lunes, 5 de noviembre de 2012

Las campanas están doblando

Por James Neilson
El “modelo”, esta aspiradora potentísima que succiona todo cuanto encuentra en su camino para que Cristina y sus allegados puedan repartirlo como se les antoje, está devorando el país. Es insaciable. Para sobrevivir, necesita cada vez más recursos. Ya ha tragado buena parte de los ingresos del campo, los fondos jubilatorios privados y las acciones de los españoles en YPF. Como postre, está masticando las reservas del Banco Central más una cantidad fenomenal de dólares debidamente pesificados, pero aún tiene muchísima hambre, razón por la que el Gobierno se ha propuesto “reformar” lo que todavía queda del mercado bursátil porteño. ¿Y después? Los cristinistas van por todo, pero sucede que el país no cuenta con dinero suficiente como para aplacar por mucho tiempo más la angurria que los atormenta.

Para desesperación de los encargados de darle de comer, el “modelo” de Cristina pronto tendrá que depender de los escasos recursos propios que está en condiciones de generar. En cuanto se hayan agotado, se verá forzado a practicar la autofagia, a alimentarse a sí mismo como hacen ciertos organismos primitivos. Las perspectivas serían menos angustiantes si la Argentina tuviera acceso a los billones de dólares que están disponibles en el sistema financiero internacional, pero, como acaba de recordarnos el salto que pegó el índice riesgo país luego de fallar una corte en Nueva York en contra de la discriminación por parte del gobierno kirchnerista entre los bonistas nuevos y los de antes, o entre los acreedores buenos, es decir, sumisos, y los “buitres” malísimos, nadie en sus cabales pensaría en prestarle al Gobierno un solo centavo a una tasa de interés civilizada. A juicio de los inversores del resto del mundo, a diferencia de Cristina y sus muchachos, el cocolero boliviano Evo Morales es un dechado de sensatez financiera, razón por la que están más que dispuestos a comprar los bonos que pone en venta.

Mal que les pese a los 11.865.055 votantes que, hace poco más de un año, brindaron a Cristina un triunfo apoteósico porque confiaban en su capacidad para prolongar la vida útil de su “modelo de inclusión social”, de tal modo asegurándoles un grado reconfortante de estabilidad, el populismo es así. Al privilegiar el consumo sin prestar atención a cosas tan reaccionarias como la producción o la eficiencia administrativa, está programado para posibilitar una etapa de bonanza aparente que se verá seguida indefectiblemente por una crisis caótica.

Para defenderse, los gobiernos populistas no tienen más alternativa que la de procurar atribuir las desgracias que se las arreglan para provocar a conspiraciones urdidas por enemigos siniestros –buitres, imperialistas, neoliberales, especuladores rapaces–, lo que a lo sumo servirá para postergar por algunos meses la hora de la verdad. Por lo demás, mientras que en países acostumbrados a la alternancia de gobiernos despilfarradores y otros ahorrativos, lo que brinda a aquellos oportunidades para aprovechar los “ajustes” que estos se ven obligados a emprender, aquí los populistas aspiran a perpetuarse en el poder por razones que podrían calificarse de jurídicos.

Desde comienzos del año, el gobierno de Cristina está a la defensiva. No bien se confirmó la reelección, el panorama frente a Cristina se oscureció debido no solo a la ineptitud de funcionarios que fueron elegidos por la Presidenta en base a su presunta lealtad hacia su persona o, según los maldicientes, por motivos estéticos, sino también a las contradicciones inherentes a un esquema en que todo ha de subordinarse a su propia voluntad. Se trata de una modalidad que, andando el tiempo, no puede sino autodestruirse porque supone el debilitamiento irreversible de las instituciones que se precisan para gobernar. En el universo K, un funcionario que se destacara por su capacidad sería blanco de las críticas de colegas que lo acusarían de protagonismo excesivo.

Últimamente, la Presidenta parece estar tan aislada como el país mismo en un mundo que, como nos recordó la indiferencia de casi todos los gobiernos extranjeros ante la incautación humillante por orden de un juez ghanés de la Fragata Libertad, le ha dado la espalda. Cuenta con el apoyo fervoroso de quienes temen que el colapso de su proyecto los prive de sus conquistas políticas y económicas particulares, y de la aquiescencia de los muchos que, por motivos comprensibles, no quieren que el país sufra una nueva convulsión que produciría otro tendal de depauperados, pero se ha difundido la sensación de que el ciclo kirchnerista tiene los días contados, de que, siempre y cuando el Gobierno no cometa demasiados errores, podrá mantenerse hasta fines de su período constitucional, pero que en diciembre del 2015 a más tardar lo reemplazará otro muy distinto.

