Por Tomás Abraham (*) |
1. Economía
La política económica del Gobierno es materia de discusión.
Hubo resultados positivos en términos de empleo y reactivación económica. La
coyuntura no fue desfavorable.
Pero desde hace ya más de medio siglo nuestro país no puede elaborar una estrategia de crecimiento industrial inserta en la dinámica del mercado mundial. Los ciclos dependen del precio de las materias primas, ayer la carne y el trigo, hoy la soja. Desde comienzos de la década del 60, el Estado nacional no ha tenido la capacidad de planificar un desarrollo económico y social sustentable. Las fases de crecimiento se interrumpen abruptamente, y las crisis tienen un efecto regresivo cuyo potencial destructivo genera mayor pobreza y más desigualdad que la previamente conocida.
Pero desde hace ya más de medio siglo nuestro país no puede elaborar una estrategia de crecimiento industrial inserta en la dinámica del mercado mundial. Los ciclos dependen del precio de las materias primas, ayer la carne y el trigo, hoy la soja. Desde comienzos de la década del 60, el Estado nacional no ha tenido la capacidad de planificar un desarrollo económico y social sustentable. Las fases de crecimiento se interrumpen abruptamente, y las crisis tienen un efecto regresivo cuyo potencial destructivo genera mayor pobreza y más desigualdad que la previamente conocida.
Si se consideran los índices de medio siglo y se los compara con otros países vecinos y lejanos, la ubicación que tiene nuestro país en términos de desarrollo humano y crecimiento económico muestra una caída sin atenuantes y una sociedad en decadencia.
El último jefe de Estado que tuvo una idea funcional a la
coyuntura del momento, es decir realista, para que el país produjera un salto
cualitativo y creara bases sólidas para un futuro crecimiento, fue Arturo
Frondizi. Su punto de partida fue el giro político de Perón en el fin de su
segundo mandato, en el que señaló la necesidad de una modificación de la
orientación económica cuando se vaciaron las arcas del Estado y el país padecía
atraso tecnológico y dependencia energética. Frondizi extremó las consecuencias
de aquel diagnóstico. Produjo así la última revolución industrial argentina.
Fueron pocos años, no más de cuatro, en los que el país despegó en términos de
energía, industria automotriz, maquinarias y una educación que, entre otros
logros, creó la mejor universidad que se recuerda.
Luego de casi cuarenta tentativas de golpe de Estado, una
coalición de todos los partidos políticos con su acostumbrada vocación
suicidaria, el sindicalismo peronista que le declaró la guerra y que luego
denunció el plan Conintes como resultado de una situación de violencia que no
inició el presidente y cuyos antecedentes represivos se remontan al primer
gobierno de Perón frente a la huelga ferroviaria de 1951 (Ileana Fayó, El plan
Conintes y la conflictividad sociopolítica durante el gobierno de A. Frondizi,
tesina de licenciatura, inédita), un nacionalismo que lo atacaba por cipayo,
una izquierda que lo denunciaba por traición, una derecha que lo condenaba por
comunista, el liberalismo conservador que denunciaba su industrialismo
artificial, un fascismo que lo acusaba de integrar judíos en su gabinete y un
progresismo que atacaba su programa educativo –que daba un lugar a la enseñanza
privada y religiosa–, quienes lo increparon por invitar al Che, otros que lo
hacían por dialogar con Kennedy, en suma, todo el espectro sectorial que
sostenía ayer como hoy que el poder es un paquete que no se comparte y la
sociedad una tábula rasa en la que cada ideólogo tiene el privilegio de gravar
su modelo de país permitió que el resentimiento, la megalomanía y el espíritu
de venganza agruparan a la unánime reacción argentina que con algarabía festejó
su expulsión.
Desde ese momento el país ha estado a la deriva de las
oportunidades que ocultan las carencias de ideas, pendiente de los nichos que
ofrece el mercado mundial con el único objetivo de conseguir divisas y sostener
a grupos políticos civiles y militares que nos gobernaron durante décadas. En
años recientes, las privatizaciones y los préstamos de la banca internacional
produjeron la euforia menemista; hoy, la demanda de productos primarios debido
al ingreso de poblaciones inmensas como nuevos consumidores de alimentos
facilita la fiesta kirchnerista. Pero en lo que se refiere a lo perdurable:
nada.
Sin embargo, esta incapacidad de generar acumulación de
capital, tecnología propia, servicios modernos, desarrollo social y educación
avanzada no es culpa de este gobierno; es un núcleo duro incrustado en la
historia reciente de nuestro país, resultado de la sedimentación de sucesivas
crisis que no son reversibles con medidas, modelos, campañas o retóricas
triunfalistas.
