Por Arturo Pérez-Reverte |
Tengo ese mismo ejemplar a la vista mientras tecleo estas
líneas. Esa primera edición de Goldfinger
y otra de Operación Trueno del
año 66 son las dos únicas novelas de la serie escrita por Ian Fleming que,
procedentes de la biblioteca de mi padre, conservo todavía. Las otras murieron por el camino, deshechas de ser leídas y
releídas, prestadas a amigos que nunca las devolvieron u olvidadas en cualquier
sitio, como suele ocurrir con esa clase de libros en formato de bolsillo,
editados en un papel que amarillea y resiste mal el paso del tiempo. Hace unos
años, deseando tenerlas de nuevo, compré las catorce novelas de la serie, en
edición moderna, y releí algunos títulos disfrutándolos mucho; confirmando por
qué a mi padre, que sobre todo era lector de literatura e historia navales, le
gustaban las novelas de Ian Fleming tanto como las de otro autor policíaco y de
espionaje que también conocí a través de él: Eric Ambler, el autor de La máscara de Dimitrios -extraordinaria
película, por cierto- cuyas novelas también procuro recuperar en librerías de
viejo y reediciones modernas -con Agatha Christie y otros autores de novela
negra ya lo conseguí hace tiempo-, en un intento por reconstruir en lo posible
esa parte amena y pintoresca, más caduca, ligera y de difícil conservación, de
la biblioteca paterna.
Hoy les cuento eso porque este año se cumplen sesenta desde
que Ian Fleming escribió su primera novela sobre James Bond, y no quiero que
pase la fecha sin dedicarle un guiño de homenaje. En mi temprana juventud
lectora pasé estupendos ratos leyendo sus novelas -incluso antes de tener edad
para ver en el cine las películas rodadas sobre éstas-, y malvados como Auric
Goldfinger, Emilio Largo o Le Chiffre ocuparon mi imaginación con la misma
intensidad que Rupert de Hentzau, Rochefort o Javert; nunca hubo una secretaria
eficaz que no me recordase a miss Moneypenny, ni bebí un martini -mezclado, no agitado es una incorrecta
traducción de shaken, not stirred- sin recordar al agente 007. Por supuesto, he
visto las veintidós películas hechas sobre el personaje, incluidas las
mediocres interpretaciones de George Lazenby, Timothy Dalton y Pierce Brosnan,
la guasona y divertida encarnación de Roger Moore, y la contundente, casi
perfecta, asunción del personaje por el pétreo Daniel Craig. Sin embargo, cada
cual es hijo de su tiempo, sus lecturas y su cine. O su tele. Así que
comprendan ustedes que, en mi imaginación, James Bond tenga los rasgos
indelebles de Sean Connery, del mismo modo que las palabras chica Bond irán siempre unidas, en mi
memoria pavloviana, a la espléndida y húmeda imagen de Úrsula Andress saliendo
del mar con bikini blanco y cuchillo al cinto en 007 contra el doctor No.
Y oigan. Me importa un pimiento frito que estudios de perspectiva
diversa, incluido feminismo radical, etiqueten a James Bond como sexista, snob,
asesino, sádico y vulgar. La literatura, buena, mediocre o mala, profunda, de
entretenimiento, o la que combina sin complejos todos los niveles posibles, no
tiene obligación moral alguna: cuenta mundos, narra miradas, registra
recorridos en los diferentes estratos y situaciones que la vida, y los libros
que la exploran, despliegan ante los ojos del lector. Y estoy convencido de
que, en ese territorio sin reglas ni cánones absolutos, tan útil o interesante
puede ser una conversación entre Hans Castorp y Settembrini en La Montaña mágica como los silencios del capitán
MacWhirr en Tifón, la muerte de
Porthos en el Bragelonne o la tortura
de que es objeto Bond, desnudo y atado a una silla, en Casino Royale. Por eso saludo a ese sexagenario 007 como lo que
soy: un viejo lector agradecido.
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