Por James Neilson |
Si bien la doctora Cristina Fernández de Kirchner debería de sentirse a sus anchas en un lugar tan lleno de profesores universitarios progres como Harvard, su poder depende en buena medida de su capacidad para conservar el apoyo de los habitantes de
Tal vez cree que, si lo fuera, los estudiantes reunidos para
escucharla en el aula de la
Escuela Kennedy hubieran festejado sus ocurrencias con el
entusiasmo automático que suelen manifestar los gremialistas, empleados públicos
y beneficiarios de planes trabajar que suelen movilizar los operadores
kirchneristas para aportar un poco de calor humano a los actos políticos
protagonizado por Cristina en que inaugura, o reinaugura, alguno que otro
emprendimiento económico, pero, huelga decirlo, nunca hubo la menor posibilidad
de que lo hicieran.
Por el contrario, para indignación de
Así, pues, los jóvenes de Harvard, entre ellos argentinos y
otros latinoamericanos familiarizados con las vicisitudes recientes del país y
con los temas que están en boga, aprovecharon la oportunidad para bombardearla
con preguntas que no molestarían a políticos experimentados y que Cristina, en
su avatar anterior como una parlamentaria avezada, hubiera contestado con la
desenvoltura que era una de sus características más notables, pero que, como
presidenta comprometida con un “relato” épico que solo ella y los compañeros de
La Cámpora
toman en serio y que se siente obligada a defender contra un sinnúmero de
enemigos gorilescos, la dejaron mareada.
Lo que le sucedió a Cristina en los Estados Unidos tuvo un
impacto muy fuerte aquí porque, a juicio de virtualmente todos salvo los
kirchneristas más embelesados, los estudiantes que se animaron a “dialogar” con
ella representaban a su modo la normalidad. En los países democráticos, es
habitual que los dirigentes políticos se permitan interrogar acerca de asuntos
como la inflación, el delito, la libertad de prensa, los problemas cambiarios,
una eventual reelección, su presunta amistad con personajes a un tiempo
extravagantes y peligrosos como Hugo Chávez y la evolución de su patrimonio
personal, sobre todo cuando ha crecido de manera tan espectacular como el de
Cristina.
Son gajes del oficio. Pero Cristina, acostumbrada como está
a las puestas en escena cuidadosamente preparadas, con la presencia
reconfortante de un elenco estable de empresarios aplaudidores, funcionarios
serviles en la primera fila y los muchachos de La Cámpora , siempre
dispuestos a gritar consignas, atrás en la tribuna, reaccionó como si se
creyera víctima de una vil emboscada periodística organizada por aquel genio
del mal, el profesor Moriarty o el Guasón de su mundillo particular, el nunca
adecuadamente denostado CEO de Clarín, Héctor Magnetto. Aunque es posible que
antes de iniciarse la función algunos estudiantes sí se hayan comunicado con
los agentes del monopolio, no hubo preguntas sospechosas como quisieran hacer
creer los militantes oficialistas, ya que toda la información que necesitaban
era de dominio público.
Puede entenderse, pues, la sorpresa que sintieron los
estudiantes, tanto norteamericanos como latinoamericanos, cuando, en vez de
intentar contestar, con la cortesía y falsa humildad indicadas, preguntas que
son rutinarias en estas ocasiones, la Presidenta visitante optó por denigrarlos,
tratándolos, con prepotencia típica del estilo K, como “compañeritos”,
chiquilines malos tan estúpidos que tuvieron que escribir cosas en “papelitos”,
algo que, según parece, en su opinión sería aceptable en la Universidad de La Matanza pero que no lo es
en una institución del prestigio internacional de Harvard. Como no pudo ser de
otro modo, Cristina se las arregló para dejar una impresión pésima en Harvard,
la de una mujer soberbia e irascible, impresión que, merced a las
comunicaciones electrónicas que han hecho del mundo una aldea, se trasladó
instantáneamente a la
Argentina.
También consiguió ofender gratuitamente a los docentes y
estudiantes de La
Matanza. Puede que, para desquitarse, quisieran emular a sus
equivalentes de Harvard sometiéndola a un “diálogo” sin muchas concesiones,
aunque a esta altura entenderán que sería poco probable que la Presidenta aceptara
correr el riesgo que le supondría enfrentarse con los “compañeritos” matanceros
sin la ayuda de su guardia pretoriana camporista.