Por eso el problema social es grave, por eso la pobreza
extrema de millones de habitantes no tiene solución, la educación está en
retroceso, la marginación y la violencia son incontrolables, y la corrupción es
casi un fenómeno natural aceptado con resignación. Ante este cuadro
estructural, los opositores al Gobierno no hacen otra cosa que lo que etólogos
recuerdan de la avestruz: meter la cabeza en el hoyo y criticar la política
oficial con el culo emplumado al viento.
Ninguna fuerza política opositora tiene la receta, el
remedio ni las espaldas políticas para concretar cambios de importancia que
abran el escenario en nuevas direcciones. Denuncian males como la inseguridad y
la inflación, y para nadie es un secreto que no pueden ir más allá de la queja
populista para satisfacer la alarma ciudadana, que no hace más que reflejar el
populismo vertical permanentemente en escena.
Acusan al Gobierno de falta de diálogo, y cuando se juntan
un par de opositores en un acuerdo por alguna futura coalición terminan
disputándose un lugar en la foto y autoproclamándose candidatos a la
presidencia en una ridícula conyugalidad alterada por celos.
Por eso la
Presidenta tiene cincuenta por ciento de arrastre y el que le
sigue apenas 17.
2. Teología
El problema que se avecina en nuestro país no es económico,
ni siquiera lo es el mero hecho de una reelección, sino la cultura política que
se quiere implementar, la forma de concebir el poder, de rediseñar nuestra
historia y de amenazar nuestras libertades.
Salió una nueva Carta Abierta. No hablan de revolución,
hablan de salvación. Han bautizado su misiva reciente con el elegante nombre
“La diferencia”. Lo que llama la atención es que proclamen la necesidad de dar
la vida por una diferencia. Porque, si de diferencias se tratara, por lo
general se llega a un acuerdo entre partes. Diferencia es un concepto matizado.
Implica grados. En términos cualitativos, con una grilla diferencial se
distinguen lo mejor y lo peor. Nunca el bien y el mal. Sin embargo, los
redactores de Carta Abierta emplean el vocabulario de una secta puritana y se
hacen eco del invento de G.W. Bush: el eje del mal. Se disfrazan de Savonarolas
y amenazan con que no permitirán el regreso de la derecha ni del
neoliberalismo. Marcan una gruesa línea roja desde que Nestornauta salvó al
país en el 2003 y hoy, en momentos en que nos dicen que Cristina rema sola para
salvar al pueblo de los piratas, nos comunican que la Presidenta puede contar
con los peritos en narrativa setentista, keynesianismo casero y revisionismo
histórico, en actividad o jubilados, que no la dejarán sola.
Advierten que el Enemigo está al acecho. Los conflictos sociales
se interpretan en términos de peligro. La Gnosis maniquea denuncia a las nuevas formas
satánicas y llama a conformar “un bloque de resistencia contra la barbarie”. El
diablo existe. Por eso disertan de este modo: “Pero el pacto con el diablo,
gran fábula literaria de todos los pueblos, y que diera tanto en Europa como en
Latinoamérica obras literarias ejemplares desde Goethe hasta Guimaraes Rosa…”,
etc. En plena caldera del diablo, los catedráticos no quieren mencionar a quien
verdaderamente los inspira: Anastasio el Pollo.
Estos señores no tienen sentido del ridículo. Imagino a los
viceministros de Economía y presidentes de petroleras que hoy tienen cuarenta
años, encaramados como están en el poder en pleno ascenso generacional y en
medio de la brega del mundo de los negocios, leyendo con una sonrisa a estos
señores añosos y bien nutridos, escribiendo frases como ésta: “Personajes
mediocres gobiernan potencias como sombríos espantajos que balbucean lenguas
susurradas…”. Con un mínimo de sentimiento caritativo les regalarían palomitas
de maíz para entretener pajaritos en las plazas.
Los redactores de Carta Abierta admiten con modestia que no
todo funciona como es deseable. Al Modelo le falta alguna costura. Pero
consideran que estas carencias se deben a “sucesos lamentables de la vida
injusta”, que abundan en el mundo desde tiempos inmemoriales, generados por lo
que llaman la “Culpa Estatal Universal”.
Ni los guionistas de El Código da Vinci han recurrido a
estos secretos de magia negra para interpretar los dispositivos de poder.
