Por Ignacio Fidanza |
Sociedades que contienen instituciones de antigua tradición
republicana –la
Presidencia , el Congreso, la Justicia- que intentan
readaptar su formato nacido hace más de dos siglos a un contexto enteramente
distinto, signado por la influencia de los medios masivos de comunicación y
ahora envolviendo y desbordando a estos, las redes sociales: artilugio
tecnológico que permite la novedad de articular movimientos sociales sin
necesidad de partidos ni líderes.
Es a esa Némesis viral a la que se enfrenta el kirchnerismo,
que desorientado combina respuestas de similar inconsistencia –o acaso
peligrosidad-. Del desprecio a la minimización, pasando por el tardío
reconocimiento de la existencia de un nuevo actor político –distinto,
inarticulado, difícil de estigmatizar, comprar, seducir, amedrentar-.
Némesis era una querida diosa griega que venía a castigar la
desmesura, a corregir a aquellos que acaso en el camino de una vida demasiado
exitosa olvidaban a quien deben obedecer los gobernantes –o mejor dicho, para
quien gobiernan-. Un recordatorio de la naturaleza humana, demasiado humana.
El gobierno tiene hoy amartillada sobre su humanidad la
convocatoria a un nuevo cacerolazo para el 8 de Noviembre en el Obelisco.
Mientras intermitente, todo su dispositivo de poder, sufre microcacerolazos
aquí y allá. Como sea, la cita del mes próximo puede terminar en un mitin
deslucido de un puñado de resentidos o reventar las calles con multitudes
semejantes o acaso superiores a las del reciente cacerolazo.
Lo grave –para el kirchnerismo- es que se trata de un
proceso que transcurre por fuera de sus designios y peor aún, sobre el que
tiene una casi nula capacidad de intervención ¿A quién ir a buscar para ofrecer
qué?
Respuestas posibles
En rigor, la supuesta complejidad del desafío surge por la
reticencia del Gobierno a tomar el toro por las astas, acaso influido por un
pánico –o un prejuicio- que le nubla lo evidente. Lo primero es reconocer la
existencia de un nuevo actor político. Lo segundo natural es empezar a entender
que está diciendo.
De manera que uno de los más evidentes reclamos es ese: la
exigencia de una diálogo. Basta de imposiciones, de cadenas nacionales, de
iluminados que como Axel Kicillof intentan reducir –en su caso- la complejidad
creativa de la vida económica de la Argentina a esa megalómana matriz insumo producto
en la que consume sus días, buscando el número perfecto que equilibre todas las
variables.
El gobierno suele consolarse afirmando que los cacerolazos
no son un problema político ya que no asoma una oposición articulada para
capitalizar ese descontento. Se trata acaso del más grave de los errores de
lectura de los muchos que se cometen al abordar el fenómeno. La ausencia de una
oposición eficaz para ser vehículo del reclamo, le imprime al sistema una
inestabilidad muy peligrosa y deja la protesta social –porque aunque sea de
clase media (o acaso por serlo) es también una protesta social- a merced de lo
impensado.
Los peronistas saben desde su génesis que miles de personas
protestando en la calle no suelen presagiar nada bueno para los gobiernos, pero
peor aún si ni siquiera tienen un líder con quien sentarse a negociar.
La agenda del reclamo
Otra tontería es pedirle a los que salieron a la calle que
formen un partido y definan un programa de gobierno, como hizo el diputado
Carlos Kunkel. La agenda de la protesta es clarísima y no escuchan sólo los que
no quieren escuchar. Como también es claro el disparador. La intromisión del
gobierno en libertades básicas como el destino de los ahorros o la posibilidad
de viajar, montado sobre el tríptico de inflación, inseguridad y colapso del
transporte público, fueron destilando el combustible que el kirchnerismo
encendió con su proyecto de reforma constitucional y reelección.
Hay un hilo conductor entre la “Profundización del modelo”,
“Vamos por todo” y “Cristina eterna”, cuya coherencia no lo absuelve de su
mayor inconveniente: se trata de una agenda que buena parte de la sociedad
observa no sólo como una extravagancia ajena a sus penurias cotidianas, sino
incluso como una amenaza.
Inflación, Inseguridad, Colapso del transporte público. Es
una agenda muy clara, muy actual y cuya complejidad alcanza para absorber las
energías del gobierno de aquí hasta el fin del mandato de Cristina. No hace
falta inventar nuevos ni más grandilocuentes desafíos.
Un principio sería reconocer los problemas en toda su
extensión y despejar de la agenda lo que irrita. Como hizo Néstor Kirchner,
aquel primer Kirchner de los reflejos intactos, cuando luego de la derrota en
el plebiscito de Misiones enterró las reelecciones de Felipe Solá y Eduardo
Fellner. O cuando cambió de cuajo la Corte Suprema y puso hombres de leyes donde se
necesitan hombres de leyes ¿Tan difícil de entender es que lo de Oyarbide ya no
da para más?
Acaso si se dejara la búsqueda inútil de fantasmas y se
trabajara de manera más franca sobre los problemas reales, todo lo que hoy se
busca por la fuerza podría darse naturalmente. Y sino es así ¿Qué mayor
satisfacción para un gobernante que haber entendido el desafío de su tiempo?
© LPO
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