Por Roberto García |
A estos detalles obvios se agrega otro en la presentación de
Abal Medina: hizo un esfuerzo notable por semejarse al Barón de Munchhausen
cuando se refirió a la inflación, la inseguridad o las reyertas del peronismo.
Al margen de su contribución a la literatura fantástica o infantil –también a
los trastornos psicológicos, finalmente el barón representa el síndrome de
Munchhausen–, el debut en Diputados importó por otra razón: es el primer
miembro de la corte oficialista que decide emerger como eventual candidato a la
sucesión de Cristina de Kirchner en la Casa Rosada. Sin provocar escándalo o ira como el
aspirante Daniel Scioli, un presunto sapo de otro pozo.
Hay quienes no se manifiestan y están aquellos del sector
elegido, como Guillermo Moreno, que lo revelaron apenas en un breve circuito
doméstico, como ya se consignó hace un par de meses en este diario. Dicen que
lo de Abal Medina proviene –al margen de su ambición ya advertida cuando soñaba
con la presea vicepresidencial que obtuvo Amado Boudou– de una infidencia
atribuida a la propia mandataria.
Si bien son pocos o ignorados los que acceden a su
desconocido círculo de entrecasa en Olivos (ya que también, como cualquier
mujer, alguna vez utiliza pantuflas y batón), al parecer ofreció un mohín
favorable y una frase en el mismo sentido cuando, en un diálogo vagaroso sobre
el futuro, incluyó a Manuelito en una lista de postulantes. Parece que el jefe
de Gabinete convirtió en cierta esa anécdota y, cuando habló en Diputados, más
que iluminar al auditorio o aclarar sus inquietudes, hizo campaña, dirigió su
mensaje a una sola persona e interpretó con fidelidad extrema la leyenda
oficial para satisfacción de exclusivos y benévolos oídos femeninos. Son éstos
y no las palabras los que comandan el relato. Al menos así lo expresa Italo
Calvino en Las ciudades invisibles.
Se inscribe Abal Medina en la misma constelación Boudou:
ganar un lugar sin territorio, predicamento, ni siquiera unidad básica.
Depender en exclusividad de la simpatía de Ella, de su favoritismo y
protección, al igual que Gabriel Mariotto en su momento (aunque el
vicegobernador bonaerense disponía de un local con un cuidador en la Provincia ), del dedo
encantado de la
Presidenta. Más restringido incluso que el “dedazo” mexicano
que se estila en el PRI desde la
Revolución , partido popular de conducción oligárquica que
dominó el poder durante décadas y ahora se reinstala. El ogro filantrópico de
Octavio Paz.
No es casual la referencia geográfica y literaria, hoy
abrumadora en la columna. Ocurre que el jefe de Gabinete vivió un tiempo en esa
tierra (de allí el apelativo de “mexicanito” que le endosan algunos), y en ese
proceso debe haber aprendido de la estela de su papá, allí exiliado desde los
80, preferido de Juan Perón en los 70, aislado luego del golpe por seis años en
la Embajada
de México, ahora en Buenos Aires, algo estragado por el cigarrillo.
Abal Medina padre hizo carrera como pocos extranjeros en el
PRI, quizá por la confianza que le dispensó “Don Fernando” (Gutiérrez Barrios),
jefe invariable de la inteligencia de ese país, casi un John Edgar Hoover del
subdesarrollo, quien le consiguió la fachada de ocuparse de “puentes y
caminos”. Esa actuación benefició al hijo: tantas relaciones y contactos del
padre, por ejemplo en el mundo centroamericano, facilitaron la convocatoria de
Néstor Kirchner al joven Juan Manuel para que lo acompañara en Unasur. Por
portar el apellido de su colaborador, hasta se aventuró en negociaciones para
intentar rescatar rehenes en la selva. Venía entonces Abal Medina hijo de
servir a Carlos “Chacho” Alvarez, a Aníbal Ibarra y a Alberto Fernández, con
tanta unción como la que hoy le dedica a Cristina: ha hecho un culto de ese
servicio personalizado. Sobre esa diligente vocación, de afiebrada obediencia,
muchos se regodean con el escarnio.
Su última participación en Diputados también delató un
dirigido propósito de mostrarse como exponente de la juventud K, sin serlo, por
supuesto. Parecía uniformado en las palabras por La Cámpora –otro cuerpo que
carece de candidato presidencial– y, cuando al final se sacó fotos, nunca dejó
de mostrar con sus dedos la V
de la presunta victoria que caracterizó a las formaciones especiales de los 70.
Más letra para Cristina y para su hijo Máximo, también.
Lo ayuda familiarmente en esa intención reivindicativa la
historia de su padre y, sobre todo, la de su fallecido tío Fernando, un
soreliano que participó en los inicios de Montoneros (con el crimen de
Aramburu, por ejemplo). Curiosamente, ambos provenían con saco y corbata de
filas católicas y nacionalistas arraigadas y de cabellos engominados, y
colaboraron con el finado Marcelo Sánchez Sorondo en una librería del Círculo
del Plata o en el semanario Azul y Blanco. Misma cuna, mismo colegio, el
Nacional Buenos Aires –que también albergó a Mario Firmenich–, lugar de
resentimiento y privilegio para quienes luego balbucearon con el
internacionalismo proletario, lo imaginaron cercano a Perón y a su ojo
izquierdo, y les picó la violencia
armada justificada en la persecución histórica al movimiento.
Esa etapa y su incursión mexicana en un partido progresista
hacia afuera y conservador hacia adentro le valieron al padre una perspectiva
que para Cristina constituía expresiones antidiluvianas. Ciertos favores internacionales
y el vínculo con el empresario Carlos Slim corrigieron esas opiniones
iniciales.
Al hijo, cierto rol obsecuente –como el de repetir hace poco
que quienes ganan más de $ 6 mil son aristócratas o negar una reiterada tasa de
inflación del 25%– y la contingencia de una sucesión política sin heredero lo
han habilitado para deslizarse en la vereda del sol frente a figuras que
transitan por la sombra, sean Scioli, Massa, Urtubey, De la Sota. Muchos de
ellos, como Abal, también crecieron personificando a vendedores de autos
usados, disimulando fallas en el motor, anteriores choques o vicios en la
papelería. Pero no les duró la patente lo mismo que hoy parece durarle al Barón
de Munchhausen con sus hazañas dislocadas.
© Perfil
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