos estéticos, sino también a las contradicciones inherentes a un esquema
en que todo ha de subordinarse a su propia voluntad. Se trata de una modalidad
que, andando el tiempo, no puede sino autodestruirse porque supone el
debilitamiento irreversible de las instituciones que se precisan para gobernar.
En el universo K, un funcionario que se destacara por su capacidad sería blanco
de las críticas de colegas que lo acusarían de protagonismo excesivo.
Últimamente, la Presidenta parece estar tan aislada como el país
mismo en un mundo que, como nos recordó la indiferencia de casi todos los
gobiernos extranjeros ante la incautación humillante por orden de un juez
ghanés de la Fragata
Libertad , le ha dado la espalda. Cuenta con el apoyo
fervoroso de quienes temen que el colapso de su proyecto los prive de sus
conquistas políticas y económicas particulares, y de la aquiescencia de los
muchos que, por motivos comprensibles, no quieren que el país sufra una nueva
convulsión que produciría otro tendal de depauperados, pero se ha difundido la
sensación de que el ciclo kirchnerista tiene los días contados, de que, siempre
y cuando el Gobierno no cometa demasiados errores, podrá mantenerse hasta fines
de su período constitucional, pero que en diciembre del 2015 a más tardar lo
reemplazará otro muy distinto.
Pues bien: en circunstancias como las actuales, quienes se
habían solidarizado emotivamente con un proyecto determinado que ya no los
entusiasma suelen buscar pretextos para justificar la decisión de abandonarlo a
su suerte. Necesitan sentirse defraudados por el desempeño del caudillo de
turno. Es lo que sucedió al esfumarse las ilusiones que, por algunos años,
hicieron tan populares los gobiernos de los presidentes presuntamente
carismáticos Raúl Alfonsín y Carlos Menem. Desde aquella reelección triunfal de
octubre del año pasado, Cristina ha suministrado a los vacilantes una cantidad
notable de motivos para afirmarse decepcionados por los cambios, supuestamente
imprevistos, que se han producido a partir de aquel momento.
Puede que los pretextos, tanto objetivos como subjetivos,
que se han acumulado para oponerse a Cristina ya hayan alcanzado una masa
crítica. De ser así, el país está por experimentar un cambio brusco del clima
social y político parecido a aquellos que, en un lapso muy breve, transformaron
a Alfonsín y Menem de líderes invencibles en piantavotos.
Aún no ha ocurrido, ya que según algunas encuestas Cristina
conserva el respaldo de una minoría sustancial de más del 30 por ciento del
electorado, pero si su gobierno continúa produciendo, todas las semanas, un
escándalo rocambolesco inverosímil tras otro, no tardará en verse repudiado por
los que, a pesar de todo lo ocurrido en lo que va del año, siguen resueltos a
confiar en las bondades del “modelo” clientelar kirchnerista.
El grueso de la clase
media urbana, en especial la porteña y la cordobesa, ya no quiere saber nada
del kirchnerismo. Por lo tanto, el oficialismo depende del estado de ánimo de
quienes conforman los inmensos sectores marginados que se han expandido mucho en
las décadas últimas y que con toda seguridad crecerán todavía más en los años
próximos a causa de las deficiencias manifiestas del sistema de educación
pública que, a juzgar por los resultados de las pruebas internacionales, está
entre los peores de América latina.
Así y todo, si no fuera por una tasa de inflación que está
entre las más altas del planeta, Cristina no tendría muchos motivos para
inquietarse. Sin embargo, aunque ciertos funcionarios del Gobierno quisieran
convencerse de que los únicos que se sienten molestos por la inflación son
especuladores ricos mentalmente dolarizados, la verdad es que las víctimas
principales de este flagelo crónico son quienes apenas consiguen mantenerse a
flote. Por desgracia, todo hace prever que el costo de vida continuará subiendo
en los meses próximos sin que la recesión, que amenaza con agravarse debido a
la torpeza gubernamental, sirva para frenar el proceso inflacionario que los
kirchneristas prefieren pasar por alto porque es incompatible con el relato.
El destino del proyecto ultrapersonalista de Cristina está
en manos del peronismo, el culto que debe su hegemonía (no se equivocaba David
Viñas cuando afirmó que “es el sentido común de los argentinos”) a motivos que
tienen más que ver con la llamada “política de la identidad” que con los
factores supuestamente racionales que según los teóricos optimistas sirven para
explicar la conducta de los votantes. Como sucedió cuando el menemismo
comenzaba a opacarse, el peronismo se ha desdoblado en oficialismo y oposición.
Hace dos años, la remontada espectacular de Cristina después de la muerte de
Néstor Kirchner obligó a los irremediablemente opositores a replegarse a sus
cuarteles de invierno, pero sienten que está aproximándose la hora para salir
nuevamente con el propósito de incorporar a sus filas a kirchneristas
arrepentidos, aunque sería poco probable que trataran con mucha benevolencia a
los militantes irrespetuosos de La
Cámpora que, envalentonados por la victoria electoral de su
jefa, no han intentado ocultar el desprecio que sienten por los veteranos de
mil luchas contra los reacios a someterse al movimiento hegemónico.
Con todo, si bien la sospecha de que la re-re es una
fantasía, acaso necesaria por razones tácticas pero sin posibilidad alguna de
concretarse, ya está estimulando dudas entre los kirchneristas coyunturales,
Cristina aún cuenta con una ventaja muy importante: lo terriblemente difícil
que es armar una alternativa en un país sin instituciones fuertes, partidos
políticos coherentes, o líderes opositores “carismáticos”. Como tantos
presidentes anteriores, tiene derecho a decir que la opción frente al país
consiste en “yo o el caos” pero, bien que mal, con frecuencia la mayoría ha
llegado a la conclusión de que “el caos” sería mejor.
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