Pero la risa es de corto alcance. Por otro lado, este asunto
da miedo. No por estos señores tan ufanos en su poética emancipatoria y su
fervor alquimista, sino por el país que quieren. El general Onganía nos decía
que los miembros de la secta del anticristo no pasarían. El almirante Massera
también apelaba a la historia y situaba la efigie de lo que llamaba “Hombre
Sensorial” –aquel tótem hedonista responsable, según el jerarca, de la moral de
la subversión– en el pensamiento de Marx, Freud y Einstein. En los 70, aquéllos
que no congeniaban con la lucha armada eran acusados de estar presos de la
subjetividad burguesa. En una u otra versión, las cruzadas morales argentinas
entronizaron la supresión ética que llamaba a eliminar a una persona por lo que
“era” y fomentaba la guerra civil en nombre de la verdad. Primero con palabras
y luego con hechos.
Los miembros de Carta Abierta se presentan como los
narradores K. Los escribas del relato oficial. Se reúnen en conciliábulo como
cardenales en el Vaticano y cada tanto envían estos opi magni en los que
advierten que siempre hay más. Del “nunca más” del 84 que proclamaba que el
inicio de la democracia debía ser el fin de una era nefasta de muertes, robos y
persecuciones, del “nunca menos” de la felicidad en términos de caja que, al
tiempo que critica a la sociedad de consumo y del espectáculo, no hace más que
sobrevivir gracias a ambos (Carta Abierta: “Porque debatimos el formato bajo el
cual se forjan subjetividades a la orden de la sociedad del espectáculo… porque
no creemos que el horizonte pueda ser definido por una idea de felicidad
colectiva centrada en el consumo…”), ahora nos entregan este “siempre más”: más
revancha, más amenazas, más espionaje, más poder, más enemigos, más peligro.
Pero el hecho de que el Mal con mayúscula no exista salvo en
la mente fanática no quiere decir que no haya cosas malas ni que todo dé lo
mismo. No todo vale. La moral no se satura en una tabla comparativa de acciones
unas mejores que otras. Los filósofos, aun los escépticos, nominalistas,
relativistas y empiristas, han tratado de darles un nombre a los actos que no
tienen medida axiológica, que son absolutos. Un mal absoluto a falta de un bien
absoluto. Sólo los pensadores medievales intentaron darle un nombre maximalista
al Señor, un Perfectísimo, o Perfectísima si se da el caso. Es el invento de la
lengua superlativa de Juan Escoto Erígena. Pero en los tiempos modernos Kant
nos habló del Mal radical, Adorno del “después de Auschwitz”, y Foucault de lo
que llamó “abominable”. Es abominable no sólo aquello que está mal, sino el
horror. El umbral de la elección ética. Un límite moral frente al cual las
palabras ya no cuentan.
Pero cuando el Mal o lo Abominable, en lugar de marcar
aquello contra lo cual nuestra identidad y valoración más íntima de humanidad
se rebela, cuando este NO se usa para marcar con la M de maldito a los adversarios
políticos, cuando la discusión deja de ser abierta porque a uno de los
contendientes se lo designa como “abominable”, le adosamos la palabra
“genocida”, cómplices de genocidio, socios o agentes al servicio de quienes
torturaron y mataron, traidor a la patria, destituyente, cómplice del
imperialismo y del terrorismo de Estado, servidor de la Corpo y otras necedades,
entonces barremos con todo tipo de posibilidad de convivencia y olvidamos la
necesidad fundante de crear una comunidad que se reconozca como tal a pesar de
sus “diferencias”.
No fue diferente la calificación del peronismo como
nazifascismo con el que durante 17 años se consideró imposible negociar, o la
doctrina setentista del poder total frente al enemigo de clase.
Los relatores kirchneristas exhuman legajos, fotos, frases
de épocas siniestras cuando quieren degradar a un adversario político. Y
ocultan, disimulan y son sumamente comprensivos con sus jefes y jefas para no
verlos en situaciones incómodas ante la opinión pública. Es lo que se hace con
las décadas del 70 y el 90. Por eso los juicios por crímenes de Estado han sido
desnaturalizados, para servir a grupos de poder cuyo pasado heroico hubo que
inventar, y la alarma por el neoliberalismo votado diez años y sostenido por
nuestros actuales gobernantes no es más que una treta demagógica. Estamos en
presencia de una cacería de brujas donde la denuncia coexiste con el esforzado
y sostenido ocultamiento de ciertas escobas.
La mentira nacional se elabora así con el fin de expurgar a
vastos sectores de la sociedad argentina de responsabilidades, ambigüedades y
frivolidades, y para enarbolar la figura de la Víctima , bajo cuya sombra
se esconden bien protegidos y subsidiados varios que dicen tener la Memoria de su lado.
(*) Filósofo
www.tomasabraham.com.ar
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