Por Enrique Szewach |
Ante el obvio fracaso de esa campaña, se decidió recortar
los beneficios correspondientes al servicio de energía eléctrica y gas en
barrios cerrados, countries y zonas de la capital habitadas, principalmente,
por gente de mayor poder adquisitivo (incluyendo la Unidad Básica de
Puerto Madero). Luego, con el unilateral intento de traspasar el contrato de
concesión de los subterráneos porteños al Gobierno de la Ciudad , se redujo el
subsidio nacional al precio del viaje en subterráneo. Ahora se fija un tope al
subsidio al precio del viaje en colectivos y trenes, pasando el costo político
de la eventual suba de los precios a provincias y municipios, mientras se eleva
el costo del pasaje a quienes no posean la ya tristemente célebre tarjeta SUBE.
Pero, además del problema de los costos políticos, este
ahorro fiscal –los municipios y/o las provincias no tendrán más remedio que
autorizar aumentos en los precios del transporte en sus jurisdicciones porque
tampoco tienen fondos– tiene efectos en la economía, tanto desde el punto de
vista del ingreso disponible de los consumidores como del que corresponde a las
empresas de transporte involucradas. En especial porque, en un entorno
inflacionario del 25%, “acertar” al precio requerido del pasaje que reemplace
exactamente al subsidio es como perseguir el horizonte.
Y aquí está la clave. La medida de reemplazar subsidios por
precios en el consumo de servicios públicos va en la dirección correcta,
siempre que se reemplacen los subsidios indiscriminados por otros focalizados a
los sectores de más bajos recursos, y existe tecnología para ello. Pero
modificar precios relativos sin insertar dichos cambios en un programa fiscal y
monetario integral, tendiente a moderar la tasa de inflación, implica un
deterioro creciente de la calidad del servicio.
Un ejemplo de esto ya lo vimos en los subterráneos. La
decisión de recortar subsidios y reemplazarlos por un aumento del precio del viaje
tuvo como resultado que cayera la cantidad de pasajeros transportados, mientras
los costos siguen subiendo al ritmo de la elevada inflación. Menos pasajeros
pagando y más costos obligan o bien a recalcular el precio, o bien a recalcular
el subsidio o, como alternativa, a “ajustar” el servicio, que fue lo que se
hizo. De modo que los consumidores terminaron pagando más que antes por un
servicio peor.
Generalizar este esquema a todo el servicio de transporte en
el actual entorno de alta inflación tendrá el mismo resultado. Seguramente,
para no pagar demasiados costos políticos, los municipios o las provincias
autorizarán aumentos que cubrirán sólo, y como máximo, el déficit presente.
Pero los costos siguen subiendo al ritmo de la tasa de inflación, de manera
que, aunque no caiga el número de pasajeros transportados que pagan su pasaje,
ese nuevo déficit obligará, otra vez, o a aumentar los precios o a deteriorar
aun más la calidad del servicio. Con el mismo resultado que en los
subterráneos, más precio para peor servicio.
Pero el del transporte es sólo uno de los cambios de precios
relativos que hace falta realizar. El principal se vincula con los precios de
la energía. Paradójicamente, en este caso el Gobierno dio marcha atrás con la
quita de subsidios estacionales en el precio del gas, mientras no reconoce
precios nuevos para el sistema eléctrico ni para los productores de petróleo y
gas.
Otra vez, en un contexto de alta inflación y precios
internacionales del petróleo y gas muy distintos a los locales, el resultado es
la virtual quiebra de la mayoría de las empresas del sector, así como la falta
de inversión en exploración y producción de las empresas petroleras.
Insisto, el reemplazo de subsidios indiscriminados por
precios y por subsidios focalizados es parte de la solución. Intentar hacerlo
en forma descoordinada, y sin compatibilizarlo con el esquema fiscal, monetario
y cambiario general y con la política salarial y de inversión de las empresas
involucradas, puede transformarse en un nuevo problema.
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