Por James Neilson (*) |
Asimismo, casi todos los partidos o facciones están al
servicio de personas determinadas que, si les es dado hacerlo, se las arreglan
para aprovechar las oportunidades suministradas por el poder para ubicar a sus
familiares y amigos en puestos clave o, por lo menos, lucrativos, como hacen
sus homólogos en el mundo musulmán. Operan como clanes, cuando no como
organizaciones mafiosas. El sistema resultante, enfermo como está de nepotismo
y amiguismo, es congénitamente corrupto.
Una consecuencia de esta realidad deprimente es que los
mandatarios se sienten obligados a procurar eternizarse en el poder. Aun cuando
por algún motivo el jefe máximo de turno quisiera respetar los límites
constitucionales, la horda de dependientes que lo rodean tratarán de
convencerlo de que es imprescindible, que es un estadista de dimensiones
gigantescas y que si se le ocurriera abandonar la Casa Rosada , el país
se hundiría en el caos, de ahí el fantasioso “tercer movimiento histórico” que
en su momento sedujo a los seguidores más entusiastas del radical Raúl
Alfonsín.
En cierto modo, la prédica de los incondicionales del líder
“carismático” coyuntural es realista: por ser tan raquíticas las instituciones,
en especial las encargadas de impedir que integrantes del Gobierno cometan
demasiadas transgresiones, al país le es muy difícil funcionar de manera
aceptable en los intervalos esporádicos que se dan entre el ocaso de un líder
providencial y la consagración de su sucesor. Sin un gobierno “fuerte”, lo que
por lo general quiere decir arbitrario, todo se viene abajo con rapidez
desconcertante.
Fue merced a su capacidad para proyectar una impresión de
firmeza rencorosa ensañándose con una serie de chivos expiatorios, que Néstor
Kirchner logró “construir poder” en un lapso muy breve; días después de ser
elegido presidente con apenas el 22 por ciento de los votos, la proporción más
baja de la historia del país, el hasta entonces apenas conocido patagónico
gozaría de un índice de aprobación asombrosamente alto, hazaña que muchos
festejaron por significar, a su juicio, la restauración de la autoridad
presidencial.
Por ser la cultura política nacional tan caudillista, es
decir, tan personalista, siempre fue de prever que, ya antes de confirmarse el
triunfo aplastante de Cristina en las elecciones de octubre pasado, tanto ella
como los miembros de su estrecho círculo áulico se pondrían a pensar en la
re-reelección. La verdad es que no tenían más alternativa. Además de tener
motivos de sobra para preocuparse por su propia suerte, sabían que para que se
mantuviera unido el movimiento que se había formado en torno a la Presidenta , sería
necesario que el horizonte permaneciera despejado.
De difundirse la sensación de que tiene los días contados,
la variante cristinista del kirchnerismo no tardaría en disgregarse. Lo único
que lo aglutina es el poder que emana de la caja. Como nos recuerda la
trayectoria sinuosa de aquellos oficialistas seriales que han sido menemistas,
duhaldistas y kirchneristas, y que mañana serán sciolistas o macristas, ya que
siempre se adaptan sin complejos al clima de opinión dominante, el hipotético compromiso
de muchos con “el proyecto” de Cristina no puede atribuirse a sus eventuales
convicciones personales. Para ellos, es una cuestión de seguridad laboral y
patrimonial, motivo por el que los operadores de la Presidenta han de
esforzarse por hacerles creer que, de un modo u otro, el Gobierno está en
condiciones de mejorar la
Constitución quitándole el artículo 90 reaccionario y
antipopular, según el cual el presidente puede ser reelegido por “un solo
período consecutivo”. Por ahora, el consenso es que no podrá hacerlo, pero los
kirchneristas esperan que las deficiencias de la oferta opositora resulten ser
tan evidentes que sectores importantes lleguen a la conclusión de que les sería
beneficioso que se prolongara el statu quo por cuatro años más.
Puede que quienes piensan así hayan pecado de optimismo: mal
que les pese, las deficiencias del Gobierno propenden a hacerse aun más
llamativas que las de los grupos e individuos que en su conjunto conforman la
oposición. Sigue achicándose el núcleo duro del kirchnerismo al humillar
Cristina a sus fieles exigiéndoles más pruebas de lealtad, más aplausos
frenéticos, más manifestaciones de confianza absoluta en el futuro de un
“modelo” socioeconómico que, tal y como están las cosas, parece condenado a
naufragar en los meses próximos en medio de una tormenta recesiva e
inflacionaria. La calidad humana, por decirlo de algún modo, del elenco
gobernante se ha deteriorado notablemente a partir del año pasado. Todo hace
pensar que el proceso degenerativo, del que el protagonismo cada vez más
molesto del ala juvenil es un síntoma inquietante, continuará.
