miércoles, 12 de septiembre de 2012

El "eje del mal": ese invento de Bush que utiliza Carta Abierta

Por Tomás Abraham (*)
El problema de los argentinos ya no es económico ni político o cultural, es más profundo: es teológico. El Cónclave reunido en la Biblioteca Nacional nos ha entregado el resultado de sus deliberaciones. Esperamos que nuestro análisis permita desbrozar la maleza para conducirnos por el sendero que nos guíe hacia El, o Ella.

1. Economía

La política económica del Gobierno es materia de discusión. Hubo resultados positivos en términos de empleo y reactivación económica. La coyuntura no fue desfavorable.

Pero desde hace ya más de medio siglo nuestro país no puede elaborar una estrategia de crecimiento industrial inserta en la dinámica del mercado mundial. Los ciclos dependen del precio de las materias primas, ayer la carne y el trigo, hoy la soja. Desde comienzos de la década del 60, el Estado nacional no ha tenido la capacidad de planificar un desarrollo económico y social sustentable. Las fases de crecimiento se interrumpen abruptamente, y las crisis tienen un efecto regresivo cuyo potencial destructivo genera mayor pobreza y más desigualdad que la previamente conocida.

Si se consideran los índices de medio siglo y se los compara con otros países vecinos y lejanos, la ubicación que tiene nuestro país en términos de desarrollo humano y crecimiento económico muestra una caída sin atenuantes y una sociedad en decadencia.

El último jefe de Estado que tuvo una idea funcional a la coyuntura del momento, es decir realista, para que el país produjera un salto cualitativo y creara bases sólidas para un futuro crecimiento, fue Arturo Frondizi. Su punto de partida fue el giro político de Perón en el fin de su segundo mandato, en el que señaló la necesidad de una modificación de la orientación económica cuando se vaciaron las arcas del Estado y el país padecía atraso tecnológico y dependencia energética. Frondizi extremó las consecuencias de aquel diagnóstico. Produjo así la última revolución industrial argentina. Fueron pocos años, no más de cuatro, en los que el país despegó en términos de energía, industria automotriz, maquinarias y una educación que, entre otros logros, creó la mejor universidad que se recuerda.

Luego de casi cuarenta tentativas de golpe de Estado, una coalición de todos los partidos políticos con su acostumbrada vocación suicidaria, el sindicalismo peronista que le declaró la guerra y que luego denunció el plan Conintes como resultado de una situación de violencia que no inició el presidente y cuyos antecedentes represivos se remontan al primer gobierno de Perón frente a la huelga ferroviaria de 1951 (Ileana Fayó, El plan Conintes y la conflictividad sociopolítica durante el gobierno de A. Frondizi, tesina de licenciatura, inédita), un nacionalismo que lo atacaba por cipayo, una izquierda que lo denunciaba por traición, una derecha que lo condenaba por comunista, el liberalismo conservador que denunciaba su industrialismo artificial, un fascismo que lo acusaba de integrar judíos en su gabinete y un progresismo que atacaba su programa educativo –que daba un lugar a la enseñanza privada y religiosa–, quienes lo increparon por invitar al Che, otros que lo hacían por dialogar con Kennedy, en suma, todo el espectro sectorial que sostenía ayer como hoy que el poder es un paquete que no se comparte y la sociedad una tábula rasa en la que cada ideólogo tiene el privilegio de gravar su modelo de país permitió que el resentimiento, la megalomanía y el espíritu de venganza agruparan a la unánime reacción argentina que con algarabía festejó su expulsión.

Desde ese momento el país ha estado a la deriva de las oportunidades que ocultan las carencias de ideas, pendiente de los nichos que ofrece el mercado mundial con el único objetivo de conseguir divisas y sostener a grupos políticos civiles y militares que nos gobernaron durante décadas. En años recientes, las privatizaciones y los préstamos de la banca internacional produjeron la euforia menemista; hoy, la demanda de productos primarios debido al ingreso de poblaciones inmensas como nuevos consumidores de alimentos facilita la fiesta kirchnerista. Pero en lo que se refiere a lo perdurable: nada.

Sin embargo, esta incapacidad de generar acumulación de capital, tecnología propia, servicios modernos, desarrollo social y educación avanzada no es culpa de este gobierno; es un núcleo duro incrustado en la historia reciente de nuestro país, resultado de la sedimentación de sucesivas crisis que no son reversibles con medidas, modelos, campañas o retóricas triunfalistas.