Pues bien: en circunstancias como las actuales, quienes se habían solidarizado emotivamente con un proyecto determinado que ya no los entusiasma suelen buscar pretextos para justificar la decisión de abandonarlo a su suerte. Necesitan sentirse defraudados por el desempeño del caudillo de turno. Es lo que sucedió al esfumarse las ilusiones que, por algunos años, hicieron tan populares los gobiernos de los presidentes presuntamente carismáticos Raúl Alfonsín y Carlos Menem. Desde aquella reelección triunfal de octubre del año pasado, Cristina ha suministrado a los vacilantes una cantidad notable de motivos para afirmarse decepcionados por los cambios, supuestamente imprevistos, que se han producido a partir de aquel momento.

Puede que los pretextos, tanto objetivos como subjetivos, que se han acumulado para oponerse a Cristina ya hayan alcanzado una masa crítica. De ser así, el país está por experimentar un cambio brusco del clima social y político parecido a aquellos que, en un lapso muy breve, transformaron a Alfonsín y Menem de líderes invencibles en piantavotos.

Aún no ha ocurrido, ya que según algunas encuestas Cristina conserva el respaldo de una minoría sustancial de más del 30 por ciento del electorado, pero si su gobierno continúa produciendo, todas las semanas, un escándalo rocambolesco inverosímil tras otro, no tardará en verse repudiado por los que, a pesar de todo lo ocurrido en lo que va del año, siguen resueltos a confiar en las bondades del “modelo” clientelar kirchnerista.
 El grueso de la clase media urbana, en especial la porteña y la cordobesa, ya no quiere saber nada del kirchnerismo. Por lo tanto, el oficialismo depende del estado de ánimo de quienes conforman los inmensos sectores marginados que se han expandido mucho en las décadas últimas y que con toda seguridad crecerán todavía más en los años próximos a causa de las deficiencias manifiestas del sistema de educación pública que, a juzgar por los resultados de las pruebas internacionales, está entre los peores de América latina.

Así y todo, si no fuera por una tasa de inflación que está entre las más altas del planeta, Cristina no tendría muchos motivos para inquietarse. Sin embargo, aunque ciertos funcionarios del Gobierno quisieran convencerse de que los únicos que se sienten molestos por la inflación son especuladores ricos mentalmente dolarizados, la verdad es que las víctimas principales de este flagelo crónico son quienes apenas consiguen mantenerse a flote. Por desgracia, todo hace prever que el costo de vida continuará subiendo en los meses próximos sin que la recesión, que amenaza con agravarse debido a la torpeza gubernamental, sirva para frenar el proceso inflacionario que los kirchneristas prefieren pasar por alto porque es incompatible con el relato.

El destino del proyecto ultrapersonalista de Cristina está en manos del peronismo, el culto que debe su hegemonía (no se equivocaba David Viñas cuando afirmó que “es el sentido común de los argentinos”) a motivos que tienen más que ver con la llamada “política de la identidad” que con los factores supuestamente racionales que según los teóricos optimistas sirven para explicar la conducta de los votantes. Como sucedió cuando el menemismo comenzaba a opacarse, el peronismo se ha desdoblado en oficialismo y oposición. Hace dos años, la remontada espectacular de Cristina después de la muerte de Néstor Kirchner obligó a los irremediablemente opositores a replegarse a sus cuarteles de invierno, pero sienten que está aproximándose la hora para salir nuevamente con el propósito de incorporar a sus filas a kirchneristas arrepentidos, aunque sería poco probable que trataran con mucha benevolencia a los militantes irrespetuosos de La Cámpora que, envalentonados por la victoria electoral de su jefa, no han intentado ocultar el desprecio que sienten por los veteranos de mil luchas contra los reacios a someterse al movimiento hegemónico.

Con todo, si bien la sospecha de que la re-re es una fantasía, acaso necesaria por razones tácticas pero sin posibilidad alguna de concretarse, ya está estimulando dudas entre los kirchneristas coyunturales, Cristina aún cuenta con una ventaja muy importante: lo terriblemente difícil que es armar una alternativa en un país sin instituciones fuertes, partidos políticos coherentes, o líderes opositores “carismáticos”. Como tantos presidentes anteriores, tiene derecho a decir que la opción frente al país consiste en “yo o el caos” pero, bien que mal, con frecuencia la mayoría ha llegado a la conclusión de que “el caos” sería mejor.

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