Por Arturo Pérez-Reverte |
Porque oigan: en España deben hacerse oposiciones para
médico de la
Seguridad Social , arquitecto municipal, inspector de
Hacienda, abogado del Estado, fiscal, juez, o cualquier puesto público. Hasta
un profesor de instituto o catedrático de universidad deben hacerlas. Quien
pretenda currar en los sectores de la sociedad dedicados a la función pública,
debe enfrentarse a unas oposiciones que a veces son de una dureza terrible, en
situaciones de extrema competencia y con años de estudio, preparándose. Y sin
embargo, el aspecto más decisivo en nuestras vidas, la actividad política que
determina el presente y condiciona el futuro, puede caer en manos de
cualquiera. A veces, quizás, de individuos excepcionalmente preparados; pero
también, y eso ya resulta menos excepcional, de cualquier analfabestia
incompetente, varón o hembra, incapaz de articular sujeto, verbo y predicado,
cuyo único mérito, o aval, es compartir ideología o intereses -a menudo una y
otros van íntimamente relacionados- con un partido político concreto.
Porque echen cuentas, señoras y caballeros. Si no todos los
médicos que salen de la facultad superan las pruebas de residente, ni todos los
abogados las de juez, por ejemplo; si para conducir un coche hace falta superar
un examen teórico, otro práctico y tests psicotécnicos; si tenemos la
constancia experimental de que no todos valemos para todo, ni siquiera cuando
se trata de gente preparada y con estudios, calculen, entonces, el control de
calidad, las Iteuves posteriores y la psicotecnia que pasaría buena parte de
las decenas de miles de políticos españoles en activo o en pasivo, algunos de
los cuales -conozco a un concejal de cultura en esa situación exacta- no tienen
ni acabado el bachillerato. Consideren los que habrían llegado ahí, donde
están, medran y trincan, de exigírseles estudios, preparación, controles éticos
y formación adecuada. De aplicárseles de un modo práctico, objetivo, antes de
ocupar puestos de tanta importancia, tan bien pagados y con tantos privilegios,
la idea de los antiguos filósofos griegos de que toda comunidad pública debe
ser gobernada por los mejores. Y de establecerse si lo son. O si no lo son.
Eso, naturalmente, incluye a algunos de nuestros
sindicalistas, ornatos del telediario. Cuando oigo expresarse a los más
conspicuos, o los veo pasear la pancarta queriendo ponerse al frente de
ciudadanos honrados que no sé cómo los toleran, con sus antecedentes, pienso
que todo aspirante a líder sindical debería probar antes su conocimiento
histórico de la lucha de clases y su capacidad oratoria para convencer al
trabajador de que es necesario dedicar parte del sueldo -y no de subvenciones
estatales embolsadas por la cara- a mantener una institución sindical
imprescindible para la sociedad, cuyo único fin es defenderlo de las agresiones
de empresarios y políticos. Y si, por reparto de pastel, ese mismo sindicalista
puede acabar en el consejo de administración de una caja de ahorros -que tiene
pelotas la cosa-, tampoco estaría de más que se le examinara antes de las
cuatro reglas: sumar, restar, multiplicar y dividir. Como mínimo.
Así que, oigan. Puestos a suponer gente pública idónea,
España decente, mundos felices donde comer perdices, permítanme imaginar una
actividad política regida por el sentido común. O sea: militantes de partidos
colaborando, faltaría más, en cuanto haga falta. Según su ideología, interés y
conciencia; allá cada cual. Sin embargo, cualquiera que aspirase a figurar en
una lista elegible por los ciudadanos, tendría que hacer antes unas oposiciones
en las que se le examinase de cultura general como trámite previo. Y luego,
según las especializaciones a las que aspirase -ministro de Trabajo, presidente
de Gobierno y tonterías así-, de economía, derecho, política internacional,
historia de España y ética, por ejemplo; aunque temo que aprobar ética muchos
lo tendrían peliagudo. Y por supuesto, idiomas: inglés, un poco de francés,
alemán. A no pocos de ahora -muchos impresentables de ambos sexos lo demuestran
en cuanto abren la boca en el Parlamento- ni siquiera se les exige hablar bien
el castellano.
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