lunes, 5 de noviembre de 2012

El 8-N, ¿hacia la unidad opositora?

Por Luis Gregorich
Un año después de su amplísimo triunfo en las elecciones presidenciales, y a un año de los comicios legislativos de mitad de mandato -decisivos para una eventual reelección indefinida- la presidenta Cristina Kirchner está experimentando algunos tropiezos. Una serie de errores de gestión y de abusos discursivos ha golpeado al Gobierno y ha hecho descender drásticamente la imagen positiva de la primera magistrada, hoy apenas superior al 35%.

Al mismo tiempo, la oposición ha empezado a superar prejuicios y a acercarse en busca de objetivos comunes. El ejemplo más sorprendente de esta nueva actitud ha sido la reunión de Macri y Moyano, alejada todavía de cualquier compromiso político, pero de todos modos sugestiva. Por último, un nuevo acto opositor, convocado por las redes sociales (y en todo el país) para el jueves, promete ser tanto o más masivo que el último cacerolazo.

Como tónico que lo reconforte de estas dolencias, a su vez el Gobierno propone otra fecha: el 7 de diciembre. Ese día, según hemos sido informados hasta el cansancio, debería entrar en plena vigencia, de acuerdo con la interpretación oficial, la nueva ley de medios audiovisuales.

En realidad no se trata sólo de eso: lo que el Gobierno pretende es que en esa fecha se inicie el desguace del grupo Clarín, al que ha elegido como el principal enemigo de una supuesta corporación -y conspiración- mediática. Una atmósfera ominosa ha rodeado las operaciones y presiones sobre la Justicia, que es la que debe resolver acerca de qué empieza y qué termina en la fecha mencionada. Y un espectáculo digno de la quema de brujas medievales se consuma con la demonización del apellido Magnetto, del que es portador el principal ejecutivo del grupo periodístico enemigo. Convertido en lugar y símbolo de todos los males, la opinión pública jamás lo ha visto y desconoce su voz, tan poco escuchada como la de Máximo Kirchner.

En lo que respecta al 7-D, estamos condenados a sufrir la catarata de avisos propagandísticos que el Gobierno paga con el dinero de todos, en especial en las transmisiones futbolísticas de las que no podemos, o no sabemos, sustraernos. En cambio, el 8-N se ha ido organizando en forma virtualmente anónima, sin mayores gastos, con la participación protagónica de las redes sociales y del boca a boca. Aunque compartimos muchas de las consignas que circulan, el anonimato en la conducción de los actos y la ausencia de la firma de los partidos políticos opositores nos suscita sentimientos ambiguos. Nadie ignora los motivos de este eclipse. Pese a la progresiva caída del oficialismo en las encuestas, las cifras más confiables indican que ninguna fuerza opositora, ni ningún dirigente en particular, se han beneficiado con este descenso.

Lo que sí ha aumentado es el número de disconformes sin camiseta partidaria, sobre todo en las clases medias y medias bajas. Muchos de ellos engrosarán las marchas del 8-N. Algunos, incluso, han votado a Cristina Kirchner en 2011. Mientras tanto, la militancia partidaria opositora marchará también, pero desprovista de sellos identificatorios, como avergonzados de que sus mandantes no hayan podido, todavía, recuperar la cuota de credibilidad social y de liderazgo político que debería corresponderles.

El peligro del 8-N residiría, entonces, en proclamar su apoliticismo y su índole de concentración de "gente común". Todo acto de esta clase es político y la gente común no existe. Nadie es una persona "promedio". Algunas experiencias del pasado, como la de los "qualunquistas" italianos y los  poujadistas  franceses, demuestran que estos movimientos suelen desembocar en el más estrecho conservadurismo. Los "indignados" españoles, italianos, griegos, en cambio, obedecen a otra tradición, a otro momento histórico.

También sería un grosero error agraviar, de cualquier forma, la figura de la Presidenta. La más dura crítica puede convivir con el respeto a la mujer en cuanto mujer, y a su dignidad institucional. No importa la profundidad de nuestra oposición.

En cambio, los actos del 8-N pueden alcanzar un principio de éxito si apuestan a la pluralidad política y de alguna forma avanzan con la idea de la unidad opositora, una idea expresada a partir de las consignas y los carteles, tramitada sin violencia y ofrecida como modelo de convivencia diferente al oficial, desde el cansancio que producen los enfrentamientos inútiles.

Habrá que tener la inteligencia y la capacidad de construcción suficientes como para responder, al final del día, a la pregunta obvia: "Y ahora, ¿qué?"

Simplemente, prepararse para la incruenta batalla por una democracia más competitiva, cuyo primer episodio será, quizás, el de la lucha por la libertad de expresión, y el siguiente, en las elecciones de 2013, la disputa por la intangibilidad de la Constitución que nos rige.

Y sería bueno no insistir en la división de los argentinos ni caer en delirios destituyentes o pesadillas confiscatorias.

© La Nación

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