De todas maneras, al referirse a La Matanza como si la
considerara un lugar mundialmente famoso por la escasa inteligencia de sus
habitantes, comenzando con los docentes y estudiantes de la universidad, la Presidenta cometió un
error que podría costarle caro. Sentir desdén por miembros de la clase media
porteña por suponerlos congénitamente golpistas y tan antipatrióticos que no
vacilarían en cambiar sus pesos nacionales por dólares estadounidenses es una
cosa, pero despreciar en público a los pobres porque, desde su punto de vista,
no están a la altura de los jóvenes de Harvard es otra mucho peor.
Por lo demás, después de casi un decenio de gobierno
kirchnerista “hegemónico” en que la economía ha disfrutado de una bonanza
extraordinaria, es con toda seguridad legítimo atribuir el estado nada
satisfactorio del sistema educativo nacional a las deficiencias de la gestión
de la Presidenta
misma y de funcionarios, como el ministro de Educación que, a juzgar por sus
declaraciones, cree que las universidades nacionales deberían subordinar todo
lo demás a la formación de militantes oficialistas.
Puesto que el grueso del capital político de Cristina, y por
lo tanto del Gobierno nacional, consiste en lo que aún queda de la imagen
positiva que hace menos de un año le permitió triunfar por un margen absurdo en
las elecciones presidenciales, no se puede minimizar la importancia del
deterioro evidente que sufrió a raíz de su comportamiento poco profesional en
los Estados Unidos. El que, a pesar de su fama como oradora, Cristina no haya
sabido manejarse bien en un simulacro de conferencia de prensa, ha asestado un
golpe penoso a su reputación. Por lo demás, según diversas encuestas de
opinión, en las semanas últimas el nivel de aprobación ostentado por Cristina
ha caído precipitadamente.
De mantenerse dicha tendencia, le aguarda una etapa plagada
de dificultades. Parecería que está consolidándose con rapidez desconcertante
la sensación de que la
Presidenta ha perdido contacto con la realidad, que, rodeada
como está de familiares, amigos personales, jóvenes impulsivos y oportunistas
obsecuentes, se ha replegado a un mundo de fantasía en que habla a diario con
los periodistas, el cepo cambiario es un invento mediático feísimo, la
inflación apenas existe, la inseguridad ciudadana es solo una sensación y, la
novedad más alarmante que nos brindó Cristina en el transcurso de su excursión
al imperio norteamericano, Irán, país que en cualquier momento podría
convertirse en epicentro de una guerra de dimensiones imprevisibles, será un
aliado valioso, razón por la que convendría cubrir con un manto de olvido
asuntos tan desagradables como el asesinato de casi un centenar de argentinos
que, según la Justicia ,
habrá sido ordenado por los servicios del régimen de los ayatolás.
Por ser la
Argentina un país de instituciones raquíticas, sin partidos
genuinos, en que todo se improvisa, muy pocos presidentes han sabido resistirse
a la tentación de buscar refugio en un “relato” escrito cuando los vientos
soplaban en su favor. Siempre ha sido así en la tierra del mítico “diario de
Yrigoyen”. Al darse cuenta un día de que ya no funciona como antes el
“carisma”, esta ilusión colectiva que, por motivos a menudo misteriosos,
permite que personas determinadas se erijan en líderes irresistibles, les
parece natural atribuir las malas noticias a la perversidad de adversarios
mentirosos agazapados en los medios. En tal caso, suelen suponerse blancos de
campañas periodísticas de una ferocidad sin precedente en la historia
universal. Con frecuencia, Carlos Menem se quejó con amargura de la falta de
respeto de los medios, razón por la que comprenderá muy bien la autocompasión
que se apodera de Cristina toda vez que piensa en la hostilidad hacia su
persona de los medios malditos. Aunque en comparación con lo que Barack Obama,
David Cameron y François Hollande tienen que soportar, las críticas que recibe
Cristina no son llamativamente filosas, le gusta creerse víctima de la
malignidad ajena, acaso porque a su entender sirve para justificar la ofensiva
del gobierno que encabeza contra el pluralismo mediático.
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