sábado, 10 de noviembre de 2012

Efectos sobre 2013

Por Roberto García
“Prefiero que este fin de semana no me inviten a tomar el té en Olivos”. Más deseo que confesión en la frase, imaginando el declarante que la residencia presidencial habrá de arder en estas 48 horas por la secuela del imponente acto del jueves pasado, esa protesta que según previno el favorito y veterano pensador de Cristina (Ernesto Laclau) era una suerte de estertor, respondía al final de una sociedad moribunda. Diagnóstico precoz del presumido oncólogo, en todo caso: la multitud parecía gozar de buena salud.

Quien aspiraba evitar cualquier contacto con Olivos en estas horas, en rigor pretende zafar de la ira de Dios, sin saberse aún el género de ese Dios, del luto, las maldiciones (¿por qué llovió ayer y no el jueves?, ¿quién se responsabiliza por la culpa del apagón del miércoles?), críticas y acusaciones odiosas e inolvidables. Memorioso, apelaba al recuerdo de otro particular momento, cuando el matrimonio oficial tropezó tercamente con la crisis del campo, la 125 que el dúo bendijo y defendió sin haberla inspirado y ni siquiera comprendido (procedente, además, de alguien que los intelectuales del cristinismo ahora incluirían en el Consenso de Washington, Martín Lousteau), el innecesario voto no positivo de quien era aliado pero no súbdito (Julio Cobos) y, sobre todo, la lidia en la calle con los cortes de ruta, algunas marchas y una concentración voluminosa en el Monumento a los Españoles.

Cuando la pareja creyó que el mundo se venía abajo porque un gobierno popular sin gente movilizada no era gobierno, y cuando permitían o alentaban enfrentamientos vía Moreno o D’Elía con riesgos de fatalidad,  al revés de la inteligencia actual que escondieron hasta al más inflamado militante para no incurrir en violencia (si hubiese sucedido un episodio nefasto esta semana, ya se habría anunciado otra marcha superior para los próximos días). Entonces, ese fantasma de perder las masas que nunca tuvieron fabricaba otras  alarmas fúnebres y, de acuerdo a la leyenda urbana según Cristina, alguien quemó papeles en la chimenea de Olivos, hubo diálogos de búnker previos a una ocupación, se precipitó inclusive el propósito de desertar de la Presidencia que abortó, dicen, el compañero Lula vía telefónica (de ahí que suene a histrionismo consentido la reciente frase de la mandataria: “Aflojar nunca, ni en los peores momentos, porque en los peores momentos es cuando se conoce a los dirigentes de un país”). Tambien en ese instante se produjo la enojosa partida del jefe de Gabinete Alberto Fernández y la introducción ipso facto de otro preferido que más tarde también marcharía con patente de infiel, Sergio Massa. Si todo esto ocurrió con una movilización que fue 20% o 30% de lo que cosechó este jueves el ánimo opositor, se comprende la escasa voluntad de quien inició esta nota para ir a tomar el té a Olivos el fin de semana, más allá de su reconocida docilidad y sumisión. Ya que, además, a ver si  en el rabioso revoleo hasta se produce algún cambio.

Difícil, claro. Sería admitir una falla en la estructura narcisista, confesar que el protagónico estaba ensimismado y desconocía el medio ambiente que la rodea  (en lugar de ver tanto cine como Carlos Menem, ¿no vendría mal una vueltita por Florida, Caballito o Puerto Madero, oxigenarse en un supermercado a riesgo de un maltrato verbal pero salir de la humedad intelectual de La Cámpora o de la clase pasiva que ahora se apodera en el relato de Leonardo Favio como si hubiera sido montonero y no de Perón (por no señalar a Osinde), la CGT y Rucci, el mismo al que los Montoneros asesinaron, justo en la semana de otro olvido fácil de esa formación, cuando escabulleron al general Albano Harguindeguy del recuerdo, con quien arropaditos desfilaron del brazo en el Operativo Dorrego diciéndole al resto atónito de la gente que eran un solo corazón, mejores, únicos, más patriotas.  Si Cristina, como insinúa, no cambia y se redobla pasional y épicamente tras la manifestación contraria, le quedará quizás espacio para cambiar a otros. Sean sectores obedientes, empresarios o miembros de la Justicia, acomodaticios o no, gobernadores light tipo Capitanich o Urtubey, o figuras más importantes como el intendente Massa o el blindado Daniel Scioli, quien adherirá al proyecto, una vez más, con reservas tan insondables de entender como la física cuántica. En febrero, por establecer una fecha, cuando empiece la hora de confeccionar las listas electorales, se sabrá cuál fue el impacto político en la interna justicialista de la excepcional marcha del jueves.

Menos dudas para el cambio, sin embargo, ofrece Axel Kicillof (un plazo fijo a vencer en seis meses para la tropa de Julio De Vido que lo resiste y denuncia cuando puede), quien no necesitó de la marcha para descubrir que los faquires comen partículas de vidrio en los espectáculos, pero no desayunan con ese material. Y ha pegado, en apariencia, un giro que algunos califican de ortodoxo y otros de racional, un ajuste machazo: trata de gastar menos, devalúa más y contiene en parte la expansión monetaria. No se enorgullece ni predica el Gobierno con estos datos parciales, tal vez  insuficientes, pero el viceministro  le saca a las provincias, suspende pagos y no devuelve lo que corresponde a los privados, le quita a los gremios, recorta presupuestos varios y, a través del presunto jefe de la banda que asalta a los abuelos, Diego Bossio, hasta someten a los jubilados negándoles el 82%, le usan los ahorros,  no le ajustan los ingresos, no les pagan lo debido y, lo último,  le bloquean casi el 4% que ordenó la Corte que parece insignificante para un individuo, pero es un inmenso tortazo de postre para  el Estado. Ni parece que vaya a cambiar siquiera el monto del Mínimo No Imponible que reclama la CGT Rosada, más bien acepta que el aguinaldo se abone en diciembre y el sueldo en enero para que los impuestos no arrasen a las familias, otra ficción contable. Quizás tanta poda pseudo liberal no genere la actividad económica que se prometía, pero sin duda impedirá agudizar la espiral inflacionaria, justo cuando la Argentina subiendo ya superaba el índice de la Venezuela bajando.

Y para tristeza de Kicillof,  en este ejercicio involuntario de faquir carece de la posibilidad de echarle la culpa a los que lo precedieron. Tampoco Cristina. A veces, como reclamó la multitud el jueves pasado, la alternancia hasta dispone de cínicas ventajas.

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