Por Roberto García |
En alguno de sus libros alude Hobsbawm al peronismo; es de
imaginar lo que entendía por ese fenómeno populista, pero nunca podía sospechar
en cambio la secuela del caballo de Troya que ingresó en ese movimiento y que
hoy determina que los “siete días que conmovieron al mundo” empiezan el 7D,
aunque para algunos tontos –para Hobsbawm inclusive, si viviera– en la ocasión
sólo dirimirán controversias un gobierno y un núcleo mediático privado.
Curiosamente, esa pelea principal será para reconquistar una
prenda que el propio administrador le había cedido a su enemigo privado –la
fusión y la caja de Cablevisión– sin conocerse en su momento la razón de este
obsequio ni, más tarde, el propósito de recuperarlo. Hobsbawm tampoco lo
hubiera entendido.
Al margen de intereses económicos, plausibles, evidentes (de
lo que se llama el spoils system a configurar por el Gobierno con los medios
públicos y los privados afines versus la posición dominante ejercida como una
telaraña por Clarín con la gracia de distintas administraciones), se construye
una epopeya grandilocuente y masiva, fundada en libertades, democracia y otras beldades
de dudosa vocación. En verdad, una de las partes pugna por más territorio
político y la otra se revuelve para no entregar lo que estima propio: lo
político en su caso es aleatorio, lo que importa es no sacar de la cuenta lo
que ya está escriturado.
Son dos pymes con poder circunstancial. Por un lado, una
mujer iluminada con la provisión del equipo estatal rendido a sus
instrucciones, convencida de que sus desazones provienen de la instigación de
Clarín y sus sucedáneos, mientras por el otro, se boceta una sucesión en
ciernes, un contador de salud delicada que preside el grupo, un operador de
confianza (que también fue de confianza del kirchnerismo), algunos abogados y
un paquete de periodistas que del ganapán como medio de vida pasaron a
convertirse en pregoneros de derechos que antes no preocupaban. En total, no
superan a los participantes de una escaramuza en la guerra por la Independencia.
Se comprende el interés oficial por aplicar una ley que su
partido impulsó. Es que, antes de esa iniciativa, cuando estaban juntos el
matrimonio Kirchner y Clarín, sonreía la vie en rose, la gente por ese romance
creía que los primeros cuatro años de Néstor habían sido los mejores de la
historia y, para colmo de buenas noticias, crecía el PBI, el costo de vida estaba
quieto, acumulaban reservas y hasta había dinero para repartir luego que el
gobierno anterior sometió al sacrificio de una megadevaluación a los
trabajadores. Entonces, para el ex presidente esa alianza era útil (como otras)
y se conservaba con primicias y negocios, otorgando licencias o amplificando
noticias de poca monta. No importaba si ese canje de facilidades provocaba
competencia desleal. Había gentilezas y favores que le venían de perlas al
prestigio social de un gobernador de minúscula provincia convertido en figura
nacional y el ocasional socio disfrutaba de un poder lateral que excedía al
periodismo.
Pero no era ese casamiento un fundamento del Estado, según
El señalaba para justificarse. Y si no lo fue entonces, usando sus palabras,
tampoco puede serlo el divorcio ahora. Inclusive, quienes le reclamaban por las
ventajas concedidas, solían descabezar el debate señalando como locos o fuera
de moda a quienes le cuestionaban su política de relaciones (si alguien objeta
esta afirmación, este cronista puede aportar testigos incómodos de esos
diálogos).
La prédica oficial señala ahora que desde el 7D, la Argentina será otra.
Cuesta entender que ese episodio de intereses tan personales tenga más
trascendencia que el 25 de Mayo o el 9 de Julio, aunque más de un ciudadano
prevenido puede suponer que de esos polvos saldrán otros lodos, tal la
propaganda ejercida. Ya no parece cándida ni justa la reivindicación por la
pluralidad cuando poco interesó antaño y frente a restricciones cada vez más
evidentes en otros planos institucionales, sea en la autonomía económica o en
el sistema republicano (no olvidar los fracasos con Reposo o Despouy). Abunda
un relato para un solo consumidor, el reduccionismo de un mundo que siempre es
más complejo, una prodigiosa variedad de estrenos oficiales semanales, también
nuevas estrellas de la pantalla, como si la invención de conflictos fuera la
naturaleza de la gestión. Muchos de sus integrantes dirán que es parte de la
revolución permanente.
Con el agregado de máximas insolventes, como decir que el
gorilaje proviene sólo de la
Sociedad Rural cuando, en el 55, en el gobierno militar
estuvieron Oscar Alende y Alfredo Palacios, entre otros, o la “contra” de
entonces también llenó la
Plaza.
Son las múltiples fantasías necesarias para inflamar la
camiseta de los partidarios, los que hoy denostan a Clarín junto a la clase
media como si esta fuera un ejército invasor. Ese mismo sector que se
desarrolló con Yrigoyen, lo rechazó y por último lo acompañó en el sepelio; la
que se amplió en otro salto con Perón, después lo repudió (o lo defendió a
medias) y al final lo consagró en elecciones para visitarlo en multitud junto
al féretro.
Más que una clase, un espíritu cambiante y volátil, el que
prevalecía en quienes un día cenaban con uno o dos responsables del Grupo
Clarín, intercambiaban elogios y cumplidos hasta que más tarde se les ocurrió
–por enunciar una explicación ingenua– que esos mismos invitados violaban
derechos humanos, secuestraban niños o asistían a salas de torturas. En el
medio, la pobre víctima por todos proclamada: la libertad de prensa.
Finalmente, está claro que se trata de creer o hacer creer
que desde el 7D se acaba no solo Clarín, también la inflación y otras penosas
desventuras. Como algunos son gente de fe, seguramente creen en lo que no han
visto.
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