Por James Neilson |
Aunque no es una dictadura, los comprometidos con el
gobierno de Cristina se aferran a ideas y valores que serían más apropiados
para los líderes de un movimiento totalitario que para miembros de un partido
dispuesto a respetar los límites previstos por la constitución imperante. Y,
como tantos totalitarios de triste memoria, creen que quienes controlan el
“relato” terminarán adueñándose de todo lo demás, de ahí la ofensiva contra los
medios periodísticos que se niegan a darles el apoyo incondicional que exigen.
Puede entenderse, pues, el desconcierto que sintieron los
kirchneristas cuando centenares de miles de personas, pertrechadas de cacerolas
y otros utensilios, salieron de sus hogares para protestar contra la
prepotencia oficial, la corrupción impúdica, la fatuidad de las arengas
machaconas casi diarias de Cristina, la noción de que todos deberían temerle
“un poquito”, la amenaza de la re-re, la transformación de la AFIP en una unidad policíaca
dedicada a la caza de disidentes, la indiferencia aparente del gobierno ante la
inseguridad ciudadana y, desde luego, la ineptitud alarmante de los encargados
de manejar la economía.
Lo que vieron los oficialistas aquella noche fue el
nacimiento de otro relato, uno que, andando el tiempo, podría resultar ser
mucho más convincente, y más popular, que el cuento que los kirchneristas han
confeccionado en base a una mezcolanza rara de ingredientes aportados por tiras
cómicas, veteranos de la guerrilla neofascista de los años setenta del siglo
pasado, ex marxistas que a pesar de todo aún sienten nostalgia por genocidas
como Stalin y Mao, historiadores revisionistas, académicos europeos, chavistas
y progres despistados.
El nuevo relato, el que están escribiendo millones de
argentinos que, a diferencia de tantos amigos recién enriquecidos de la causa
cristinista, no tienen el menor interés en visitar Miami (una ciudad que, acaso
injustamente, a ojos de muchos latinoamericanos simboliza la vulgaridad
consumista), es muy distinto del propagado por los esforzados comunicadores
oficiales. Si bien es menos ampuloso que el gubernamental, a su manera es
épico; lo protagoniza un héroe colectivo, el pueblo que, bien o mal vestido, se
ha puesto de pie para gritar No a los abusos del poder, a la rapacidad
sistemática, a la hipocresía de los oportunistas congénitos que siempre
abundan, a la negativa de los kirchneristas a respetar los derechos ajenos, al
desprecio por quienes no se entusiasman por la versión oficial de turno y a la
obsecuencia de la que hacen gala los aduladores seriales. Lo que quiere este
pueblo es que la Argentina
sea un país “normal” que se destaque por algo más que las extravagancias de sus
gobernantes, un país en las instituciones políticas funcionen como es debido.
En la actualidad, el clima social se parece bastante al de
la fase final de la dictadura militar, cuando la clase media despertaba de una
larga modorra. En aquel entonces, la mayoría repudió no solo a un régimen
claramente moribundo sino también al peronismo por entender que compartía con
los militares la misma mentalidad, autoritaria y violenta, que tanto había
contribuido a la decadencia del país. Aunque muchos peronistas entendieron el
mensaje contundente que le envió la mayoría en las elecciones de 1983, algunos
grupos se negaron a cambiar. Desafortunadamente para el país, la incapacidad
para manejar de forma adecuada la economía del gobierno del presidente radical
Raúl Alfonsín, el hombre que supo mejor interpretar lo que quería la mayoría,
impidió que la transformación se consolidara. La hiperinflación no solo tuvo un
impacto cataclísmico en el nivel de vida de amplios sectores de la población;
también frenó la evolución de la cultura política del país que no tardó en recaer
en sus vicios tradicionales. ¿Surgirá un sucesor al Alfonsín de 1983, un
dirigente con las cualidades necesarias para aprovechar el hartazgo que tantos
sienten por el kirchnerismo hegemónico? Si uno apareciera, el panorama político
cambiaría mucho.