Por eso el problema social es grave, por eso la pobreza extrema de millones de habitantes no tiene solución, la educación está en retroceso, la marginación y la violencia son incontrolables, y la corrupción es casi un fenómeno natural aceptado con resignación. Ante este cuadro estructural, los opositores al Gobierno no hacen otra cosa que lo que etólogos recuerdan de la avestruz: meter la cabeza en el hoyo y criticar la política oficial con el culo emplumado al viento.

Ninguna fuerza política opositora tiene la receta, el remedio ni las espaldas políticas para concretar cambios de importancia que abran el escenario en nuevas direcciones. Denuncian males como la inseguridad y la inflación, y para nadie es un secreto que no pueden ir más allá de la queja populista para satisfacer la alarma ciudadana, que no hace más que reflejar el populismo vertical permanentemente en escena.

Acusan al Gobierno de falta de diálogo, y cuando se juntan un par de opositores en un acuerdo por alguna futura coalición terminan disputándose un lugar en la foto y autoproclamándose candidatos a la presidencia en una ridícula conyugalidad alterada por celos.

Por eso la Presidenta tiene cincuenta por ciento de arrastre y el que le sigue apenas 17.

 2. Teología

El problema que se avecina en nuestro país no es económico, ni siquiera lo es el mero hecho de una reelección, sino la cultura política que se quiere implementar, la forma de concebir el poder, de rediseñar nuestra historia y de amenazar nuestras libertades.

Salió una nueva Carta Abierta. No hablan de revolución, hablan de salvación. Han bautizado su misiva reciente con el elegante nombre “La diferencia”. Lo que llama la atención es que proclamen la necesidad de dar la vida por una diferencia. Porque, si de diferencias se tratara, por lo general se llega a un acuerdo entre partes. Diferencia es un concepto matizado. Implica grados. En términos cualitativos, con una grilla diferencial se distinguen lo mejor y lo peor. Nunca el bien y el mal. Sin embargo, los redactores de Carta Abierta emplean el vocabulario de una secta puritana y se hacen eco del invento de G.W. Bush: el eje del mal. Se disfrazan de Savonarolas y amenazan con que no permitirán el regreso de la derecha ni del neoliberalismo. Marcan una gruesa línea roja desde que Nestornauta salvó al país en el 2003 y hoy, en momentos en que nos dicen que Cristina rema sola para salvar al pueblo de los piratas, nos comunican que la Presidenta puede contar con los peritos en narrativa setentista, keynesianismo casero y revisionismo histórico, en actividad o jubilados, que no la dejarán sola.

Advierten que el Enemigo está al acecho. Los conflictos sociales se interpretan en términos de peligro. La Gnosis maniquea denuncia a las nuevas formas satánicas y llama a conformar “un bloque de resistencia contra la barbarie”. El diablo existe. Por eso disertan de este modo: “Pero el pacto con el diablo, gran fábula literaria de todos los pueblos, y que diera tanto en Europa como en Latinoamérica obras literarias ejemplares desde Goethe hasta Guimaraes Rosa…”, etc. En plena caldera del diablo, los catedráticos no quieren mencionar a quien verdaderamente los inspira: Anastasio el Pollo.

Estos señores no tienen sentido del ridículo. Imagino a los viceministros de Economía y presidentes de petroleras que hoy tienen cuarenta años, encaramados como están en el poder en pleno ascenso generacional y en medio de la brega del mundo de los negocios, leyendo con una sonrisa a estos señores añosos y bien nutridos, escribiendo frases como ésta: “Personajes mediocres gobiernan potencias como sombríos espantajos que balbucean lenguas susurradas…”. Con un mínimo de sentimiento caritativo les regalarían palomitas de maíz para entretener pajaritos en las plazas.

Los redactores de Carta Abierta admiten con modestia que no todo funciona como es deseable. Al Modelo le falta alguna costura. Pero consideran que estas carencias se deben a “sucesos lamentables de la vida injusta”, que abundan en el mundo desde tiempos inmemoriales, generados por lo que llaman la “Culpa Estatal Universal”.

Ni los guionistas de El Código da Vinci han recurrido a estos secretos de magia negra para interpretar los dispositivos de poder.