Por temor a que el poder se les escabulla de las manos, los
ultra K, en especial los “militantes” de La Cámpora , esta asociación de ayuda mutua de
características que, según los alarmados por sus andanzas proselitistas en las
cárceles, colegios y jardines de infantes, son netamente fascistas, están
asumiendo posturas cada vez más agresivas. Parecen creer que les conviene
sembrar miedo en la sociedad; suponen que, para no encontrarse en medio de una
lucha encarnizada de desenlace imprevisible, la mayoría optará por resignarse a
vaya a saber cuántos años más de hegemonía cristinista.
Al fin y al cabo, se dicen, si hay que elegir entre
aferrarse al presente y precipitarse en una crisis fenomenal, muchos buenos
ciudadanos preferirían lo que desde su punto de vista sería el mal menor. La
preocupación por lo que podría suceder en el caso de que el gobierno actual se
desplomara constituye una de las armas más potentes en el arsenal oficialista;
hasta que aparezca un nuevo polo de poder que sea claramente capaz de
garantizar el mínimo necesario de gobernabilidad, los comprometidos con Cristina
seguirán aprovechándola.
Por fortuna, a pesar de lo parecidas que son ciertas
costumbres y actitudes políticas locales y las del Oriente Medio, aquí el
destino de los perdedores suele ser mucho menos trágico. La razón por la que el
dictador sirio Bashar al-Assad está matando a decenas de miles de compatriotas
que no lo quieren es sencilla: sabe muy bien que si cae, su propia comunidad
alauita, (lo mismo que los cristianos), enfrentaría el riesgo de ser
exterminada con brutalidad extrema por los militantes de sectas rivales. Aunque
las perspectivas ante los oficialistas aquí no son tan terroríficas como las
enfrentadas por sus equivalentes en los países del Oriente Medio, distan de ser
agradables. Privados de la protección que les ha brindado el poder, muchos,
encabezados por Cristina y el vicepresidente Amado Boudou, tendrían que rendir
cuentas ante la Justicia
por una multitud de causas en su contra, entre ellas las vinculadas con los ya
casi olvidados fondos de Santa Cruz, la saga increíble de la expropiación de
una empresa, la “ex Ciccone”, sin dueños visibles, y así, largamente, por el
estilo. Puede entenderse, pues, la voluntad de tantos oficialistas de ir a
virtualmente cualquier extremo a fin de conservar el poder al que se han
habituado.
Los soldados de Cristina van por todo porque, para ellos, la
alternativa es la nada. Ya no les es dado modificar la estrategia kamikaze que
han elegido. Han quemado las naves, dejándose sin otra opción que la de negarse
a respetar la lógica democrática según la cual los oficialistas han de
prepararse para el día en que les corresponda abandonar el poder y por lo tanto
les convendría acatar las reglas establecidas. A veces, voceros de agrupaciones
presuntamente opositoras insinúan que tal vez estarían dispuestos a pactar, a
negociar para que los kirchneristas puedan retirarse tranquilamente del
escenario, es de suponer con buena parte del botín que han conseguido acumular
a cuestas, pero solo se trata de palabras: tarde o temprano llegará el día en
que las instituciones se pongan a funcionar como es debido, aunque fuera por un
período muy corto, con el resultado de que muchos miembros del “gobierno más
corrupto de la historia” del país –distinción esta que casi todos han logrado
ostentar después de algunos años de hegemonía– compartirían el destino
melancólico de tantos ex funcionarios de tantos gobiernos anteriores.
En ocasiones, Cristina nos ha informado que entiende muy
bien que nada en esta vida es para siempre, pero la conciencia de que todo
poder es efímero no parece haber incidido ni en su propia conducta ni en
aquella de sus partidarios. Por el contrario, como los menemistas de los años
noventa –y como los militares entre 1976 y 1983– han obrado como si creyeran
que nunca tendrían que preocuparse por las eventuales repercusiones de su forma
heterodoxa de actuar.
(*) PERIODISTA y
analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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