Huelga decir que, entre los peronistas más reacios a
abandonar las viejas modalidades, reemplazándolas con otras más acordes con los
tiempos que corren, se encuentran Cristina y sus adherentes principales. Son
ultraconservadores. Tanto ella como los funcionarios más locuaces, personajes
como el jefe de Gabinete Juan Manuel Abal Medina, viven en la Argentina de cuarenta
años atrás. En cada esquina ven golpistas. Como lunáticos recluidos en un
manicomio, dan por descontado que quienes a primera vista parecen ser civiles
tranquilos son en verdad militares disfrazados, que el CEO de Clarín Héctor
Magnetto no es el empresario anciano de salud precaria de las fotos sino en
realidad –una realidad muy especial, se entiende–, un feroz general mediático
fenomenalmente hábil que en cualquier momento puede llenar las calles y plazas
del país de destituyentes furibundos tan disciplinados que ni siquiera pisan el
césped.
En el mundo que efectivamente existe, no hay posibilidad
alguna de que se produzca un golpe militar, pero sucede que, según el relato
cristinista, la oposición auténtica no consiste en dirigentes de carne y hueso
como Mauricio Macri que no soñarían con recurrir a la violencia, sino en la
dictadura militar de los años setenta del siglo pasado. Así las cosas, a su
entender se justifican plenamente medidas que acaso podrían considerarse
necesarias si un gobierno “popular” luchara contra las huestes blindadas de la
corporación castrense. En el mundo fantasmagórico de Cristina y sus seguidores,
todo es permisible porque el enemigo es tan inenarrablemente atroz; toman el
hecho de que solo ellos hayan oído el rugir de los motores de los tanques por
evidencia de la astucia apenas concebible de los golpistas.
Por este motivo, ciertos funcionarios del Gobierno han reaccionado
de forma tan histérica ante el cacerolazo. Si pensaran como demócratas,
procurarían reconciliarse con la gente, asegurándole que entiende sus problemas
y que está esforzándose por solucionarlos, pero puesto que imaginan que
Cristina, acompañada por el Nestornauta y otros héroes de la mitología casera
que han inventado, está llevando a cabo una especie de revolución retro
destinada a probar que los montos de antes sí tenían razón, optaron por tratar
a los manifestantes como si fueran aquellos militares golpistas cuya ausencia
obstinada les parece tan inexplicable como inquietante.
Por tratarse a su juicio de la avanzadilla del largamente
esperado ejército enemigo, los defensores más resueltos del “modelo” o
“proyecto” o lo que fuera se han propuesto reconquistar la calle, algo que
podrían hacer con facilidad movilizando a sus aliados piqueteros, sindicatos
oficialistas, barrabravas ídem y los muchachos del Vatayón Militante. Por
supuesto, las turbas así formadas no serían nada espontáneas, pero extrañaría
que los soldados de Cristina se preocuparan por un detalle tan insignificante.
Como diría la Presidenta ,
convendría que los reaccionarios inmundos sintieran un poquitín de miedo.
Para los kirchneristas, el país está dividido entre los
buenos, que los adulan, y los malos, sujetos miserables de clase media que
fantasean con Miami y añoran a los militares. Es una línea divisoria
decididamente anacrónica. La sugerida por quienes participaron del primer gran
cacerolazo de lo que podría resultar ser una serie que vaya in crescendo, es
muy distinta. Por un lado están los respetuosos de la ley y de la constitución
nacional, los que preferirían que manejara la economía un equipo coherente, no
un cuarteto o quinteto de excéntricos pendencieros, y los que quisieran que la
corrupción fuera menos flagrante; por el otro se hallan los rencorosos, los
violentos, los habituados al clientelismo y aquellos que, por convicción o por
oportunismo, dicen tomar en serio el cada vez más esperpéntico “relato” de los
pibes de La Cámpora
y, por extraño que parezca, de Cristina también.
Es de esperar que el relato de quienes se sienten humillados
por lo que está ocurriendo en el país termine imponiéndose. Además de ser
mejor, es menos trágico que el reivindicado por el oficialismo que, de
permanecer fiel a las ediciones anteriores, culminaría con la derrota de los
militantes “nacionales y populares”, o sea, con una convulsión política
equiparable con la de los años setenta. Puede que, sin confesarlo, sea lo que
realmente quieren ciertos oficialistas que, conscientes de que “el modelo” es
insostenible que por lo tanto tiene los días contados, sueñan verse desalojados
por una fuerza nada democrática, lo que les permitiría retirarse del campo de
batalla con la dignidad intacta, lo que no sería el caso si no quedara duda
alguna de que el fracaso de su gestión de debió a su propia inoperancia y a las
deficiencias patentes de su ideario esotérico.
* PERIODISTA y
analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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