Pero la risa es de corto alcance. Por otro lado, este asunto da miedo. No por estos señores tan ufanos en su poética emancipatoria y su fervor alquimista, sino por el país que quieren. El general Onganía nos decía que los miembros de la secta del anticristo no pasarían. El almirante Massera también apelaba a la historia y situaba la efigie de lo que llamaba “Hombre Sensorial” –aquel tótem hedonista responsable, según el jerarca, de la moral de la subversión– en el pensamiento de Marx, Freud y Einstein. En los 70, aquéllos que no congeniaban con la lucha armada eran acusados de estar presos de la subjetividad burguesa. En una u otra versión, las cruzadas morales argentinas entronizaron la supresión ética que llamaba a eliminar a una persona por lo que “era” y fomentaba la guerra civil en nombre de la verdad. Primero con palabras y luego con hechos.

Los miembros de Carta Abierta se presentan como los narradores K. Los escribas del relato oficial. Se reúnen en conciliábulo como cardenales en el Vaticano y cada tanto envían estos opi magni en los que advierten que siempre hay más. Del “nunca más” del 84 que proclamaba que el inicio de la democracia debía ser el fin de una era nefasta de muertes, robos y persecuciones, del “nunca menos” de la felicidad en términos de caja que, al tiempo que critica a la sociedad de consumo y del espectáculo, no hace más que sobrevivir gracias a ambos (Carta Abierta: “Porque debatimos el formato bajo el cual se forjan subjetividades a la orden de la sociedad del espectáculo… porque no creemos que el horizonte pueda ser definido por una idea de felicidad colectiva centrada en el consumo…”), ahora nos entregan este “siempre más”: más revancha, más amenazas, más espionaje, más poder, más enemigos, más peligro.

Pero el hecho de que el Mal con mayúscula no exista salvo en la mente fanática no quiere decir que no haya cosas malas ni que todo dé lo mismo. No todo vale. La moral no se satura en una tabla comparativa de acciones unas mejores que otras. Los filósofos, aun los escépticos, nominalistas, relativistas y empiristas, han tratado de darles un nombre a los actos que no tienen medida axiológica, que son absolutos. Un mal absoluto a falta de un bien absoluto. Sólo los pensadores medievales intentaron darle un nombre maximalista al Señor, un Perfectísimo, o Perfectísima si se da el caso. Es el invento de la lengua superlativa de Juan Escoto Erígena. Pero en los tiempos modernos Kant nos habló del Mal radical, Adorno del “después de Auschwitz”, y Foucault de lo que llamó “abominable”. Es abominable no sólo aquello que está mal, sino el horror. El umbral de la elección ética. Un límite moral frente al cual las palabras ya no cuentan.

Pero cuando el Mal o lo Abominable, en lugar de marcar aquello contra lo cual nuestra identidad y valoración más íntima de humanidad se rebela, cuando este NO se usa para marcar con la M de maldito a los adversarios políticos, cuando la discusión deja de ser abierta porque a uno de los contendientes se lo designa como “abominable”, le adosamos la palabra “genocida”, cómplices de genocidio, socios o agentes al servicio de quienes torturaron y mataron, traidor a la patria, destituyente, cómplice del imperialismo y del terrorismo de Estado, servidor de la Corpo y otras necedades, entonces barremos con todo tipo de posibilidad de convivencia y olvidamos la necesidad fundante de crear una comunidad que se reconozca como tal a pesar de sus “diferencias”.

No fue diferente la calificación del peronismo como nazifascismo con el que durante 17 años se consideró imposible negociar, o la doctrina setentista del poder total frente al enemigo de clase.

Los relatores kirchneristas exhuman legajos, fotos, frases de épocas siniestras cuando quieren degradar a un adversario político. Y ocultan, disimulan y son sumamente comprensivos con sus jefes y jefas para no verlos en situaciones incómodas ante la opinión pública. Es lo que se hace con las décadas del 70 y el 90. Por eso los juicios por crímenes de Estado han sido desnaturalizados, para servir a grupos de poder cuyo pasado heroico hubo que inventar, y la alarma por el neoliberalismo votado diez años y sostenido por nuestros actuales gobernantes no es más que una treta demagógica. Estamos en presencia de una cacería de brujas donde la denuncia coexiste con el esforzado y sostenido ocultamiento de ciertas escobas.

La mentira nacional se elabora así con el fin de expurgar a vastos sectores de la sociedad argentina de responsabilidades, ambigüedades y frivolidades, y para enarbolar la figura de la Víctima, bajo cuya sombra se esconden bien protegidos y subsidiados varios que dicen tener la Memoria de su lado.

(*) Filósofo

www.tomasabraham.com.ar

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