Por Alfredo Leuco |
El vacío de autoridad presidencial que dejó Fernando de la Rúa generó la demanda social
de un gobierno fuerte, y para eso los Kirchner son mandados a hacer. Son
especialistas en verticalismo, y ése es el costado más peronista que tienen.
Usan y abusan del poder sin culpas y venden su autoritarismo como la única
forma de subordinar a las corporaciones. Y algo, o bastante, de razón tuvieron
a juzgar por el éxito. Jamás desde 1983 a la fecha hubo una persona tan poderosa
como Cristina. Sus órdenes son deseos para la mayoría del país organizado, con
excepción de un sector del sindicalismo y del periodismo. Al resto de las
entidades lograron domesticarlas y hacerlas bailar al ritmo de su música. Les
marcan la agenda: YFP, Ciccone, voto a los 16. Y ante hechos del mismo
contenido, ellos se encargan de bendecir a los buenos y de perseguir a los malos
sin que se les caiga la cara de vergüenza. Hay ejemplos todos los días y en
todos los planos. Si las protestas combativas le toman las escuelas y las
calles a Macri, Scioli o De la
Sota , es parte de la lucha por la liberación y de la
necesaria politización que debe empezar en el jardín de infantes, como los
pioneros cubanos, diría Hebe. Sólo falta que, en lugar de saludar con el
tradicional “Seremos como el Che” de la isla, griten: “Seremos como El”. Si los
que hacen un acampe frente al ministerio de Alicia o cortan la Panamericana son
trabajadores desocupados que reclaman indignados por la miseria que cobran de
los planes y por la discriminación humillante a la que son sometidos porque
tienen la mala suerte de vivir en municipios opositores, en ese caso aparece la Gendarmería para
reprimir con un Rambo llamado Sergio Berni a la cabeza. Esos militantes pasan a
ser “irracionales”, manipulados tanto por Hermes Binner como por Jesús
Cariglino, como si ese concubinato ideológico fuera posible. “Esta protesta
tiene contenido político”, decreta Berni por decisión de Cristina. Y lanza los
perros, los carros hidrantes y los aprietes. La Cámpora con los docentes
kirchneristas porteños dice que “Macri es la dictadura” y se proclaman
censurados. La buena política es la que hacen los del palo contra Macri. Y la
mala política es la que los piqueteros hacen contra Cristina. Está clarito. Los
integrantes de Barrios de Pie y la Corriente Clasista
y Combativa, entre otros, estuvieron veinte horas en Campo de Mayo, uno de los
lugares más tenebrosos del terrorismo de Estado. Se pueden invertir los
protagonistas y la farsa aparece claramente. ¿Qué hubieran dicho los
cristinistas si Macri, Scioli o De la
Sota hubieran detenido durante toda una noche a los
dirigentes docentes en un cuartel, ícono del genocidio?
Ni qué hablar si el tenebroso proyecto X lo hubiese
piloteado el Fino Palacios o la ley antiterrorista (verdadera afrenta a los
desaparecidos) hubiese sido motorizada por Ricardo Casal.
Que los mismos valores sean adorados o condenados de acuerdo
con quién los encarne es un motor de fracturas sociales muy profundas. Genera
insurrección moral. Lo que hacen los míos siempre es legal y revolucionario. Y
lo que hacen los tuyos siempre es ilegal y golpista. Esa irracionalidad es un
terreno fértil para la violencia. Una unidad básica del barrio del Once, esta
semana, pintó amenazante en las paredes: “Si la tocan a Cristina/ hay justicia
popular”. ¿Qué es justicia popular para los muchachos camporistas? ¿Por qué
“popular” y no simplemente “justicia”, como para que haya igualdad ante la ley?
Son blindajes dogmáticos muy peligrosos heredados de lo peor de los 70. En
aquella época, justicia popular era una forma de justificar los asesinatos.
Ajusticiar a alguien era convertirse en ejecutor de los deseos más profundos
del pueblo. Luz roja de alerta para estas locuras. Porque entre los enemigos
irracionales del cristinismo hay mentes minúsculas que también creen que el
revanchismo y la justicia por mano propia es “su” justicia popular. Ya
comprobamos dolorosamente que con el ojo por ojo terminamos todos ciegos.
Deberían tener cuidado a la hora de glorificar mecanismos
suicidas y antidemocráticos desde el poder. Una cosa es condenar la teoría de
los dos demonios porque efectivamente no se puede comparar ni igualar las
dimensiones del terrorismo del Estado con el foquismo criminal. Está claro: no
hubo dos demonios. Pero tampoco hubo un demonio y un ángel, como muchos
dinosaurios montoneros quieren autocelebrar.
Por eso pasan cosas absurdas. Cristina acusa de lo que la
acusan. Habla de prácticas totalitarias, de los que quieren un país fascista y
del estalinismo que amordaza cuando es precisamente lo que gran parte de la
oposición viene denunciando respecto de su gobierno. En esta columna, el
domingo pasado se hizo un llamado para que el debate político renunciara a
utilizar esos términos que siempre se pronuncian con el dedo en el gatillo y
olor a pólvora. No es un gobierno fascista el de Cristina ni el de Macri. Y no
son golpistas los que critican duramente a esos dirigentes. Un país más justo
no debe obligar a nadie a vivir de rodillas. Salvo a los golpistas y corruptos
de verdad.
El sectarismo, el castigo implacable hacia la propia tropa,
el personalismo absoluto que no permite que se desarrollen otros dirigentes, el
temor que genera la mínima disidencia interna y la falta de rebeldía de los que
viven de un sueldo de funcionario sirvieron para conducir con autoridad.
Cristina se aferró con fuerza al timón y eso le dio buenos resultados. Los que
se atrevieron a opinar distinto fueron arrojados por la ventana. Y esa señal,
en lugar de regar la tierra para que florezcan mil flores, fue como pisar todos
los brotes. De ningún obediente salen los nuevos liderazgos. De ningún esclavo
surge el heredero K. Ese lugar está vacante. Es el principal fracaso de
Cristina.
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