sábado, 6 de octubre de 2012

Entre Harvard y La Matanza

Por James Neilson

Si bien la doctora Cristina Fernández de Kirchner debería de sentirse a sus anchas en un lugar tan lleno de profesores universitarios progres como Harvard, su poder depende en buena medida de su capacidad para conservar el apoyo de los habitantes de La Matanza y otros distritos de cultura política parecida. Por lo tanto, tiene que procurar conciliar los dos mundos así supuestos. Hacerlo no le está resultando del todo fácil. Como ella misma se ha encargado de recordarnos, Cambridge, Massachussets, no es La Matanza, Provincia de Buenos Aires.

Tal vez cree que, si lo fuera, los estudiantes reunidos para escucharla en el aula de la Escuela Kennedy hubieran festejado sus ocurrencias con el entusiasmo automático que suelen manifestar los gremialistas, empleados públicos y beneficiarios de planes trabajar que suelen movilizar los operadores kirchneristas para aportar un poco de calor humano a los actos políticos protagonizado por Cristina en que inaugura, o reinaugura, alguno que otro emprendimiento económico, pero, huelga decirlo, nunca hubo la menor posibilidad de que lo hicieran.

Por el contrario, para indignación de la Presidenta y de los asesores que habían confiado en su capacidad para brillar en cualquier ámbito, los estudiantes que asistían a las charlas magistrales que dio en Georgetown y Harvard no manifestaron demasiado interés en sus ideas acerca de la fase actual de la crónica crisis planetaria. Prefirieron tratarla como si fuera una política común, malentendido que, desde luego, enojó sobremanera a la señora ya que se había propuesto desempeñar por un rato el papel de una lumbrera intelectual del mismo nivel académico que ciertos ex mandatarios de países vecinos, como el brasileño Fernando Henrique Cardoso y el uruguayo Julio María Sanguinetti.

Así, pues, los jóvenes de Harvard, entre ellos argentinos y otros latinoamericanos familiarizados con las vicisitudes recientes del país y con los temas que están en boga, aprovecharon la oportunidad para bombardearla con preguntas que no molestarían a políticos experimentados y que Cristina, en su avatar anterior como una parlamentaria avezada, hubiera contestado con la desenvoltura que era una de sus características más notables, pero que, como presidenta comprometida con un “relato” épico que solo ella y los compañeros de La Cámpora toman en serio y que se siente obligada a defender contra un sinnúmero de enemigos gorilescos, la dejaron mareada.

Lo que le sucedió a Cristina en los Estados Unidos tuvo un impacto muy fuerte aquí porque, a juicio de virtualmente todos salvo los kirchneristas más embelesados, los estudiantes que se animaron a “dialogar” con ella representaban a su modo la normalidad. En los países democráticos, es habitual que los dirigentes políticos se permitan interrogar acerca de asuntos como la inflación, el delito, la libertad de prensa, los problemas cambiarios, una eventual reelección, su presunta amistad con personajes a un tiempo extravagantes y peligrosos como Hugo Chávez y la evolución de su patrimonio personal, sobre todo cuando ha crecido de manera tan espectacular como el de Cristina.

Son gajes del oficio. Pero Cristina, acostumbrada como está a las puestas en escena cuidadosamente preparadas, con la presencia reconfortante de un elenco estable de empresarios aplaudidores, funcionarios serviles en la primera fila y los muchachos de La Cámpora, siempre dispuestos a gritar consignas, atrás en la tribuna, reaccionó como si se creyera víctima de una vil emboscada periodística organizada por aquel genio del mal, el profesor Moriarty o el Guasón de su mundillo particular, el nunca adecuadamente denostado CEO de Clarín, Héctor Magnetto. Aunque es posible que antes de iniciarse la función algunos estudiantes sí se hayan comunicado con los agentes del monopolio, no hubo preguntas sospechosas como quisieran hacer creer los militantes oficialistas, ya que toda la información que necesitaban era de dominio público.

Puede entenderse, pues, la sorpresa que sintieron los estudiantes, tanto norteamericanos como latinoamericanos, cuando, en vez de intentar contestar, con la cortesía y falsa humildad indicadas, preguntas que son rutinarias en estas ocasiones, la Presidenta visitante optó por denigrarlos, tratándolos, con prepotencia típica del estilo K, como “compañeritos”, chiquilines malos tan estúpidos que tuvieron que escribir cosas en “papelitos”, algo que, según parece, en su opinión sería aceptable en la Universidad de La Matanza pero que no lo es en una institución del prestigio internacional de Harvard. Como no pudo ser de otro modo, Cristina se las arregló para dejar una impresión pésima en Harvard, la de una mujer soberbia e irascible, impresión que, merced a las comunicaciones electrónicas que han hecho del mundo una aldea, se trasladó instantáneamente a la Argentina.

