Por Gabriela Pousa |
Un atropello sigue a otro sin que medie una
explicación, menos aún una disculpa. La corrupción tiene voceros y
denuncias pero no castigo aunque los protagonistas sean siempre los mismos. No
se profugan, no se avergüenzan, no se esconden siquiera…
Por el contrario, ocupan cargos, se los
premia, frente a nuevos comicios se candidatean, cambian de color y camiseta
pero no de mañas ni de estrategias. Y de repente, como si nada hubiera
sucedido, como si fuesen recién llegados, se los encuentra frente a cámaras
denunciando y explicando cómo solucionar lo que ellos mismos provocaron.
Esa es la peculiar lógica de nuestra
dirigencia. Las causas
judiciales nacen vencidas, el juez no castiga, Dios y la Patria demandan acorde a su
realidad: lo atemporal. La sociedad despierta en cámara lenta sin garantía, la
oferta del circo oficialista distrae, envicia.
En ese escenario no se vive, se resiste. Y en
los últimos meses se siente latir esa resistencia con inusitada fuerza. Al
gobierno le molesta, en consecuencia le pone nombre, la etiqueta y la alimenta.
Se regodea: ha encontrado otra fuente de inspiración para su guerra. Plantean
pues, una falsa disyuntiva: ellos son la democracia, los demás los enemigos de
aquella.
Lo cierto es que la soberanía popular
se forjó como lo más benévolo, pero ya ha dejado de respetarse la mayoría de
sus términos. Subsiste así, la creencia generalizada de vivir en
“democracia”, cuando en rigor ésta se ha limitado a una fecha arbitraria del
calendario. Antes y después es difícil determinar qué o quién está
gobernando, y el “cómo” es directamente el antónimo de lo democrático.
La “democracia” actual sirve apenas para
justificar el aguantar lo que aguantamos a diario. ¿Quién se atrevería en pleno siglo XXI a
rebatir las bondades de la representación del pueblo? Nadie: la condena caería
sobre aquel como cayó la flecha de fuego sobre las alas de Dédalo.
Y es que si dicho régimen se limita a un día
cada 4 años, es dable decir que Hitler fue democrático. Un rápido racconto por
las ideas de Alexis de Tocqueville, haría comprender que la democracia es un
modo de vida, más que un sufragio.
El kirchnerismo impuso una historia oficial y
forjó su propio diccionario. Denuncian complots al por mayor. Alguien tiene
que tener la culpa cuando se venga abajo todo este andamiaje con alambre atado.
Recurren al viejo artilugio del
conspiracionismo, instalan la idea de una conspiración perpetua. Los
buenos de su lado. El resto, por antonomasia es malo. Así ante cada adversidad
que tuvo que enfrentar el kirchnerismo apeló a la misma estrategia: escapar
hacia adelante, ir por más. Es su forma de hacer politica.
De ese modo se explica la vorágine de los
últimos días en los cuales todo mal es adjudicado al grupo Clarín, y a
maniobras destituyentes de un “ilegal” Héctor Magnetto (porque los “legales”
son ellos). Comienzan pues a agitar banderas, a denunciar sin pruebas, a
victimizarse, y a advertir que los fantasmas regresan.
Ya se han denunciado complots de toda índole:
empresarios, eclesiásticos, judiciales, políticos, agropecuarios, de Barrio
Norte, de Recoleta, de clase media… Cristina Fernández es experta en aggionar
el discurso e instalar la existencia de una conspiración contra ella.
Sin duda habrá mucha gente que quiere verla
lejos de la
Presidencia. Ahora bien, de ahí a que se trate de complot
destituyente hay trechos cuyas distancias exceden a la contabilidad humana. El
teatro actual no es el que se erigía en viejas épocas. Las divergencias no son
sutiles. La escenografía necesaria para los golpes de Estado fue
deshecha. No hay armas. No hay líderes. No hay intención siquiera. Y ese es
quizás el mayor problema para la
Presidenta.
Si nadie conspira, debe hacerlo ella. Y en
ese punto del guión estamos hoy. Cristina libra una guerra inútil y
macabra contra la nada, o peor aún contra sí misma. Claro que no causa
risa, no es Quijote contra molinos de viento, no es Gabriel Syme contra la
anarquía*, no hay magia ni poesía.
Veamos un poquito de que trata este método.
De acuerdo a dos estudiosos en la materia, Berlet y Lyons, “el
conspiracionismo es una forma narrativa particular de articular un chivo
expiatorio, la cual enmarca enemigos satanizados como parte de un vasto e
incisivo argumento contra el bien común.”
Las teorías de la conspiración responden a
visiones apocalípticas donde sólo hay buenos y malos.Bajo ese esquema de
pensamiento, a los malos hay que vencerlos a cualquier precio y por cualquier
medio. Se justifican entonces medidas autoritarias y arbitrarias. En
definitiva, se justifica la dictadura como una forma de defensa de la
democracia.
¿Por qué no creerle a Cristina? Por el simple
hecho que para instalar una idea de conspiración eficiente y efectiva se
necesita convencer, y en este caso, ni ella se muestra convencida.
¿Los decretos de recortes salariales en
Gendarmería y Prefectura fueron rubricados por oligarcas de Avenida Libertador
acaso? Una pregunta basta para que se caiga el teorema. Y supongamos
que las declaraciones del jefe de Gabinete, Juan Abal Medina y del ministro de
Economía Hernán Lorenzino fuesen ciertas: ¿Cómo es que hay caos administrativo
y se dan cuenta después de 10 años de ocupar la Presidencia ? Es, lisa
y llanamente una afrenta.
El intento por justificar lo injustificable y
echar culpas afuera es harto conocido. Zviad Gamsajurdia, difunto presidente de
Georgia, atribuía su apartamiento del poder a un complot transnacional
teledirigido desde Washington. Para Alexander Zinoviev, antiguo partidario de
la restauración del comunismo en Rusia, Occidente había propuesto acabar con su
país comprando a Yelstin y a Gorbachov con el fin de aplastar y desmantelar el
“sovietismo”.
“La tesis del complot resulta
tranquilizadora en la medida que explica todos los acontecimientos mediante la
acción de fuerzas subterráneas. Lo cierto es que el nombramiento de un Gran
Culpable puede tomar dos direcciones: la primera lleva a la renuncia (¿para qué
luchar si alguien superior en poder o potencia trama negros propósitos contra
nosotros?) Y la segunda a la designación de un chivo expiatorio, un enemigo al
cual hay que aniquilar no importa el modo, para recuperar la armonía.
La idea de conspiración es irrefutable pues a
los argumentos que se les oponen se les da vuelta, y se los transforma en
prueba de la omnipotencia de los conspiradores. Eterna cantinela del
paranoico: ¿Qué culpa tengo yo si siempre tengo razón?. Evita hacer autocrítica
a quienes son objeto de aquella, impide ser puestos en tela de juicio. Les
ofrece el consuelo supremo: creerse suficientemente importantes para que
malvados inmorales, en alguna parte, pretendan destituirlos.
El peor complot en definitiva -sintetiza
Pascal Bruckner- es la indiferencia. “¿Cuántos de nosotros
sobreviviríamos a la idea de que no suscitamos en los demás ni suficiente
adhesión ni suficiente odio como para justificar la más mínima malevolencia?”
¿Podría Cristina Kirchner digerir que la
gente está preocupada en sus propias necesidades y en una realidad adversa, más
que en sus diatribas y “generosas” ofertas? A la vista está la
respuesta.
* Referencia al personaje de la novela “El
Hombre que fue Jueves” de Chesterton
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