También consiguió ofender gratuitamente a los docentes y estudiantes de La Matanza. Puede que, para desquitarse, quisieran emular a sus equivalentes de Harvard sometiéndola a un “diálogo” sin muchas concesiones, aunque a esta altura entenderán que sería poco probable que la Presidenta aceptara correr el riesgo que le supondría enfrentarse con los “compañeritos” matanceros sin la ayuda de su guardia pretoriana camporista.

De todas maneras, al referirse a La Matanza como si la considerara un lugar mundialmente famoso por la escasa inteligencia de sus habitantes, comenzando con los docentes y estudiantes de la universidad, la Presidenta cometió un error que podría costarle caro. Sentir desdén por miembros de la clase media porteña por suponerlos congénitamente golpistas y tan antipatrióticos que no vacilarían en cambiar sus pesos nacionales por dólares estadounidenses es una cosa, pero despreciar en público a los pobres porque, desde su punto de vista, no están a la altura de los jóvenes de Harvard es otra mucho peor.

Por lo demás, después de casi un decenio de gobierno kirchnerista “hegemónico” en que la economía ha disfrutado de una bonanza extraordinaria, es con toda seguridad legítimo atribuir el estado nada satisfactorio del sistema educativo nacional a las deficiencias de la gestión de la Presidenta misma y de funcionarios, como el ministro de Educación que, a juzgar por sus declaraciones, cree que las universidades nacionales deberían subordinar todo lo demás a la formación de militantes oficialistas.

Puesto que el grueso del capital político de Cristina, y por lo tanto del Gobierno nacional, consiste en lo que aún queda de la imagen positiva que hace menos de un año le permitió triunfar por un margen absurdo en las elecciones presidenciales, no se puede minimizar la importancia del deterioro evidente que sufrió a raíz de su comportamiento poco profesional en los Estados Unidos. El que, a pesar de su fama como oradora, Cristina no haya sabido manejarse bien en un simulacro de conferencia de prensa, ha asestado un golpe penoso a su reputación. Por lo demás, según diversas encuestas de opinión, en las semanas últimas el nivel de aprobación ostentado por Cristina ha caído precipitadamente.

De mantenerse dicha tendencia, le aguarda una etapa plagada de dificultades. Parecería que está consolidándose con rapidez desconcertante la sensación de que la Presidenta ha perdido contacto con la realidad, que, rodeada como está de familiares, amigos personales, jóvenes impulsivos y oportunistas obsecuentes, se ha replegado a un mundo de fantasía en que habla a diario con los periodistas, el cepo cambiario es un invento mediático feísimo, la inflación apenas existe, la inseguridad ciudadana es solo una sensación y, la novedad más alarmante que nos brindó Cristina en el transcurso de su excursión al imperio norteamericano, Irán, país que en cualquier momento podría convertirse en epicentro de una guerra de dimensiones imprevisibles, será un aliado valioso, razón por la que convendría cubrir con un manto de olvido asuntos tan desagradables como el asesinato de casi un centenar de argentinos que, según la Justicia, habrá sido ordenado por los servicios del régimen de los ayatolás.

Por ser la Argentina un país de instituciones raquíticas, sin partidos genuinos, en que todo se improvisa, muy pocos presidentes han sabido resistirse a la tentación de buscar refugio en un “relato” escrito cuando los vientos soplaban en su favor. Siempre ha sido así en la tierra del mítico “diario de Yrigoyen”. Al darse cuenta un día de que ya no funciona como antes el “carisma”, esta ilusión colectiva que, por motivos a menudo misteriosos, permite que personas determinadas se erijan en líderes irresistibles, les parece natural atribuir las malas noticias a la perversidad de adversarios mentirosos agazapados en los medios. En tal caso, suelen suponerse blancos de campañas periodísticas de una ferocidad sin precedente en la historia universal. Con frecuencia, Carlos Menem se quejó con amargura de la falta de respeto de los medios, razón por la que comprenderá muy bien la autocompasión que se apodera de Cristina toda vez que piensa en la hostilidad hacia su persona de los medios malditos. Aunque en comparación con lo que Barack Obama, David Cameron y François Hollande tienen que soportar, las críticas que recibe Cristina no son llamativamente filosas, le gusta creerse víctima de la malignidad ajena, acaso porque a su entender sirve para justificar la ofensiva del gobierno que encabeza contra el pluralismo mediático.

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